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Volumen 9
Número 1

Septiembre 2013 - Marzo 2014
Publicación: Septiembre 2013
Stanley Milgram
50 años después


Resumen

El juicio celebrado en Jerusalén en 1961 a Adolf Eichmann, el responsable de la logística necesaria para el exterminio perpetrado por los nazis, fue el escenario para dos evitaciones. La primera de ellas es la del propio acusado quien, amparándose en el argumento de la obediencia a órdenes superiores, desconocía su lugar en el exterminio. De este modo, se proponía como un mero engranaje. La segunda es la del propio derecho que no puede acusar por obediencia a órdenes superiores. Por ello, se recurrió a argumentos de contenido psicológico para condenar a quien, en verdad, era culpable de obedecer. Este trabajo pone de relieve a la obediencia como un problema culturalmente irresuelto en la medida que sirve de refugio para malestares diversos.

Abstract English version

[pp. 33-40]

Eichmann y la responsabilidad

Carlos Gutiérrez

Al finalizar la 2ª Guerra Mundial se realizó el célebre juicio de Nüremberg, decidido por las fuerzas aliadas para resolver jurídicamente la responsabilidad de los oficiales nazis por los horrores producidos durante el conflicto. Los cargos allí presentados fueron por conspiración, crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Sólo esta última constituía una acusación nueva en el derecho. En ese proceso, los que dan testimonio sobre lo sucedido son los propios acusados y las pruebas están basadas en los documentos de la administración alemana.

Existía una fuerte discrepancia entre los aliados acerca de los límites jerárquicos de tal responsabilidad: ¿quiénes eran los responsables? ¿Debía extenderse a todos quienes habían actuado o sólo a los principales funcionarios? El resultado final es conocido: tan sólo diecisiete personas llegaron a juicio (cuatro de ellas fueron absueltas y el resto fue condenado, en su mayoría a la pena de muerte). Finalmente, ¿quiénes comparecen en Nüremberg? Los principales responsables de los horrores de la guerra y de la planificación del exterminio de diversos pueblos, entre ellos, seis millones de judíos.

Enjuiciar a un reducido grupo de personas de tamaña empresa resultaba a todas luces insuficiente. Por ello, a este proceso le siguieron muchos otros, especialmente en territorio alemán. Los que se realizaron fuera de Alemania tuvieron un importante incremento a partir de 1961, luego del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén.

En el proceso de Jerusalén, como es obvio, toma relevancia el exterminio de los judíos. Tal operación criminal tuvo como principal antecedente la expulsión de los judíos del territorio del Reich que comenzó en 1933. Recién en 1941, la emigración se transformó en la deportación hacia el Este, con destino a los campos de exterminio. La gran figura organizativa de estas dos grandes etapas –la expulsión de Alemania y la posterior deportación hacia el Este– fue Adolf Eichmann, encargado de la tarea logística de reunión en guetos y organización de los transportes hacia los campos.

¿De qué se trata en ese juicio? [1] Ese proceso sufrió una fuerte manipulación política que imprimió su marca en la instancia judicial. Existieron razones de política interna al Estado de Israel que hicieron necesario, por aquella época, afianzar el espíritu de su sociedad alrededor de un hecho de tal magnitud. De aquí surge la condición de espectáculo judicial tras un objetivo político que tergiversó en gran medida lo que debiera haber sido su propósito: determinar la responsabilidad de Eichmann durante el exterminio.

Partamos de las palabras del fiscal en su consideración del acusado:

“Señoras, señores, honorable Corte. Ante ustedes se encuentra el destructor de un pueblo, un enemigo del género humano. Nació como hombre pero vivió como una fiera en la jungla. Cometió actos abominables, actos tales que quien los comete no merece ya ser llamado hombre. (…) ¡Y solicito a la Corte que considere que actuó por propia voluntad, con entusiasmo, ardor y pasión hasta el final!” [2]

Destaquemos que se señala al acusado como una “fiera en la jungla”, por fuera del campo de lo humano.

Ahora bien, el interrogatorio a Eichmann demuestra en gran medida lo contrario: que no era una fiera sangrienta como pudieron haberlo sido los enjuiciados en Nüremberg. Eichmann era un oficial de segunda línea. No diseñaba ninguna política del III Reich. Ninguna decisión importante del régimen pasaba por él. Era sólo un engranaje, un simple agente de transmisión. Un alto empleado administrativo del III Reich y burócrata sumamente eficiente para resolver inmensos problemas de orden práctico tales como el censo de la población judía, la confiscación de sus bienes, su concentración en los guetos de cada ciudad y el posterior traslado en los trenes que los llevarían hacia el Este. Su tarea tenía un alcance difícil de medir. Se trataba de cientos de ciudades involucradas, miles de trenes utilizados y millones de personas trasladadas hacia la muerte. En este enorme problema de tipo práctico, él era reconocido como un especialista.

Todo el peso de su defensa estaba puesto en demostrar cómo él fue un simple ejecutor de órdenes superiores. En determinado momento del proceso se trata el traslado a los campos de los niños franceses. Eichmann se alegra al ver que los documentos franceses avalan su posición: “Son los documentos franceses los que prueban mi papel de agente de transmisión”, dice.

En otro pasaje se lo interroga sobre la Conferencia de Wannsee, la reunión en la que se decidió el exterminio. Eichmann tuvo a su cargo aspectos prácticos del encuentro. No tomó ninguna de las decisiones que de ella emanaron. Sobre el final de la reunión, una de sus principales responsabilidades fue administrativa: confeccionar el acta para registrar lo aprobado en la conferencia.

“Yo tenía órdenes y debía ejecutarlas de acuerdo a mi juramento de obediencia. Por desgracia no podía sustraerme, y por otra parte nunca lo intenté (pág. 140) [...] Me dije que había hecho todo cuanto podía. Era un instrumento entre las manos de fuerzas superiores. Yo –y permítame que le diga vulgarmente– debía lavarme las manos en total inocencia, por lo que concernía a mi yo íntimo. Así es como lo interpretaba. Por lo que a mí respecta, no se trata tanto de factores exteriores como de mi propia búsqueda interior” (pág. 132).

Ante este discurso de obediencia ciega, un integrante del tribunal le dice: “Si uno hubiera tenido más coraje civil, todo habría ocurrido de otra manera. ¿No le parece?” (pág. 151). Eichmann lo acepta y da luego una respuesta asombrosa: "Por supuesto, si el coraje civil hubiera estado estructurado jerárquicamente" (pág.151). Eichmann lleva al extremo absoluto de la sumisión esta lógica de la obediencia a la estructura jerárquica, aun en los casos en que no existe o no está impuesta. “Entonces ¿no era un destino ineludible?” (pág. 151), le dice el mismo juez, a lo que Eichmann responde:

“Es una cuestión de comportamiento humano. Así es como las cosas ocurrían, así era la guerra. Las cosas estaban agitadas, todos pensaban: ’es inútil luchar contra eso, sería como una gota de agua en el océano, ¿para qué? No tiene sentido. No hará ni bien ni mal...’ Por supuesto, también está ligada la época, pienso, la época, la educación, es decir la educación ideológica, la formación autoritaria y todas esas cosas.” (pág. 151) "Yo tenía órdenes. Que la gente fuera ejecutada o no, había que obedecer las órdenes según el procedimiento administrativo." (pág. 116)

Es notorio cómo "ejecución" y "procedimiento administrativo" se encuentran íntimamente ligados. Es decir, cómo el lenguaje burocrático se superpone a la tarea de eliminación. Por último:

"(…) para mi gran pesar, al estar ligado, por mi juramento de lealtad, en mi sector debía ocuparme de la cuestión de la organización de los transportes. Y no fui relevado de ese juramento... Por lo tanto, no me siento responsable en mi fuero interno. Me sentía liberado de toda responsabilidad. Estaba muy aliviado de no tener nada que ver con la realidad del exterminio físico. Estaba bastante ocupado con el trabajo que me habían ordenado que hiciera. Estaba adaptado a ese trabajo de oficina en la sección, e hice mi deber, según las órdenes. Y nunca me reprocharon haber faltado a mi deber. Todavía hoy, debo decirlo." (pág. 160)

Todo demostraba que Eichmann había sido un engranaje de la maquinaria. Pues bien, aquí estaba el problema ya que la obediencia a las órdenes superiores no es pasible de castigo en términos jurídicos. Por ello, resultaba necesario para la acusación salir del terreno de la obediencia. Así es como se lo inculpa como si se hubiera tratado de una “fiera en la jungla”, alguien "que actuó por voluntad, con entusiasmo ardor y pasión" para provocar daño.

Lo extraño es que, frente a tal acusación, Eichmann informaba a los jueces sobre circunstancias que lo incriminaban. A pesar de que él era un burócrata de oficina y que, por lo tanto, su tarea se encontraba lejos de los campos de la muerte, tuvo ocasión de asistir personalmente a ver los horrores del exterminio. En efecto, en tres ocasiones, por orden de su jefe, debe concurrir a los campos a observar lo que allí sucede y a realizar un informe. Lo curioso es que al no existir documentación sobre estos viajes, esto no era conocido. En el juicio no sólo no había pruebas acerca de tal situación sino que ni siquiera existía como sospecha. Eichmann lo sabía perfectamente porque toda su defensa se basaba en los documentos escritos y ninguno relataba estas circunstancias. Esto prueba, indirectamente, la sinceridad de Eichmann durante el juicio. Sin embargo, desestimando esta sinceridad, el asistente del fiscal afirma.

"El testimonio del acusado en este proceso no era un testimonio verídico. Esto a despecho de sus repetidas declaraciones de haber actuado con conocimiento de causa, a despecho de la gravedad de los actos que confiesa y de su voluntad de ’develar la verdad para rectificar la imagen errónea de su pueblo y del mundo entero por lo que concierne a sus acciones’ […] Todo su testimonio no fue más que un esfuerzo constante y sistemático de negación de la verdad y esto para anular su verdadera cuota de responsabilidad, o por lo menos para disminuirla lo más posible. Sus esfuerzos no carecían de talento, con las características que demostraba durante sus acciones un espíritu despierto, un reconocimiento rápido frente a toda situación difícil, astucia y un lenguaje huidizo. Entonces se plantea la siguiente pregunta: ¿por qué confesó algunos elementos que lo incriminan y que a priori sólo pueden ser probados por su propia confesión? Sobre todo sus viajes al Este, en cuyo transcurso observó el horror con sus propios ojos. No podemos interrogar los puntos oscuros del psiquismo del acusado para descubrir dichas razones, sobre todo ahora que está encarcelado." (pág. 23, destacado nuestro)

Para los acusadores, toda confesión es una mentira, y toda exposición de hechos verdaderos, un engaño. Ahora bien, esto es posible a despecho de sus declaraciones. Esto es, desentendiéndose de lo que dice se consideran a sus palabras sin veracidad alguna para ubicar a Eichmann como plenamente responsable; es decir, con intención deliberada y conciencia clara de hacer el mal, factores subjetivos esenciales del pensamiento jurídico. Así, para la Corte se había "demostrado que el reo había actuado sobre la base de una identificación total con las órdenes y una voluntad encarnizada de realizar los objetivos criminales." (pág. 23, destacado nuestro) Mediante este malabarismo retórico basado en consideraciones psicológicas de Eichmann, se forzó un nexo entre la orden y la voluntad: al plantear una identificación con las órdenes criminales, compartía la voluntad de aquellos a quienes se había identificado.

El problema reside en que el derecho escamotea la verdadera cuestión: la obediencia no es ajena a la responsabilidad. En las órdenes criminales, no todo se reduce a la ejecución de un acto criminal sino que la cuestión central reside en que la obediencia es el crimen. La responsabilidad del sujeto reside exactamente allí, al ofrecerse como instrumento de la maquinaria. Eichmann dice no tener nada que ver con el exterminio, como si ese exterminio hubiera sido posible sin todas las pequeñas y grandes tareas de cada uno de los que contribuyeron de un modo decisivo para lograr ese resultado.

En su intento de desentenderse del problema en el que estuvo involucrado, afirma en otro pasaje del juicio que si él no lo hubiera realizado, otro lo hubiera hecho en su lugar. Escamotea así el problema en una doble vertiente. En primer lugar, utiliza un argumento contrafáctico, diciendo que el pasado podría haber sido de alguna otra forma. El pasado no acepta una especulación de esa índole. Lo que fue ya ha sido y no admite las modificaciones que la imaginación querría imprimirle. En la intención de manipular ficticiamente los hechos del pasado, trata de desconocer aquello que en verdad sucedió.

Pero también elude el segundo y principal problema: la razón por la que se lo acusa. A Eichmann no se lo acusa por el conjunto de la historia o por el resultado global del exterminio –como sí sucedía con los enjuiciados en Nüremberg–. No se le reprocha que él no modificara ese enorme conjunto de cosas que fue la Segunda Guerra Mundial. Por lo que debería responder es de haber participado en esas circunstancias. Si otro hubiera estado en su lugar, esa interpelación hubiera sido dirigida precisamente a ese otro. Él intenta desoír esa interpelación que se le dirige por haber sido él –y no otro– el que hizo lo que hizo. Eso sucedió porque él decidió prestarse para que eso tenga lugar a través de sí mismo; si era necesario contar con alguien para que eso suceda, contar con los engranajes para que la maquinaria funcione, él decidió ser parte, decidió que se contara con él y no con otro.

Para acentuar esta vía, cabe recordar aquí algo que parece contradecir este planteo y en verdad lo confirma. Como es sabido, en el régimen de obediencia militar, el respeto por la cadena de mandos no puede ser alterado. La obediencia al superior es inmodificable para la lógica castrense. Sin embargo, Eichmann, en un preciso momento, desobedece órdenes de sus superiores. En efecto, cuando las circunstancias eran poco propicias para Alemania y la derrota era irreversible, Himmler intenta hacer un acuerdo con los aliados. Como un gesto de "buena voluntad" ordena detener la deportación hacia el Este de los judíos. Eichmann se opone tenazmente. Esto parecería probar con absoluta claridad que en verdad se trataba de su voluntad y no de la obediencia a las órdenes superiores. Sin embargo, esto no es así. En el III Reich, la palabra del Führer era ley. No había ninguna ley por encima de la palabra del Hitler, y Eichmann había jurado obediencia al Führer. De tal modo, según él, sólo una palabra del Führer podía hacer cambiar su obediencia respecto de las circunstancias en las que se encontraba. Por lo tanto, la desobediencia a Himmler fue otro acto de sumisión.

Ahora bien, si a pesar de estas argumentaciones el derecho no logra ubicar la responsabilidad de Eichmann (y se resuelve en oscuras consideraciones psicológicas para obtener la condena) es porque no logra situar el crimen del que se trata. Se busca a la “fiera sangrienta” en los lugares conocidos y resulta que no se encuentra al criminal en el sitio esperado. El verdadero criminal está exactamente donde es insospechable para la lógica del derecho. El crimen del que se trata no es otro que "el crimen burocrático, cuyas armas son la estilográfica y el formulario administrativo, cuyo móvil es la sumisión a la autoridad…" (pág. 22) En esta excelente definición es imprescindible detenerse en lo que ahí es nombrado como móvil del crimen: la sumisión.

Lo que debería habérsele reprochado es su colaboración en el armado de una maquinaria administrativa de la muerte, en una ingeniería burocrática del exterminio en la que él fue una figura de primer orden. Pero no porque hubiera dado las órdenes sino exactamente por lo contrario: porque fue capaz de una obediencia al extremo del patetismo. “Es precisamente de esta obediencia y de sus consecuencias inmediatas que él es culpable, y no de haber cumplido una función estratégica en el aparato nazi, combinada con alguna oscura sed de mal” (pág. 26).

Para enfatizar lo desarrollado, cabe recordar el sugerente final de El proceso, de Franz Kafka. Ese extraño juicio en el que alguien está allí como reo y no sabe de qué es acusado. Se lo hace responsable aunque no se sabe acerca de qué. En esa curiosa causa, algo del sujeto aparece sin ser nombrado, ajeno a la acusación y al proceso judicial. Eso que allí no está nombrado tiene lugar con la culminación del proceso judicial, en el final de la novela. Precisamente en el momento en que a Joseph K. le aplican la condena dándole muerte: "¡Como un perro! –dijo. Y fue como si la vergüenza hubiera de sobrevivirlo." [3] Luego del proceso, de la sentencia y la condena, algo sobrevive, la vergüenza. Eso que sobrevive dice algo del sujeto y de la responsabilidad, algo que el derecho no alcanza a situar, a nombrar y ni siquiera a entrever.

Referencias

Arendt, H. (1999 [1963]): Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona, España: Editorial Lumen.

Arendt, H. (2007). Auschwitz a juicio, en Responsabilidad y Juicio. Barcelona, España: Editorial Paidós.

Brauman, R. y Sivan, E. (2000) Elogio de la desobediencia. Buenos Aires, Argentina: FCE.

Calligaris, C. (1987) La seducción totalitaria, Psyché, 30, 1989, 5/7

Kafka. F. (1978) El proceso. Buenos Aires, Argentina: El Ateneo.

Onfray, Michel (2009) Un kantiano entre los nazis. En El sueño de Eichmann. Barcelona, España: Gedisa.


[1Tomaremos como referencia principal el ensayo de Rony Brauman y Eyal Sivan, Elogio de la desobediencia (Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 2000) y el guión de Un especialista (contenido en el mismo volumen), documental que los mismos autores realizaron a partir de los videos originales del juicio.

[2Brauman, R. & Sivan, E., extraído del guión de “Un especialista” en “Elogio de la desobediencia”, Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 1999. Pág. 108. Las citas que continúan pertenecen a esta obra.

[3Kafka, F. El proceso, El Ateneo, Bs. As., 1978, pág. 187.


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