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Volumen 14
Número 1

Abril 2018 - Agosto 2018
Publicación: Abril 2018
(Re) Anudamientos


Resumen

¿Cómo puede elucidarse la afirmación de Jacques Lacan ‘La mujer no existe’? El presente escrito trata de razonar este leitmotiv del psicoanálisis apoyándose en referencias del campo de la literatura. Las memorias de Daniel Paul Schreber nos permitirán esbozar, de entrada, la distinción entre referente y significación cuando hablamos de la mujer. Después, una lectura de algunos fragmentos del ‘Elogio de la sombra’ de Yunichiro Tanizaki nos facilitará captar la forma en que el hombre neurótico aborda lo femenino ante la ausencia de este significante en su inconsciente. A lo largo del texto, el seminario XVIII nos permitirá explorar la génesis de esta tesis de Lacan en relación al goce, desgranando a la par las distintas formas en que un universal de las mujeres no se sostiene.

Palabras clave: Sexuación | Psicoanálisis | Lacan

Abstract English version

[pp 9-16]

De lo oscuro y de lo claro

formas de respuesta a la inexistencia del significante femenino
Héctor García de Frutos

Director del máster ‘Actuación clínica en psicoanálisis y psicopatología’ de la Universidad de Barcelona (UB).
Psicólogo en la Unidad de Trastornos del Aprendizaje de la Fundación Josep Finestres (UB)

Recibido: 10/10/2017 – Aprobado: 1/2/2018

Si en psicoanálisis hablamos de mujeres una por una, y no de hombres uno por uno, no es por hallarles a estas palabras propiedades diversas en el ámbito lingüístico. Tanto ‘hombre’ como ‘mujer’ carecen de referente en psicoanálisis, y por eso son significantes antitéticos como tantos otros: equivalentes, intercambiables, escurridizos… el sujeto histérico, anclado a la pregunta ‘¿soy hombre o soy mujer?’, lo ilustra sensiblemente.

Hay, sin embargo, un axioma lacaniano que permite situar diversamente el semblante femenino, inclinándolo hacia el plural: ‘La mujer no existe’. Esta afirmación aún controvertida, que no tiene contrapartida masculina, permite distintas lecturas. Si se usa el artículo definido con una L mayúscula es para indicar que es la significación (el hecho de significar), y no tanto el referente (el objeto significado), lo que no existe. Daniel Paul Schreber, posiblemente el loco más famoso de la historia, se representó esta ausencia de significación en el marco de lo divino: a Dios le falta pareja con quién relacionarse. Ante eso el brillante jurista, en tanto sujeto, responde con el delirio y la experiencia alucinatoria. Se ve llevado, contra su voluntad, a colmar con un cuerpo la denotación vacía: para el goce de Dios, pero también para la concepción. Nos dice: “Así, en mi propio cuerpo tuvo lugar algo semejante a la concepción de Jesucristo por parte de una virgen intacta, es decir, que nunca tuvo comercio con un varón. (…) los nervios de Dios correspondientes al semen masculino fueron arrojados dentro de mi cuerpo: había tenido lugar, pues, una fecundación [1]. Esta experiencia demuestra que lo entendió a su manera: hay delirio de significación en la medida en que es el cuerpo (un referente), y no el sujeto, lo que responde a la falta en el Otro (Dios en este caso). Una razón imaginaria persigue suturar una ausencia en lo simbólico: ante la ausencia del significante fálico, Dios puede encontrar La mujer real y complementaria con la que fundar “nuevos hombres formados del espíritu de Schreber [2]. No se trata de una metáfora para una nueva teodicea: es preciso producir un cuerpo nuevo para la concepción, y Schreber tiene la certeza y la experiencia de que es el suyo. Un cuerpo de mujer dispuesto para dar a luz, pero también para gozarse: “Para mí es subjetivamente cierto que mi cuerpo - según mi repetidamente manifestada convicción, por obra de milagros divinos - muestra tales órganos de la misma manera que sólo acontece en el cuerpo femenino. (…) Mediante una presión ejercida sobre estas estructuras logro, especialmente cuando pienso en algo femenino, suscitar algunas de las sensaciones voluptuosas correspondientes a las de una mujer.” [3]

En el inconsciente neurótico, en cambio, es la inscripción contraria u opuesta a la significación fálica lo que falta, precisamente porque el falo está y signa el obstáculo, un obstáculo que acota un goce para todos. Cuando el psicoanálisis revela este desequilibrio formal (que en Schreber no existe, pues repara la inexistencia de La mujer con su delirio y su cuerpo) debe deducirse que no hay complementariedad posible entre lo masculino y lo femenino. Ambos semblantes se ordenan según su relación diversa al mismo patrón. No el colgajo del macho, sino la ley sexual [4] que responde a la interdicción del incesto, indica Lacan en su seminario XVIII, titulado ‘De un discurso que no fuera del semblante’. No responde ahí la anatomía, sino el símbolo del deseo.

Por otra parte, que se apunte a la obliteración de la significación femenina indica que, si bien hay mujeres (mille e tre, por lo menos, como insiste el Don Giovanni de Mozart) no hay identidad susceptible de aunar a todas ellas en un conjunto. Puede decirse ‘las mujeres’, pero representadas por el rasgo dejan de estar ahí como mujeres.

Si no hay contrapartida complementaria al significante fálico, tampoco hay forma de que un hombre tenga a una mujer como referente único de su deseo [5]: se elige, justamente, sobre la vacilación del anhelo. No hay de un lado los portadores de pene (machos), del otro las portadoras de vagina (hembras), y aquél ejemplar de un lado que encajaría con tal ejemplar del otro. Hay, para ambos sexos, el falo: él tiene como otros algo que a ratos lo conforma, y en el mejor de los casos lo cede; ella se viste con eso, espera ser ese objeto preciado al menos para uno, aún cuando otras le parece que lo encarnan con mayor pericia. Pero en ambos casos el deseo es de eso. Del lado hombre, ninguna se inscribe como La mujer. Del lado femenino, solo siendo Otra acaricia lo que supuestamente la define. En el inconsciente falta un significante que no consigue colmarse.

En otro orden de cosas, y como veíamos en Schreber, la inexistencia de La mujer reverbera en el campo del goce: qué es hombre y qué mujer no se resuelve por la anatomía o la genética, sino por la forma en que un cuerpo se satisface. Dónde hay goce fálico, estamos del lado macho; es lo propio de los embrollos eróticos, del deseo [6]. Estos insisten, justamente, porque hay una única significación en juego (sea cual sea el posicionamiento identificatorio de los actores: hétero, homo, bi, trans, inter…), a falta de dos. De lo cual puede decantarse un tercer sentido al aforismo: el modo de satisfacción estrictamente femenino, si se cree en él (ese que en ocasiones se siente pero del que nada se sabe [7]) no puede nombrarse, ni escribirse. No es el goce de alguien; tampoco es susceptible de réplica. No hay letra para fijarlo, lo cual declina en que debe excluírsele toda razón. Por eso, Lacan trató de ilustrarlo a partir del semblante místico (que no por ser semblante deja de signar una experiencia real de goce). Para el místico no se trata del goce de Dios al usar el cuerpo de uno, sino del goce que se da, “en segundo grado”, en el cuerpo propio ante la manifestación del rostro de Dios [8]. El goce femenino es un goce distinto al goce del objeto.

Orientemos ahora el asunto que nos ocupa por otra vía, lejana. En el seminario XVIII, Lacan se acerca a las lenguas japonesa y china, singularmente esculpidas por la escritura. De los ideogramas de sentidos múltiples que Lacan explora, los más conocidos son el yin y el yang: los principios hembra y macho, pasión y acción, sustancia y forma, oscuridad y luz. Se trata de un par complementario, un modelo general que rige “la relación del hombre y la mujer en las fuerzas del mundo, bajo el cielo (t’ien hsia) [9]. Si el psicoanalista francés recuerda este enunciado en Mencio, es porque ahí la cosa se complica, no es asunto de medias naranjas. Bajo el cielo, existe una naturaleza que crece en el caldo de la lengua [10]. La naturaleza de los hombres, infinitamente distinta de la animal, es lo que hay bajo el cielo e implica la dimensión de la causa, eso que lleva a un reino a buscar la prosperidad. El plus-de-gozar [11], advierte Lacan, es a lo que apunta la naturaleza de los seres hablantes.

No es el único efecto de discurso que afecta a los hombres y las mujeres. Entre Yin y Yang se cuela además un efecto de sorpresa [12]: el falo, como hemos visto, el operador que articula un goce a la verdad del deseo.

Hay pues dos letritas, dos obstáculos, dos imprevistos que rompen la naturalidad harmoniosa de las relaciones entre el hombre y la mujer: el falo, y el objeto plus-de-gozar (Lacan fascina a su auditorio mostrando que la tradición china algo sabía al respecto). Son asuntos articulados, pero no es sencillo dilucidar su idiosincrasia, como no lo es la del hombre y la mujer. Son, en cualquier caso, consecuencias de esa operación que Lacan llama castración. Es decir, eso que los seres hablantes precisan elaborar, síntoma mediante, para alcanzar a reproducirse [13]. En la medida en que no hay condiciones naturales de elección, ni satisfacciones complementarias, es preciso que cada quién pase por la falta, por la elección según los azares y según sus huellas inconscientes.

‘La mujer es el síntoma de la civilización’, terciaba Éric Laurent en la primera de sus cuatro conferencias en mayo de 2016, en Barcelona [14]. Propondremos, a tenor de lo que veníamos urdiendo, que es síntoma en la medida en que la forma femenina es la privilegiada en la cultura para situar fallidamente el falo y el objeto, al menos en el decir de los hombres. Lo esbozaremos a partir de algunas confesiones de Junichiro Tanizaki, en su ya clásico ensayo ‘El elogio de la sombra’, que también da pistas claras sobre las condiciones de deseo que permiten a un hombre acercarse a una mujer entre otras.

En el seminario que nos ocupa, Lacan desliza su propio elogio de la sombra [15]. Reincide no obstante en un acento que años antes puntuaba su escrito sobre ‘La carta robada’, el famoso cuento de Edgar Allan Poe que despierta en Lacan referencias orientales. Se mencionan allí el Yin y el Yang, así como el no-actuar (wu wei); la sombra es un atributo femenino de esa carta enigmática que, fuera de perspectiva, hace danzar a los subyugados allí concernidos [16] .

En el ensayo de Tanizaki, se trata de algo más íntimo: “(…) me resulta posible representarme aproximadamente a las mujeres de antes al recordar la silueta de mi madre cosiendo, cuando yo era niño, al fondo de nuestra casa de Nihonbashi, a la rala luz procedente del jardín. Hasta esa época, hablo de los años veinte del Meiji (hacia 1890), se construían todavía las casas burguesas de Tokio de tal manera que eran muy oscuras y mi madre, mis tías, alguna pariente nuestra, casi todas las mujeres de esa generación, se ennegrecían los dientes. (…) Se podría llegar a decir que esas mujeres apenas tenían carne. De mi madre recuerdo el rostro, las manos, vagamente los pies, pero mi memoria no ha conservado nada que se refiera al resto de su cuerpo”. Y prosigue: “En este sentido, recuerdo el torso de la famosa estatua de Kannon del Chuguji: ¿no representa el típico desnudo de la mujer japonesa de antes? Aquel pecho liso como una plancha al que se ciñen unos senos de una delgadez de papel, aquella cintura apenas menos gruesa que el pecho, aquellas caderas, aquella grupa, aquella espalda recta, aquel tronco estrecho y delgado hasta el punto de resultar desproporcionado con el rostro y los miembros, aquella ausencia de espesor que más que un ser de carne evoca la tirantez de una bola de madera, ¿no es, en conjunto, la estructura del cuerpo femenino de antaño? [17].

El genio del poeta confiesa, sin sombra de velo, la estrecha relación entre el interdicto familiar y el objeto de deseo. El cuerpo materno, más allá de sutiles rasgos casi asexuados, queda sellado con el olvido. La dimensión fálica, así como el desconocimiento deliberado de un goce, quedan plasmados en el “apenas tenían carne”. Sigue, en una pura solución de continuidad, la metonimia propia del objeto de deseo, ese recorte del cuerpo femenino necesario a la estructura fantasmática masculina. El punto disonante de la descripción, finalmente, signa la articulación entre falo imaginario (“aquella ausencia de espesor”) y objeto causa de deseo (“que más que un ser de carne evoca la tirantez de una bola de madera”). La estatua de Kannon del Chuguji es un buda, de apariencia femenina, pero asexuado como el objeto mismo [18].

Encontramos, más adelante, otro cristalino ejemplo de esta articulación: “Estas mujeres, cuyo torso queda así reducido al estado de soporte, están hechas de una superposición de no sé cuántas capas de seda o de algodón y si se las despojara de sus vestidos sólo quedaría de ellas, como en las muñecas, una varilla ridículamente desproporcionada. Antaño, esto carecía de importancia porque estas mujeres, que vivían en la sombra y sólo eran un rostro blanquecino, no necesitaban para nada tener un cuerpo. Mirándolo bien, para los que celebran la triunfante belleza del desnudo de la mujer moderna, debe ser muy difícil imaginar la belleza fantasmal de aquellas mujeres [19]. La expresión “varilla ridículamente desproporcionada” cincela con la sencillez de un trazo de pincel lo que puede encontrarse cuando se despoja de ciertos velos fálicos al objeto causa de deseo.

Tanizaki vislumbra así el punto de límite, de extrañeza, que se alcanza al tratar de capturar la razón de un suspiro: “Piensen en la sonrisa de una joven, a la vacilante luz de una linterna, que de vez en cuando hace centellear unos dientes lacados de negro de entre unos labios de un azul irreal de fuego fatuo: ¿puede uno imaginarse un rostro más blanco? Yo, al menos, lo veo más blanco que la blancura de cualquier mujer blanca, en ese universo de ilusiones que llevo grabado en mi cerebro. La blancura del hombre blanco es una blancura translúcida, evidente y trivial, mientas que aquélla es una blancura en cierto modo separada del ser humano. Puede que una blancura así definida no tenga ninguna existencia real. Puede que no sea más que un juego engañoso y efímero de sombras y de luz. Lo admito, pero nos resulta suficiente porque no nos es dado esperar nada mejor. [20]

Esta puntuación da cuenta de operación fallida en que se constituye todo objeto fantasmático. La mirada, signo del sujeto, se evidencia por un engaño ahí dónde se intuye el límite de lo humano. El contento final, solución de compromiso entre fantasía y objeto imaginario, sella la curiosidad de Tanizaki, que llega lejos en su precisión psicoanalítica.

En esta elucidación, es la lógica masculina la que gobierna. De lo que concierne singularmente a la mujer, en la medida en que goza en un cuerpo, nada sabemos; queda expresamente cercenado. Del falo, ella se sirve diversamente. La tesis de Lacan “El falo es el órgano en la medida en que es, e.s. –se trata del ser–, el goce femenino [21] necesita de otras vías para esclarecerse [22]. E.s.: se trata del verbo ser en tercera persona del singular precisa Lacan, en presente, (est, en francés). Y no del tener, también en presente, esta vez en primera persona del singular, (ai, en francés). El falo, pues, queda carente del lado del goce femenino, y a la vez lo constituye. El falo introduce una hiancia en el goce, como decíamos; no permite concluir. ¿En qué sentido? Pueden aislarse varios.

Un primero: que haya el conjunto de los que portan el órgano no quiere decir que pueda hacerse el conjunto de las que no lo tienen pegado al cuerpo. Si la identidad no sirve para producir el universal femenino, tampoco la falta de pene sirve para ello. Y es que realmente, a una mujer no le falta nada: su organismo es entero, la falta sólo es introducida por el símbolo. Decíamos que eso tiene incidencia en el goce: no hay universal de la mujer en lo que concierne a un “poder gozar de todas [23]: cada una manipula la falta simbólica (el falo) a su manera y no hay hombre que pueda abordarlas a todas por esta falta, como si fuera universal. Para uno, muchas son inhallables en su falta, y por mucho que se confunda, tarde o temprano se topa con eso. A la inversa: no hay ése del cual todas gozarían, y que podría en cierto sentido normalizar el placer femenino, dar la clave del goce sexual de la mujer. En este sentido, el padre de la horda [24] que deduce Freud es un mito.

Un segundo sentido posible es que tampoco hay un ser mujer en tanto todas y cada una podrían ahí reconocerse. No hay silogismo para la mujer al modo aristotélico, que permite como se sabe el lazo entre el universal y el particular. El goce encontrado en la identificación no puede ser simétrico, lógicamente: para una mujer, su ser mujer es un enigma sin solución, no una justificación sobre la que insistir. Si la masculinidad es el mantra del tener el falo, la feminidad es la invención siempre nueva de serlo.

Este punto concierne particularmente al saber. Del lado masculino, se goza del objeto. Como veíamos, el fantasma da el marco, y Tanizaki muestra que algo puede saberse de eso. La mujer es el Otro, pero no al modo del semejante inasequible, sino ajena a sí misma en lo que concierne al goce que puede habitarla y que no es del orden del fantasma.

De esta Otredad de la mujer puede deducirse un tercer sentido de esta hiancia. No es posible concluir respecto de la armonía ni entre cuerpos, ni en lo que concierne al cuerpo femenino. Que ella pueda ir a buscar el órgano en el cuerpo de él, manipularlo, gozar mediante… es algo que exige, de su acción, que quede dividida respecto de su cuerpo [25]. En el encuentro sexual su cuerpo encarna el falo, y a la vez cuando ella hace con el órgano del partenaire deposita ahí el falo. El cuerpo que manipula el órgano del compañero no es el cuerpo que encarna el falo para él (y no menos para ella misma).

En conclusión: vemos que es preciso dilucidar distintas formas de gozar de y en lo femenino. Hay, pese a ello, una especificidad del goce femenino, que Lacan llamó Otro goce. Es problemático, la verdad, pensar que estaría o contaría como uno. Lo nombramos, pero lleva a paradoja tratar de delimitarlo, pues sólo se sitúa por su no equivalencia respecto del goce fálico. Y es que, en esencia, su cualidad sensible se sitúa del lado de lo innumerable, de lo ilimitado. No se rige por la dimensión binaria del goce fálico, que puede insistir mucho tiempo, pero permanece siempre discreto, binario, contable (es, de hecho, la contabilidad misma lo que lo emparenta al plus-de-gozar). Por este motivo La Sagna precisa que “para que un goce más allá del falo exista hay que pensar en lo que podría contenerlo como su límite [26] .

Se comprueba en cada encuentro: el cuerpo de ella no responde del todo a las limitaciones inevitables en el de él. Algo se intuía de las consecuencias de esta diversa relación a la castración en la sabiduría del Oriente de tiempos inmemoriales. Queda ilustrado, de forma evocadora, en uno de los poemas del Tao Te King:

“«El espíritu del valle no muere»,
se dice de la hembra oscura.
«La puerta de la hembra oscura»
se dice de la raíz del cielo y de la tierra.
Infinitamente sutil, parece perpetua.
Se usa sin que se consuma.” [27].

Madre y mujer, ella es distinta de sí misma, y a la vez distinta del binarismo propio de la dimensión fálica. Como precisa la traductora: “La hembra (pin) sugiere también la idea de «vacío que mana», de matriz («puerta») de la que brota todo, como «el origen del cielo y de la tierra» (origen, shi, también se escribe con elemento semántico de la mujer) como «la madre de todos los seres», como «la puerta de todos los misterios» del primer capítulo. Pero esa hembra no es un ser yin, con una contrapartida yang, sino una entidad “sola” (du) una y autónoma. Así se dice de ella que es xuan, oscura, mística. [28]. Hay un goce propiamente femenino. Es ajeno a La mujer, el significante que de existir haría de una la representación de todas.

Referencias

Freud, S. (1912/1992). Tótem y tabú. En: Obras completas de Sigmund Freud: Volumen XIII. Buenos Aires: Amorrortu.

La Sagna, P. (2010). El hombre y la mujer, y el psicoanálisis; leyendo el seminario XVIII de Lacan. PAPERS numéro 8: Bulletin Electronique du Comité d’Action de l’Ecole-Une. pp. 22-27.

Lacan, J. (1985). El seminario de Jacques Lacan, libro XX, Aún, 1972-73. Buenos Aires: Paidós.

Lacan, J. (2003). El seminario sobre la Carta Robada. En: Jacques Lacan, Escritos I (pp. 5 – 55). México: Siglo XXI.

Lacan, J. (2005). Seminario X, La angustia, 1962-1963. Buenos Aires: Paidós.

Lacan, J. (2009). El Seminario de Jacques Lacan, libro XVIII, De un discurso que no fuera del semblante, 1971. Buenos Aires: Paidós.

Lao Zi. (2004). Tao te king, Libro del curso y la virtud. Traducción de Anne-Hélène Suárez. Prólogo de François Jullien. Madrid: Siruela.

Laurent, E. (2016). 1eras Conferencias Internacionales Jacques Lacan en Barcelona, 13 y 14 de mayo de 2016. Inédito.

Schreber, D.P. (1999). Memorias de un enfermo nervioso. Buenos Aires: Perfil.

Tanizaki, J. (1933). El elogio de la sombra. Edición online. Consultado online el 22-07-2017 en: www.ddooss.org/libros/Junichiro_Tanizaki.pdf


[1Schreber, D.P. (1999). Memorias de un enfermo nervioso. Buenos Aires: Perfil. p. 61.

[2Ibíd., p. 138

[3Ibíd., pp. 250-252.

[4Lacan, J. (2009). El Seminario de Jacques Lacan, libro XVIII, De un discurso que no fuera del semblante, 1971. Buenos Aires: Paidós. p. 63.

[5Ibíd., p. 69.

[6Ausentes en las relaciones con Dios que describe Schreber en sus memorias. Dios goza de él: es su derecho llega a decir Schreber. Así, para él, el goce es siempre el goce del Otro, nunca el propio; se le presenta radicalmente ajeno, sin mediación erótica o de deseo, y tiene la certeza de estar ahí fuera. En esto queda patente que el goce padecido por el jurista nada tiene que ver con el goce femenino, que se da en el cuerpo propio vivido como ajeno. En cambio, el goce que sufre Schreber feminiza su cuerpo, algo bien distinto: es decir, le da los atributos femeninos, y mantiene siempre presente una emasculación posible.

[7Lacan, J. (1985). El seminario de Jacques Lacan, libro XX, Aún, 1972-73. Buenos Aires: Paidós. p. 93.

[8Ibíd.

[9Lacan, J. (2009). Seminario XVIII. p. 61.

[10Ibíd., p. 53.

[11Ibíd., p. 56.

[12Ibíd., p. 62.

[13Ibíd., p. 155.

[14Laurent, E. (2016). 1eras Conferencias Internacionales Jacques Lacan en Barcelona, 13 y 14 de mayo de 2016.

[15Lacan, J. (2009). Seminario XVIII. pp. 123-124. “(…) ella [la carta robada del cuento de Edgar Allan Poe] feminiza a los que se hallan en la posición de estar a su sombra. Se palpa entonces la importancia de la función de la sombra. Ya la última vez, cuando les enuncié lo que es precisamente un escrito, quiero decir, algo que se presentaba en forma literal, o literaria, mencioné que para producirse, la sombra necesita una fuente de luz. Sí. Pero no percibieron que, por eso, la Aufklarung implica algo que conserva una estructura de ficción”.

[16Lacan, J. (2003). El seminario sobre la Carta Robada. En: Jacques Lacan, Escritos I (pp. 5 – 55). México: Siglo XXI. p. 24.

[17Tanizaki, J. (1933). El elogio de la sombra. pp. 20-21. Consultado online el 22-07-2017 en:
www.ddooss.org/libros/Junichiro_Tanizaki.pdf

[18Lacan, J. (2005). Seminario X, La angustia, 1962-1963. Buenos Aires: Paidós. p. 247.

[19Tanizaki, J. (1933). El elogio de la sombra. pp. 20-21.

[20Ibíd., p. 23.

[21Lacan, J. (2009). Seminario XVIII. p. 63.

[22Evocábamos antes, a este respecto, el goce místico.

[23Lacan, J. (2009). Seminario XVIII. p. 64.

[24Freud, S. (1912/1992). Tótem y tabú. En: Obras completas de Sigmund Freud: Volumen XIII. Buenos Aires: Amorrortu. pp. 143-145.

[25Lacan, J. (2009). Seminario XVIII. p. 65.

[26La Sagna, P. (2010). El hombre y la mujer, y el psicoanálisis; leyendo el seminario XVIII de Lacan. PAPERS numéro 8: Bulletin Electronique du Comité d’Action de l’Ecole-Une. pp. 22-27.

[27Lao Zi. (2004). Tao te king, Libro del curso y la virtud. Traducción de Anne-Hélène Suárez. Prólogo de François Jullien. Madrid: Siruela. p. 41.

[28Ibíd., pp. 41-42.


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