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Volumen 9
Número 2

Abril 2014 - Agosto 2014
Publicación: Abril 2014
Número Especial:
Ignacio Lewkowicz y Cristina Corea
Escritos sobre cine,
publicidad, ética y política


[pp. 29-47]

El desastre y su procesamiento. La insuficiencia jurídica

Carlos Gutiérrez
Ignacio Lewkowicz

El presente trabajo surge de una presentación oral realizada el 13 de mayo de 2003 en el seminario de la cátedra I de Psicología, Ética y Derechos Humanos de la Facultad de Psicología, UBA (Prof. Titular: Juan Jorge Michel Fariña). La presentación en forma conjunta se realizó de manera desdoblada: la primera parte a cargo de Carlos Gutiérrez; la segunda, a cargo de Ignacio Lewkowicz.

Primera parte (Carlos Gutiérrez)

Con Ignacio Lewkowicz hemos elegido para la reunión de hoy el título de El desastre y su procesamiento: la insuficiencia jurídica. La idea es presentar de qué modo la cultura se enfrenta a circunstancias de desastre. Pero no en un sentido operativo o práctico sino de qué modo se enfrenta discursivamente a los desastres que se producen, especialmente cuando esos desastres son de orden político, es decir, generados por los propios humanos.

Como centro de la discusión, decidimos tomar el desastre de mayores proporciones que ha tenido el siglo XX y quizás la historia de la humanidad: la operación de exterminio que el nazismo realizó sobre distintos pueblos durante Segunda Guerra Mundial.

En relación con esta cuestión se han escrito innumerables páginas intentando explicar lo sucedido: qué tipo de circunstancias se vivieron, cuáles fueron sus orígenes, cuáles fueron sus razones. También algunos análisis nos dicen que lo sucedido no es algo que se sostenga en algún orden de razón sino que, por el contrario, aquello producido por el nazismo es algo impensable. En este sentido, se lo supone algo irracional. Por el contrario, hay quienes enfáticamente descartan esta perspectiva y tratan de comprender y darle un sentido al ascenso del nazismo, al exterminio producido y al centro de operaciones emblemático que el nazismo ha tenido en el campo de exterminio de Auschwitz.

La idea es centrarnos en dos instancias que pretenden darle una respuesta a lo que fue Auschwitz, o a lo que fue el nazismo. Nos referimos especialmente a los juicios que se llevaron a cabo en Nüremberg, poco después de terminada la guerra; y también a una serie de juicios que siguieron al de Nüremberg, entre los que se destaca el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, en 1961. Pensamos que tanto el de Nüremberg como el de Jerusalén son dos procesos de carácter paradigmático para lo que queremos desarrollar.

El juicio de Nüremberg posee tal carácter en la medida que fue el gran proceso decidido por las fuerzas aliadas para resolver jurídicamente la responsabilidad acerca de lo sucedido. Hubo una intensa polémica entre los aliados luego de la guerra para establecer quiénes irían a juicio; es decir, quiénes eran los responsables de lo que había sucedido. Existía una fuerte discrepancia sobre este punto, y el resultado final es bastante conocido: tan sólo diecisiete personas llegaron a juicio y cuatro de ellas fueron absueltas. El resto fue condenado en su mayoría a la pena de muerte.

¿Quiénes comparecen ante el jurado de Nüremberg? Las fieras sangrientas: los principales responsables de los horrores de la guerra y de la planificación del exterminio. La responsabilidad de aquellos que fueron enjuiciados en Nüremberg está fuera de discusión. En ese pequeño grupo estaban, sin dudas, los principales responsables de aquel desastre. Las discrepancias se reducían a considerar si sólo ese grupo reducido de hombres debían cargar con toda la responsabilidad. Nüremberg fue, entonces, el juicio a las fieras sangrientas, aquellos que tuvieron la mayor responsabilidad del exterminio de millones de personas, entre ellas seis millones de judíos.

El derecho, para establecer la responsabilidad frente a un hecho tipificado como delito, tiene un criterio en el que la voluntad de llevar adelante el crimen es decisivo. En ese sentido, los enjuiciados en Nüremberg fueron acusados por cuatro crímenes: conspiración, cometer crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Sólo la última constituye una acusación nueva en el derecho tal como lo señala Hannah Arendt.

Ese juicio toma una configuración determinada a partir de dos elementos relevantes. En Nüremberg los que dan testimonio sobre lo que sucedió son los propios acusados y las pruebas acusatorias están basadas casi exclusivamente en los documentos escritos de la administración alemana.

El propósito de este proceso consistía en decidir, a través una solución jurídica, acerca de lo acontecido desde 1933 en adelante; más exactamente entre el 1º de septiembre de 1939 hasta 1945, los años de la guerra. Por esa vía se pretendía resolver lo concerniente a la responsabilidad de todo cuanto hubiera pasado en esa guerra.

Por supuesto, enjuiciar a un reducido grupo de personas de tamaña empresa resultaba a todas luces insuficiente. Por ello, luego de este proceso, se celebraron muchos otros, especialmente en Alemania, donde se produjeron múltiples juicios a criminales de guerra. Los procesos que se realizaron fuera de Alemania tuvieron un importante incremento a partir de 1961, luego del juicio a Adolf Eichmann.

Si bien los nazis se propusieron la eliminación de diversos pueblos (gitanos, eslavos y polacos), el exterminio de los judíos, como es obvio, toma relevancia en el proceso de Jerusalén. Tal operación criminal tuvo como principal antecedente la expulsión de los judíos del territorio del Reich. La expulsión comenzó en 1933, y en 1938 se aceleró la emigración forzada. Recién en 1941, la emigración se transformó en la deportación hacia el Este, con destino a los campos de exterminio para su eliminación. La gran figura organizativa de estas dos grandes etapas –la expulsión de los judíos fuera del territorio alemán y la deportación hacia el Este– fue Adolf Eichmann, encargado de la tarea logística y la organización de los transportes. Eichmann, entonces, se encargó del vínculo con la comunidad judía desde la primera etapa de expulsión de Alemania y continuó durante la deportación hacia el Este, como parte de la “solución final”, con la que el estado nazi decide “resolver el problema judío” a través del exterminio.
Nos detendremos en el proceso a Eichmann, tomando especialmente en consideración el texto de Rony Brauman y Eyal Sivan, Elogio de la desobediencia (1999). En este libro, junto al ensayo escrito por los autores, fue publicado el guión de Un especialista, el documental sobre el proceso de Jerusalén que los mismos autores realizaron a partir de los videos originales del juicio. Efectivamente, esta es una peculiaridad del juicio a Eichmann: es el único juicio, entre los tantos que hubo, íntegramente grabado en video. Este material fílmico estuvo durante mucho tiempo guardado, virtualmente escondido. Estos realizadores lo rescataron de manos del Steven Spielberg Jewish Film Archives. Decimos que lo rescataron porque tal institución tuvo las cintas tan bien guardadas que los realizadores tuvieron que apelar a una decisión de orden judicial –con intervención de la Corte Suprema de Israel– para poder tener acceso al material.

A partir de ese inmenso material de trescientos cincuenta horas de imágenes de video los autores se dedicaron a observar de qué se trataba ese juicio, interrogante que puede tener múltiples respuestas. Frente a toda esa enorme información, los realizadores deben tomar una decisión acerca de cuál será el objetivo que se trazarán para su film.

Ahora bien, ¿de qué se trata ese juicio? En gran medida ese proceso sufrió una fuerte manipulación política. ¿En qué sentido? Aunque no nos detendremos demasiado en esta cuestión, mencionemos que hubo razones de política interna al Estado de Israel que hicieron necesario, en un preciso momento, un acontecimiento de la magnitud del juicio a Eichmann. Tal proceso era propicio para galvanizar el espíritu de la sociedad israelí que debía enfrentar múltiples problemas por aquella época. Así, el juicio estaba dirigido sobre todo hacia el conjunto de la sociedad israelí. De aquí surgen las razones para la condición de espectáculo que tuvo el juicio. De hecho, la sala judicial se construyó especialmente y su diseño tenía las características arquitectónicas de una sala teatral.

Este espectáculo judicial –que buscaba galvanizar el espíritu de la sociedad israelí, objetivo de orden nacional– tergiversó en gran medida lo que para Brauman y Sivan debiera haber sido el propósito de ese juicio: determinar la responsabilidad de Eichmann respecto del exterminio; es decir, establecer quién era Eichmann y qué había hecho durante el exterminio de modo de precisar su responsabilidad. El fiscal, al final de su discurso de apertura que duró varias reuniones, dice lo siguiente:

“Señoras, señores, honorable Corte. Ante ustedes se encuentra el destructor de un pueblo, un enemigo del género humano. Nació como hombre pero vivió como una fiera en la jungla. Cometió actos abominables, actos tales que quien los comete no merece ya ser llamado hombre. Pues existen actos que se hayan más allá de lo concebible, que se ubican del otro lado de la frontera que separa al hombre del animal. ¡Y solicito a la Corte que considere que actuó por propia voluntad, con entusiasmo, ardor y pasión hasta el final!” (Brauman y Sivan, 1999, p. 108).

Estas palabras, pronunciadas con gran énfasis, tienen aspectos a considerar especialmente. En particular convendría detenerse en la afirmación que señala al acusado como una “fiera en la jungla” que ha cometido actos que lo dejan fuera del campo de lo humano.

Ahora bien, el interrogatorio a Eichmann demuestra en gran medida exactamente lo contrario: que Eichmann no era una fiera sangrienta, al menos como pudieron haberlo sido los enjuiciados en Nüremberg. Si bien Eichmann tenía el rango de teniente coronel, se trataba de un militar de segunda línea. Según todo lo indica, jamás surgió de él una orden generada por sí mismo. No diseñaba ninguna política del III Reich. Ninguna decisión importante del régimen nazi pasaba por él. En este sentido, era sólo un engranaje, un simple agente de transmisión.

Por otra parte, bastaría con ver un sólo pasaje de El especialista para advertir que la figura arquetípica del SS –esa figura de un hombre rubio, de ojos claros, alto y portentoso que funcionó como ícono producido por el Tercer Reich para mostrar su grandeza– es totalmente ajena a Eichmann. Su imagen es la de un mediocre, un hombre gris. No es este un dato menor. Uno de los objetivos del documental de referencia es aquello que señalan sus autores: “Hacer ver y dejar hablar a Eichmann significa comenzar a salir de estos estereotipos” (p. 89).

Eichmann –este hombre de aspecto tan corriente– era apenas un alto empleado administrativo del Tercer Reich, un excelente empleado administrativo, un burócrata sumamente eficiente que debía resolver puntualmente un conjunto de problemas organizativos, de inmensos problemas de orden práctico tales como el censo de la población judía, su concentración en los guetos de cada ciudad, la confiscación de sus bienes, la espera en cada uno de esos guetos de acuerdo al diagrama de deportación y el traslado en los trenes que llevarían a los deportados hacia el Este. Se trataba de cientos de ciudades, miles de trenes y millones de personas trasladadas hacia la muerte. Todo esto implicaba un enorme problema de tipo práctico. Precisamente, en esas cosas, él era un especialista. Así era reconocido y de ese modo se pronuncia en el juicio: de allí los realizadores toman el título del documental.

Veamos ahora cuáles son las afirmaciones de Eichmann respecto a la cuestión de su responsabilidad en las operaciones de exterminio. En determinado momento del proceso se está hablando acerca del traslado a los campos de los niños franceses, uno de los episodios más amargos de aquel período. Eichmann, de algún modo, se alegra al ver que los documentos franceses –que indicaban una demora de días en poner a rodar los trenes– probaban que él no tenía, en absoluto, ninguna responsabilidad frente a eso, a diferencia de otros sucesos donde esto no estaba tan claro. “Son los documentos franceses los que prueban mi papel de agente de transmisión”, dice.

En otro pasaje se lo interroga sobre Wanssee, localidad en las afueras de Berlín, donde tuvo lugar la conferencia en la que se informó a los altos funcionarios del III Reich acerca de la solución final, es decir, la reunión en la que se decidió el exterminio. En esa reunión Eichmann estuvo presente acompañando a los funcionarios del régimen nazi. Si bien estuvo presente y tuvo a su cargo aspectos prácticos de la organización del encuentro –tarea encargada por Heydrich, su superior– no fue él quien tomó ninguna de las decisiones que de ella emanaron. De hecho, sobre el final de la reunión, una de sus principales responsabilidades fue administrativa: confeccionar el acta de aquello que se había discutido y aprobado en la conferencia.

“Yo tenía órdenes y debía ejecutarlas de acuerdo a mi juramento de obediencia. Por desgracia no podía sustraerme, y por otra parte nunca lo intenté. (pág. 140)
[...] Me dije que había hecho todo cuanto podía. Era un instrumento entre las manos de fuerzas superiores. Yo –y permítame que le diga vulgarmente– debía lavarme las manos en total inocencia, por lo que concernía a mi yo íntimo. Así es como lo interpretaba. Por lo que a mí respecta, no se trata tanto de factores exteriores como de mi propia búsqueda interior.” (pág. 132)

Como se ve, el acusado se presenta como alguien que cumplía órdenes, que simplemente obedecía. Cabe decir que, en gran medida, logró probar esta cuestión. Ante este discurso de obediencia extrema, en determinado momento se le dice que efectivamente él podía haber desobedecido, que la desobediencia era una posibilidad. El juez le dice: “si uno hubiera tenido más coraje civil, todo habría ocurrido de otra manera. ¿No le parece?” (pág. 151) Eichmann acepta lo que se le dice y da una respuesta asombrosa: “Por supuesto, si el coraje civil hubiera estado estructurado jerárquicamente” (pág.151). Fíjense hasta dónde lleva Eichmann esta lógica de la obediencia: al extremo absoluto de la sumisión a la estructura jerárquica aun en el hipotético caso en que no existiera o no buscara imponerse.

Ante esto el juez le dice: “Entonces ¿no era un destino ineludible?” (pág. 151) A lo que Eichmann responde:

“Es una cuestión de comportamiento humano. Así es como las cosas ocurrían, así era la guerra. Las cosas estaban agitadas, todos pensaban: ’es inútil luchar contra eso, sería como una gota de agua en el océano, ¿para qué? No tiene sentido. No hará ni bien ni mal...’ Por supuesto, también está ligada la época, pienso, la época, la educación, es decir la educación ideológica, la formación autoritaria y todas esas cosas.” (pág. 151)

Como se ve todos sus argumentos sostienen la idea de la determinación a la que se estaba sometido. Veamos dos más pasajes en esta línea:

"Yo tenía órdenes. Que la gente fuera ejecutada o no, había que obedecer las órdenes según el procedimiento administrativo." (pág. 116)

Es notorio cómo “ejecución” y “procedimiento administrativo” se encuentran íntimamente ligados; es decir, cómo el lenguaje burocrático se superpone a la tarea de eliminación.

Última cita en esta dirección:

“(…) para mi gran pesar, al estar ligado, por mi juramento de lealtad, en mi sector debía ocuparme de la cuestión de la organización de los transportes. Y no fui relevado de ese juramento... Por lo tanto, no me siento responsable en mi fuero interno. Me sentía liberado de toda responsabilidad. Estaba muy aliviado de no tener nada que ver con la realidad del exterminio físico. Estaba bastante ocupado con el trabajo que me habían ordenado que hiciera. Estaba adaptado a ese trabajo de oficina en la sección, e hice mi deber, según las órdenes. Y nunca me reprocharon haber faltado a mi deber. Todavía hoy, debo decirlo.” (pág. 160)

Todo demuestra que Eichmann había sido eso: un engranaje de la maquinaria. Pero este argumento es absolutamente insuficiente –en términos jurídicos– para probar su responsabilidad: la obediencia a las órdenes superiores no es pasible de castigo. En este sentido, todas las palabras de Eichmann lo ubican por fuera del concepto que el derecho tiene respecto de la culpabilidad. Insistamos, en esa perspectiva no puede hacerse responsable a nadie en la medida en que tiene que haber voluntad de hacer daño para que la responsabilidad tenga lugar en el campo del derecho. Precisamente porque la obediencia a órdenes superiores es una vía en la que la imputación jurídica no tiene lugar, resulta necesario para la acusación salirse de ella. Por eso se intenta acusarlo como si se tratara de una “fiera en la jungla”, alguien "que actuó por voluntad, con entusiasmo ardor y pasión" para provocar daño.

Lo paradójico y extraño es que, junto con esto, que aparentemente es una disculpa –y ésta es la cuestión fuerte, porque no es su exculpación sino que es la confesión de su culpa, pero una culpa invisible para los ojos del derecho– Eichmann comentaba e informaba ante los jueces sobre circunstancias que lo incriminaban. Entre otras, menciona su viaje al Este. Él era un burócrata de oficina, y en tanto tal su tarea se llevaba a cabo lejos de los campos de la muerte. Pero, en tres ocasiones, por orden de su jefe, debe concurrir a los campos a observar y realizar un informe. Allí vio cosas espantosas que relata en el juicio. Pero –esta es la cuestión fuerte del asunto– no había documentación sobre este viaje de Eichmann a los campos. Eichmann, por supuesto, sabía esto. Lo conocía perfectamente porque toda su defensa y argumentación se basaba en los documentos escritos. No había ninguno que relatara estas circunstancias que él mismo informa durante el proceso. Es decir, esto prueba, indirectamente quizás, la sinceridad de Eichmann durante el juicio. Una sinceridad que no es entendida como tal, que no puede ser escuchada como tal. Desestimando esta sinceridad, el asistente del fiscal se ve obligado a decir que el testimonio del acusado no es un testimonio veraz. Está obligado a hacer esa desestimación porque, efectivamente, todo aquello que dice lo exculpa ante los ojos del derecho al ubicarlo en el terreno de la “obediencia debida” a sus superiores. Por lo tanto, para dar lugar a una culpa jurídicamente aceptable, se lo designa como una fiera sangrienta que se niega a reconocer su condición para eludir su responsabilidad. En esta dirección, todo aquello que Eichmann dice no puede ser tomado como verdadero. Toda confesión es una mentira y toda verdad un engaño. Como afirma el asistente del fiscal:

“El testimonio del acusado en este proceso no era un testimonio verídico. Esto a despecho de sus repetidas declaraciones de haber actuado con conocimiento de causa, a despecho de la gravedad de los actos que confiesa y de su voluntad de ’develar la verdad para rectificar la imagen errónea de su pueblo y del mundo entero por lo que concierne a sus acciones’ […] Todo su testimonio no fue más que un esfuerzo constante y sistemático de negación de la verdad y esto para anular su verdadera cuota de responsabilidad, o por lo menos para disminuirla lo más posible. Sus esfuerzos no carecían de talento, con las características que demostraba durante sus acciones un espíritu despierto, un reconocimiento rápido frente a toda situación difícil, astucia y un lenguaje huidizo. Entonces se plantea la siguiente pregunta: ¿por qué confesó algunos elementos que lo incriminan y que a priori sólo pueden ser probados por su propia confesión? Sobre todo sus viajes al Este, en cuyo transcurso observó el horror con sus propios ojos. No podemos interrogar los puntos oscuros del psiquismo del acusado para descubrir dichas razones, sobre todo ahora que está encarcelado.” (pág. 23, destacado nuestro)

A despecho de las declaraciones de Eichmann se dice que su palabra no es verdadera. Es decir, desentendiéndose de aquello que dice, se consideran a sus palabras sin veracidad alguna porque, como ya señalamos y Brauman y Sivan destacan: “para que Eichmann fuera plenamente responsable, había que establecer su intención deliberada y su conciencia clara de hacer el mal, pues estos factores subjetivos son bases esenciales del pensamiento jurídico moderno”.

De este modo se logró, a través de un malabarismo dialéctico, fijar la responsabilidad del acusado. Según la Corte, se había “demostrado que el reo había actuado sobre la base de una identificación total con las órdenes y una voluntad encarnizada de realizar los objetivos criminales” (pág. 23, destacado nuestro). Esto es, en la medida en que se había identificado plenamente con las órdenes criminales, compartía la voluntad de hacer daño. Sólo mediante este malabarismo retórico y planteando la cuestión psicológica de la identificación con las ordenes criminales, se forzó un nexo con aquello que el derecho establece como principio para la responsabilidad de alguien, es decir la voluntad.

El problema reside en que aquí se escamotea la verdadera cuestión ya que, como hemos adelantado, lo central radica en que la obediencia no es ajena a la responsabilidad. El título del texto de Kelman y Hamilton, Crímenes de obediencia, es sumamente interesante en este sentido, aunque sus autores no lo expresen en esa dirección. Tratándose de las órdenes criminales, los crímenes de obediencia no tienen que ver sólo con el hecho criminal en sí mismo, con aquel hecho que se considera como crimen, es decir, con la circunstancia de cometer un crimen por obedecer sino que, en los crímenes de obediencia, la obediencia es el crimen. La responsabilidad del sujeto reside exactamente allí, en ese punto en que se ofrece como instrumento de la maquinaria.

Eichmann ha sido una figura central en la deportación; a pesar de ello, él dice no tener nada que ver con el exterminio, como si ese exterminio fuera posible sin todas las pequeñas y grandes tareas que suponen la identificación de los integrantes de la comunidad judía, concentración de la población y deportación a los campos: todas aquellas tareas que requirieron de la contribución indispensable de muchos como Eichmann. Todo eso ha sido posible por la tarea de cada uno de aquellos integrantes de la maquinaria –entre los que él fue un engranaje poderosísimo– que contribuyeron de un modo decisivo para lograr ese resultado.

En otro pasaje del juicio señala algo del funcionamiento de esa maquinaria como ajeno a él, como si eso pudiera desenvolverse sin su participación. Lo expresa en una frase muy común, tan común que al escucharlo en esa inquietante generalización es inevitable recordar la “banalidad del mal” de la que habla Hannah Arendt. Dice que si él no lo hubiera realizado, otro lo hubiera hecho en su lugar.

Conviene detenerse en esto. Eichmann, de este modo, escamotea el problema en una doble vertiente. En primer lugar esa frase señala lo que se conoce como ucronía o historia contra fáctica, diciendo que el pasado podría haber sido de alguna otra forma: otro podría haberlo hecho.

Primera cuestión a tener en cuenta en esto: el pasado admite especulaciones de orden teórico que hace a la interpretación de lo sucedido, pero no acepta de ningún modo la especulación respecto a que lo que sucedió podría haber sido distinto a lo que fue. Lo que fue ya ha sido y no admite las modificaciones que la imaginación querría imprimirle. Lo sucedido es inmodificable como hecho fáctico. Es decir que, en la intención de manipular ficticiamente los hechos del pasado, trata de desconocer aquello que en verdad sucedió y que, por haber sucedido de un modo determinado, nunca jamás podrá decirse que pudo haber sido distinto.

Ahora bien, cuando él plantea un argumento de esta índole –que si él no lo hubiera hecho, lo hubiera hecho otro– no sólo no repara en ese imposible de la modificación de lo sucedido sino que elude el segundo y principal problema: la razón por la que se lo acusa. A Eichmann no se lo acusa por el conjunto de la historia, no se le exige que responda por el resultado global del exterminio –como sí sucedía con los enjuiciados en Nüremberg–, no se le reprocha que él no modificara ese enorme conjunto de cosas que fue la Segunda Guerra Mundial. Por lo que debería haber respondido es por haber participado en esas circunstancias; es decir, por haber decidido participar en ese horror del exterminio. Si otro hubiera estado en su lugar, esa interpelación hubiera sido dirigida precisamente a ese otro.

Se trata de un doble movimiento de evitación. Lo real de lo sucedido pretende ser eludido al pretender que aquello era inevitable, que irremediablemente se hubiera hecho y que, por lo tanto, eso estaba en el terreno de lo que necesariamente sucedería. En segundo lugar, él intenta desoír esa interpelación que se le dirige por haber sido él y no otro el que hizo lo que hizo. En efecto, una gota en el océano del exterminio no hubiera modificado absolutamente nada. Pero ocurre que eso sucedió porque él lo hizo, porque decidió prestarse para que eso tenga lugar a través de sí mismo y que, en última instancia, si era necesario contar con alguien para que eso suceda, es decir, contar con los engranajes para que la maquinaria funcione, él decidió ser parte. Decidió que se cuente con él y no con otro. Decidió ser parte de ese océano.

Ahora bien, si no se ubica la responsabilidad de Eichmann por prejuicios jurídicos, si el derecho se presenta frente a su responsabilidad con los ojos ciegos bien abiertos, es porque no alcanza efectivamente a situar su crimen. Se busca a la fiera sangrienta en los lugares conocidos y resulta que no se encuentra al criminal en el sitio esperado. El verdadero criminal está en otro territorio, exactamente allí donde es insospechable para la lógica del derecho. El crimen del que se trata es radicalmente distinto y no es otro que “el crimen burocrático, cuyas armas son la estilográfica y el formulario administrativo, cuyo móvil es la sumisión a la autoridad…” (pág. 22). Es imprescindible considerar esta frase de Brauman y Sivan, y en ella es fundamental detenerse en lo que ahí es nombrado como el móvil del crimen: la sumisión. Es su colaboración en el armado de una maquinaria administrativa de la muerte, una ingeniería burocrática del exterminio en la que él fue una figura de primer orden. Pero no porque haya dado las órdenes sino exactamente por lo contrario: porque era capaz de una obediencia al extremo del patetismo.

Cabe recordar aquí algo que parece contradecir este planteo. En el régimen de obediencia militar, el respeto por la cadena de mandos no puede ser alterado. La obediencia al superior es inmodificable para la lógica castrense. Sin embargo, Eichmann, en un preciso momento, desobedece órdenes de sus superiores. En efecto, cuando las circunstancias eran poco propicias para Alemania, Himmler intenta hacer un acuerdo con los aliados y como un gesto de “buena voluntad” intenta detener la deportación hacia el Este de los judíos. Eichmann se opone tenazmente. Esto parece probar con absoluta claridad que se trataba de su voluntad y no de la obediencia a las órdenes superiores. Pero esto no es así. En el III Reich, la palabra del Führer era ley. No había ninguna ley por encima de la palabra del Hitler, y Eichmann había jurado obediencia al Führer, el juramento de obediencia al que hace expresa mención en una de las citas del juicio que hemos hecho. De tal modo, según él, sólo una palabra del Führer podía hacer cambiar su obediencia respecto de las circunstancias en las que se encontraba.

Esta posición de fidelidad extrema es sustancial para el resultado que conocemos. La obediencia es sustancial en el crimen burocrático. Es en este punto en el que la obediencia es un crimen. Y este aspecto queda absolutamente desconocido para el derecho que en su lógica no alcanza a comprender que la obediencia es parte del campo de la responsabilidad. Con esto estamos invirtiendo por completo la concepción que el derecho tiene sobre la noción de responsabilidad y del sujeto de la imputación. Eichmann dice que no tuvo intervención en el exterminio, sólo en la deportación. Y es justamente esta obediencia la que lo hace culpable de los asesinatos en serie. Esta participación como engranaje de la maquinaria es lo que lo involucra en el crimen serial. Brauman y Sivan también lo expresan de este modo: “Es precisamente de esta obediencia y de sus consecuencias inmediatas que él es culpable, y no de haber cumplido una función estratégica en el aparato nazi, combinada con alguna oscura sed de mal” (pág. 26).

Pero cabe señalar una consecuencia más de esta ceguera. Que para esta lógica –la lógica del derecho anterior a Auschwitz y que se mantiene a pesar de Auschwitz– la responsabilidad de la obediencia criminal sea invisible, inexistente, indica que también quedará oculto el resultado de ese crimen. El resultado de ese crimen no es otra cosa que lo que en la jerga del campo se llamaba el musulmán.

No se sabe con certeza de dónde viene tal denominación que señalaba a determinado tipo de deportado en el campo. Hay muchas interpretaciones o pistas para explicar lo que en la jerga de campo se conocía con ese nombre. Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz (2000), desarrolla fuertemente una idea acerca de la enorme ceguera que pesa sobre el musulmán, esa figura del campo de concentración que, al borde de la muerte por inanición, debido a su estado, era un sujeto carente de toda voluntad, sin reacción alguna, indiferente ante todo, carente de toda intención y de toda forma de autoestima, desprovisto de absolutamente todo lo que habitualmente conocemos como humano. Éste es un punto muy fuerte en Agamben. Él dice: el musulmán es aquello inhumano que anida en lo humano y por lo tanto es también lo humano. Este punto de inhumanidad que es el musulmán, es motivo de rechao de un modo casi unánime (Agamben destacará cómo Primo Levi pudo detenerse especialmente en el musulmán). Rechazado no sólo por los habitantes del campo sino también por aquellos que llegan a los campos y que retiran su mirada espantados por lo que tiene delante de sí. Agamben describe lo que hacen las cámaras que filman al llegar a los campos: por momentos, el plano toma la escena de algunos sujetos que todo indicaría se trata de musulmanes. Pero rápidamente la cámara los abandona y se detiene en la pila de cadáveres; una detención gobernada por la fascinación por la muerte. Para la cámara, el horror de la pila de cadáveres parece más tolerable que la figura del musulmán.

En este sentido, se puede establecer una correlación entre, por una parte, lo invisible que resulta la responsabilidad de aquél cuyo acto criminal es la obediencia misma, de aquel que se presenta como engranaje de la maquinaria y, por otra, el resultado de esta maquinaria que es esa antesala de muerte, la figura del musulmán.

En la operación que lleva a cabo el derecho, en esta interpretación y apertura de sentido que es el proceso mismo que busca explicar lo que allí ha sucedido, no se nombra lo que ahí ha tenido lugar sino que se opera con variables que preexisten a esa nueva situación de desastre. De este modo se cancela la posibilidad de una creación de sentido que permita reconstituir no lo perdido sino la continuidad histórica. Ante el quiebre, ante el desastre, caben al menos dos posibilidades: o se nomina esta circunstancia como un desastre en que su especificidad obliga a repensar las categorías previas, o se lo ubica entre aquello conocido con algunas particularidades que no alteran especialmente el punto de análisis.

En el primer caso, si efectivamente se comprueba que el desastre tiene su carácter específico, su singularidad, entonces, las marcas anteriores –es decir, los desastres y las lecturas de esos desastres– expresan su insuficiencia en la medida en que ellas reconocen su impotencia para nominar la situación. Pero en este reconocimiento reside, paradójicamente, su fuerza y su potencia de organizador simbólico, porque en el mismo momento en que muestra su insuficiencia, se ofrece como campo de sentido para ser transformado y dar lugar a nuevos términos que configuren una interpretación sobre aquello que reclama otra lectura.

En cambio, en el segundo caso, la ceguera frente a la nueva situación responde con aquello que todo lo explica. Al desconocer la insuficiencia de ese campo de sentido, al suponer por el contrario su propia suficiencia, no hay interpretación de lo nuevo sino mera aplicación de lo ya dicho. En este camino, todas las marcas anteriores –es decir los desastres y las lecturas de los desastres– se pierden, caen como marcas y antecedentes históricos, discursivos, que conforman una continuidad siempre heterogénea. De este modo, al aplanar las marcas precedentes y al impedir los nuevos términos, esta perspectiva es mera insuficiencia.

Antes de pasarle la palabra a Ignacio Lewkowicz, planteo dos últimas cuestiones –una tomada de una referencia histórica, la otra de una ficción– para mostrar aquello que queda después del proceso, después de la sentencia, y que, según todo lo indica, es algo del orden de la responsabilidad, en un sentido mucho más complejo que lo que está dispuesto a admitirlo el derecho.

En primer lugar, se trata de Fritz Stangl, el comandante de Treblinka quien fue entrevistado por Gitta Sereny a lo largo de muchos encuentros. En todas estas entrevistas la periodista dialogaba con él; en muchas situaciones lo increpaba. En determinado momento las declaraciones del entrevistado toman un sesgo muy particular que Sereny relata así:

“Por lo que he hecho, mi conciencia está tranquila” dijo [Stangl]. Las mismas palabras envaradamente pronunciadas, que había repetido una y otra vez en su proceso y durante las semanas siguientes, cada vez que habíamos vuelto a enfrentarnos con este problema. Pero en esta ocasión yo no dije nada. Él hizo una pausa y esperó, pero se mantuvo el silencio en el recinto. “Yo nunca he hecho mal a nadie deliberadamente”, dijo en un tono diferente, menos incisivo, y de nuevo esperó, mucho tiempo. Por primera vez en todos estos días yo no le prestaba ninguna ayuda. Ya no había tiempo. Él se aferró a la mesa y con ambas manos, como para sostenerse. “Pero estaba allí”, acabó diciendo, en un tono de resignación, extrañamente seco y cansino. Había necesitado casi media hora para pronunciar estas pocas frases. “Y por eso, sí…", dijo al final, de forma muy sosegada, "en realidad comparto la culpa… Porque mi culpa… mi culpa… sólo ahora… en estas conversaciones… ahora que he hablado… ahora en que por primera vez he dicho todo…". Se interrumpió. Había pronunciado las palabras: “mi culpa”; pero más que las palabras, lo que denunciaba la importancia de esta admisión, fue el súbito aflojarse del rostro, el rostro caído. Después de un minuto, continuó, como de mala gana, con voz átona: “mi culpa –dijo– es estar todavía aquí. Esta es mi culpa” (citado por Agamben, Lo que queda de Auschwitz, pág. 103).

Detengámonos en algunas de estas palabras que Stangl alcanza a decir pocas horas antes de morir por una crisis cardíaca: estaba allí, estar todavía aquí, esta es mi culpa. El alcance de estas palabras, que la periodista destaca, es significativo: estar ahí, sin abandonar jamás ese sitio señala una responsabilidad que no puede ser judicializada. Luego del proceso, luego de la acusación y luego de la sentencia, él puede decir con cierta soltura “nunca le hice mal deliberadamente a nadie”, porque es exactamente el descargo frente a aquello en lo que se detiene el punto de acusación del derecho. Sin embargo, luego de ese proceso, hay algo que escapa a esa acusación jurídica y que él dice absolutamente solo, sin que la periodista le ofrezca ningún soporte: el haber estado allí, y las enormes implicancias subjetivas que eso tiene.

En este mismo sentido, me parece enormemente sugerente el final de El proceso, de Franz Kafka. Ese proceso en el que alguien lo transita sin saber de qué es acusado. Se lo hace responsable y no se sabe de qué. Pero algo de ese sujeto que está allí aparece sin ser nombrado, ajeno a la acusación, ajeno al proceso judicial. Al final de la novela, en la culminación del proceso judicial con la aplicación de la condena, en el momento en que le están dando muerte, dice: “Como un perro. Y era como si la vergüenza tuviera que sobrevivirle”. Luego del proceso, luego de la sentencia y la condena, algo sobrevive, la vergüenza. Y eso que sobrevive nos dice algo del sujeto y de la responsabilidad, algo que el derecho no alcanza a situar, a nombrar y ni siquiera a entrever.

Segunda parte (Ignacio Lewkowicz)

Creo que lo que voy a presentar empalma bien con lo que recién presentó Gutiérrez. Mi formación es de historiador. Y el vicio del historiador es la etimología. Nosotros estamos hablando sobre intervención en desastres o catástrofes. Me gustaría partir de ahí para ir arrimándonos hacia un terreno cómodo.

En principio, por el sistema sexagesimal el año tendría que tener 360 días. Sobran cinco días para el calendario latino. Treinta es la cantidad de días del mes. Eso entra bien en el sistema sexagesimal. Doce es la cantidad de meses. También entra bien. Y hay un fasto para cada día. Un fasto: una significación política o religiosa para cada día. Los cinco días que sobran son cinco días nefastos. Los días nefastos son lo que no son fastos: son los días sin sentido. A esos días nefastos le cuadran los desastres. Un desastre es ante todo un desarreglo en los astros. Los astros se le escapan al sistema sexagesimal. Hay un desastre cuando algo de lo real se le escapa absolutamente a nuestra regla de cálculo. Hay cinco días nefastos en los que nuestro equipo se va al descenso y pasan todas las catástrofes imaginables. Por su parte, Catástrofe es una palabra griega que indica mudanza súbita, alteración súbita. El empalme entre las ideas griegas de catástrofe como mudanza súbita y desastre como desarreglo en los astros, precipita nuestro sentido habitual que es la alteración del orden habitual de las cosas. Un desastre o una catástrofe indica en principio una alteración en el orden regular de las cosas, una quiebra de las regularidades, una suspensión de las regularidades o una temporaria interrupción de las irregularidades, después se verá.

En el planteo que quiero hacer resulta decisivo ver cuáles son los destinos de esa alteración. ¿Qué pasa con un orden de regularidades cuando le sobreviene algo que lo excede? ¿Qué modos de tramitar, qué modos de procesar eso que lo excede son elegidos o decididos por los habitantes de las situaciones en las que esto ocurre? Si bien una de las hebras en las que insiste este seminario señala la complejidad del abordaje ético en situaciones de catástrofes, intento simplificar en tres secciones.

En el barro –es decir en la vida–, todo lo que es conceptualmente discriminado opera junto. Pero Edgar Allan Poe decía que no conviene confundir la oscuridad de la expresión con la expresión de la oscuridad. En ese sentido me parece que con algunos conceptos medianamente claros, la confusión es clara en tanto que confusión. Es clara en tanto que confusión porque está producida como confusión por el acceso conceptual; y no está presentada como confusión por la pura dispersión de lo real. La idea es que hay buenas confusiones y malas confusiones. Las buenas confusiones se producen en los puntos de impasse del acceso conceptual. Las malas confusiones son la pura percepción caótica de lo real que siempre nos obliga a decir que “en realidad, es más complejo”, es decir: “esto se verá después”. El axioma del “después vemos” es la modalidad del procesamiento político que se planteaba al principio como característica de la Argentina: catástrofe, “después vemos”, catástrofe. La acumulación de trastornos sin procesamientos en los que una experiencia no se sitúa sobre lo pleno ni sobre el síntoma, sino sobre el puro residuo de la catástrofe previa. Como si todo colapsara en un punto sin tiempo. En otras palabras, el tiempo se produce sólo si se procesa de alguna manera lo que ha acontecido. Si no se lo procesa, no ha acontecido y sigue operando.

Creo que el planteo de Gutiérrez señala que en la medida en que el procesamiento jurídico del nazismo no roza la superficie de la responsabilidad, eso sigue ocurriendo. Pero no porque haya nazis sueltos, sino porque no está pensada la dimensión destituyente de la experiencia nazi. Procesar una catástrofe es algo más que dejar tras las rejas a los responsables: es también pensar la responsabilidad. En la presentación de Gutiérrez se veía que incluso si se los dejara tras las rejas no se producía responsabilidad, porque no está en la capacidad del dispositivo jurídico juzgar la responsabilidad de este tipo de crímenes, de delitos, de maldades que llamamos catástrofes. Voy a plantear tres esquemas:

- Catástrofe
_- Trauma
- Acontecimiento

Este esquema simplifica mucho las cosas pero algo aclara sobre los modos de salida respecto de una irrupción que altera el curso regular de las cosas. En este esquema se puede salir por cualquiera de estas tres vías. Son palabras de orígenes distintos y están aquí puestas nada más que para nominar de alguna manera tres esquemas. No quiero decir con esto que todo lo que se ha llamado catástrofe quepa en este diagrama, ni que todo lo que se ha desarrollado en torno del idea de trauma, ni con el acontecimiento.

Uno podría pensar que bajo el esquema de la inundación que se retira, el trauma puede ser llamado trauma como esquema de un desborde, un desmadre cuantitativo que inunda una región, que colapsa temporariamente la capacidad de procesamiento de los organizadores territoriales. Con el tiempo las aguas se retiran. Con el tiempo y con auxilios se reconstituye el orden previo. Ha habido una interrupción momentánea. Se ha movilizado una serie de recursos, y la estructura previa, aparentemente colapsada, guardaba en sí misma en algún rincón recóndito la capacidad de procesar lo que estaba dado. Un mal trago, una mala noche, años duros. Sin embargo se reconstituye un orden. Finalmente con las marcas simbólicas previas se puede procesar eso que cuantitativamente lo excedía porque cualitativamente era compatible.

En el caso del acontecimiento podemos pensar que sobreviene algo en exceso cualitativo respecto de una estructura, y que en la medida en que significa para esa estructura un exceso cualitativo, no le alcanza a la estructura previa con los recursos dados para procesarlo. Es decir que requiere de una marca suplementaria, de un término imposible en la situación anterior. Lo que ha advenido es precisamente imposible para la estructura de la situación anterior. Por eso es un exceso cualitativo. Por eso no basta con gestionar con sofisticación, con malabarismo, con argucias, con talentos enormes las cualidades dadas: porque no es de ese orden lo que ha acontecido. Entonces hay que inventar otra cosa. Operar allí pasa por otro lado. El acontecimiento entonces nombra ese término suplementario que puede procesar a la vez los términos previos y lo que ha sobrevenido. La alteración no ha sido temporaria sino estructural. No ha habido una mera interrupción acotada del curso regular de los hechos sino una alteración de los parámetros que organizaban la experiencia.

Precisamente esto es lo que no ha sucedido en la situación que plantea Gutiérrez. El procesamiento jurídico de la situación no puede inscribir una marca suplementaria porque es justamente la organización jurídica la que ha colapsado para procesar lo que en principio, dada la escenografía de Nüremberg y de Jerusalén, es un juicio. En esta línea podemos llamar catástrofe a las situaciones en las que ninguna marca previa sobrevive con eficacia al aluvión. El desarreglo en los astros es intratable y por lo tanto ninguna marca simbólica previa tiene capacidad simbólica para operar. Como planteaba antes Gutiérrez, no organiza humanidad ni organiza cultura, sólo patetismo.

Como decía, para que haya humanidad es necesario que se inventen mediaciones instrumentales o mediaciones normativas. La ley jurídica cae aquí en su capacidad de funcionar como mediación normativa: es norma pero no media, ejerce pero no funciona, está ahí administrando sentencias, sellos y papeles pero no ordena la situación de modo tal que haya humanidad pues su función mediadora ha caído. Creo que la catástrofe que señalaba Gutiérrez es que el derecho en esas circunstancias ha caído en su capacidad mediadora, pero no por haber incurrido en un mal juicio si no por haber sido todo “procesado” bajo la forma juicio. Y esto ha sido así no porque el fiscal se equivocó de estrategia sino porque la disposición misma del juicio supone un orden de responsabilidad y un orden de delito que no roza siquiera la superficie del nazismo de Eichmann.

Entonces, estaríamos en una catástrofe eternizada porque supuestamente está procesada. La insuficiencia de lo jurídico de la que hablábamos refiere a un estado de catástrofe perpetua porque ya es cosa juzgada. Porque ya está juzgado pero la cuestión sigue ahí intacta, intocada. O porque lo que ha procesado ha dejado intacta la materia procesal, es decir, la desligadura. O si se quiere, la esencia de mediación entre los hombres, cuando el principal recurso de mediación desde el siglo XVI, que es el estado de derecho, ha caído. Decir siglo XVI es, por supuesto, una manera de decir un montón de tiempo.

Quisiera ahora plantear algunas razones de la imposibilidad de la ley para procesar el nazismo, para ver si podemos confirmar –o aunque sea sospechar – que no es por cómo se armó Nüremberg o por cómo se armó el juicio de Jerusalén que esto no ha sido procesado. Sino porque está en la misma estructura de la ley la imposibilidad de procesar algo de esta cualidad nazi.

Gutiérrez se encargó de un aspecto decisivo: la incapacidad del orden jurídico para señalar otro orden de responsabilidades que no sea jurídico. Un supuesto muy fuerte del planteo es que algo queda definitivamente procesado cuando reparte responsabilidades. Es decir que un evento histórico no queda procesado cuando se logra decir “es justicia” sino que queda procesado cuando a partir de esa operatoria se instituye un nuevo mapa de responsabilidades sobre lo hecho y sobre lo por hacer. Creo que esto era el punto básico a partir del cual Gutiérrez argumentaba que no se ha procesado lo de Auschwitz: porque no hay responsables, porque no hay responsabilidades a la altura del desarreglo causado.

Insisto. Que haya gente tras las rejas no significa que haya responsables, sino que lisa y llanamente significa que hay gente que está presa. Para que sean responsables tienen que ser responsables de su acto. Pero el derecho fracasa al nominar cuál es la cualidad del acto y el tipo de responsabilidad que le es consustancial. Por eso a mí me gustaría hablar de la estructura, ya no de la subjetividad supuesta por la organización jurídica, sino de la estructura misma de la ley. ¿En qué agujero de la ley queda Auschwitz como un virus activo, pero invisible para las defensas?

En el siglo XVI, cuando empieza a constituirse el principio de soberanía, lo que se articula como lazo social tiene estructura jurídica. Progresivamente, la modalidad política fue la juridización de la soberanía. La constitución de los estados nacionales es la constitución jurídica. Cuando hablamos de nuestra constitución como estado, estamos hablamos de nuestra constitución jurídica. Si no se hace ninguna advertencia, cuando se habla de constitución, la cualidad puesta en juego siempre es la jurídica. De eso se infiere que la regla de convivencia, lo que hace que un pueblo sea un pueblo y la humanidad sea humanidad, es la configuración jurídica. La mediación por excelencia desde siglo XVI en adelante es la articulación jurídica. Ley jurídica y humanidad fueron instituidos muy parejos durante cuatro siglos. Se podría decir que si esa es nuestra modernidad jurídica, en Auschwitz empieza oscuramente nuestra posmodernidad. Si en Auschwitz empieza la destitución de la capacidad de la ley para mediar entre los hombres y si la modernidad era la experiencia de la ley jurídica mediando entre los hombres, entonces ahí se iniciaría oscuramente nuestra posmodernidad.

Pero esa posmodernidad nació encubierta porque el evento que le dio origen se intentó procesar desde el orden jurídico supuestamente constitutivo. Aquí hay que pensar que las potencias aliadas en Nüremberg están frente a un problema. Porque si no procesan jurídicamente a los criminales de guerra, entonces han sido vencidas, ya que si el nazismo es un crimen contra la articulación legal occidental, sólo desde la ley debe ser procesado. Pero si este tipo de crimen no es procesable desde la ley, entonces el nazismo también resulta triunfante porque nos obliga a procesarlo de otro modo que el modo en que nos constituye. No digo que éste ha sido el argumento, pero sí que está presente en la situación la necesidad del automatismo de recurrir a la ley jurídica.

En El poder soberano y la nuda vida, otro libro del mismo autor que citaba Gutiérrez, Agamben plantea un punto muy problemático sobre la estructura de la ley. Quisiera afirmarme en ese punto. Él plantea como muy problemático lo siguiente: para regir, la ley tiene que establecer en qué condiciones rige y en qué condiciones no. Es decir que para regir sobre un territorio, la ley debe decir bajo qué condiciones ese territorio está sometido a la ley. La condición absoluta para que rija la ley es que haya un solo soberano: la condición de soberanía. Lo más dramático estructuralmente es que entonces la ley al establecer en qué condiciones rige, está diciendo también que puede no regir, y que eso es legal. En esa circunstancia, la ley se aplica desaplicándose. ¿Y quién es el soberano? El que decide la excepción. La excepción es una condición legal de suspensión de la ley. Esto tiene que ver con lo que estaba planteando Gutiérrez. La legislación sobre judíos en Alemania desde 1933 es legislación de excepción. Todo lo que ocurre en el campo de exterminio, ocurre bajo condiciones de excepción. Todo lo que pasa en las zonas de exclusión, en la periferia de la legalidad, en la aparentemente más absoluta ilegalidad, es legal; pero no es legal porque haya una ley que lo promulgue, sino que es legal que para los judíos rija la excepción.

Ahora, ¿qué es lícito que ocurra en los períodos de excepción? No hay ninguna manera legal de prescribirlo porque la ley prescribe sobre condiciones anticipables. Sobre condiciones anticipables, la ley establece qué se debe hacer y qué no. Y establece que en condiciones que no son anticipables se verá. El “se verá” es un agujero legal en la ley que es constitutivo de la estructura misma de la ley. Cada vez que estamos frente al estado de excepción, Auschwitz es posible. Si no se da, es por educación, por cortesía de los represores, porque las circunstancias políticas no lo permiten. O por pura suerte. Pero no hay ningún freno estructural en la ley para que algo así no acontezca.

Así podríamos pensar que el conjunto de los crímenes del nazismo son otras tantas medidas disciplinarias administradas en circunstancias de excepción. Se podría pensar que la ley, como se decía en Esparta, “ha descansado esos días”. No que ha habido transgresiones sino que en el suspenso de la ley se entraba en lo que Primo Levi llamaba la zona gris, donde todos los materiales de la vida cotidiana quedan confundidos en una aleación irreconocible. Entrar en la zona de excepción es entrar en un espacio en el que ninguno de los mojones que organizaban la experiencia hace sentido.

Lo catastrófico aquí sobreviene porque la brutal infracción a la ley era legal. La ley sabe muy bien procesar los crímenes que anticipa, pero no puede procesar su estructura misma, que admite la excepción. La ley no puede considerar legalmente la estructura de la ley porque es en los pliegues en que la ley se aplica desaplicándose que ha transcurrido Auschwitz. Ésa es la idea de Agamben. Y entonces cualquier procesamiento jurídico que ocurra en esas condiciones legales-ilegales, cualquier procesamiento en el pliegue ilegal de la ley, no tiene modo de tomar bajo condiciones jurídicas lo que hace a la estructura de las condiciones de posibilidad de la estructura de la ley. Dicho de otra manera, eso que desde el punto de vista de los actos es un crimen porque es espantoso –creo que esa es la razón principal por la que es un crimen–, desde otro punto de vista es la detección de un punto ciego de la ley: el punto ciego de la ley en que se revela en su estructura íntima. Eso es Auschwitz. Y por ese motivo es que la ley no puede procesar ese tipo de crímenes: porque no son crímenes. Pero en la medida en que los tomamos como crímenes jurídicamente procesables, como algo que distribuye responsabilidades judiciales, superamos el mal trago del juicio y lo real sigue desligado impidiendo la textura humana de la situación.

Entonces sí tendríamos una circunstancia que bien cabe en el esquema que habíamos planteado de la catástrofe. Porque las marcas previas no tienen capacidad para operar. Las marcas previas, los mojones simbólicos que organizaban la experiencia, no pueden procesar eso de manera tal que haya mediación entre los hombres en condiciones de nazismo. La catástrofe allí está eternizada, más o menos morigerada por la ideología, más o menos morigerada porque hay condena moral, más o menos morigerada por la gran cantidad de museos del holocausto, recuerdos y testimonios, pero no ha sido procesada en su estructura sino suavizada en su amenaza. Es decir que estamos advertidos de que el virus anda dando vueltas. Pero el virus no es el nazismo sino el estado de excepción. Seguramente estemos bastante mejor vacunados contra el nazismo que contra el estado de excepción, que es su condición de posibilidad.

Ahora bien, vacunarse contra el estado de excepción es en principio poner en entredicho la estructura de la ley, ya que la estructura misma de la ley supone el estado de excepción. Pero se supone que la ley es lo que produce las mediaciones necesarias para que haya algo así como cultura o como humanidad. Se ve que si bien no estamos bajo las aguas, alguna posibilidad de catástrofe circula entre nosotros. Tenemos confiados a los modales el impedimento respecto de lo ocurrido, pero no hay estructura, no hay marca suplementaria, no hay un término encargado de fundar humanidad, de fundar mediación en otro terreno que el jurídico.

En Argentina tenemos otro tanto con el terrorismo de Estado, pero me parece que el punto central si se quiere pensar qué es lo catastrófico de esta circunstancia es precisamente el título de nuestra presentación: la insuficiencia de lo jurídico. Lo jurídico es insuficiente, lo cual no significa que haya insuficiencias en lo jurídico. Lo jurídico como tal no es el ordenador, no es el remedio, no es el estructurante para este tipo de situación que opera en los puntos ciegos de lo jurídico a partir del estado de excepción. En ese sentido podemos decir que hay una dimensión de catástrofe perpetua cronificada hasta tanto se encuentren modos pos-jurídicos de mediar.
Estas cuestiones apuntan también a despuntualizar la catástrofe en el sentido en que no es el día más negro de nuestra historia sino el punto en que las mediaciones simbólicas están colapsadas. Si fuera el día más negro de nuestra historia, es un día, es puntual, y uno más o menos se recompone. Pero, en rigor, la catástrofe es el punto en el que no hay re: no hay recomposición, no hay reestructuración, no hay reorganización. En ese punto, tiene que ocurrir algo por primera vez, y si no, no acontece nada. Ocurre siempre lo mismo.

La insuficiencia de la ley es la insuficiencia de lo jurídico. Nuestra circunstancia se caracteriza cada vez más por los estados de excepción. El modo de la ley en la Argentina de los últimos años ha sido el decreto de necesidad y urgencia, que en la medida en que no se somete a los tiempos legislativos, es algo que está hablando de una excepción cronificada. La guerra contra el terrorismo incluye estados de excepción en miles de detalles. Los tiempos financieros incluyen estados de excepción en miles de configuraciones. La excepción ha dejado de ser excepcional. Y si el atentado más grave contra la ley es el pliegue ilegal de la ley consigo misma, esta catástrofe sigue ocurriendo. Quizás no en las figuras más dramáticas o más explosivas, pero quizás sí en el punto más insidioso que es lo que se experimenta contemporáneamente: la ausencia de mediación. Si algún punto nos ha arrojado eso que se llama “la globalización” es la circunstancia de cuerpo a cuerpo permanente en que las mediaciones están en suspenso. Quizás esté en la estructura misma de la ley este colapso de las mediaciones, y quizás estemos pagando demasiado caro el hecho de haber sido legalistas durante varios siglos. Quizás la ley jurídica no tenga con qué soportar todas las responsabilidades que le transferimos cuando le pedimos que en tanto norma jurídica sea lo que llamamos la ley.



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