El espacio de Einstein no está más cerca de la realidad que el cielo de Van Gogh. La gloria de la ciencia no estriba en una verdad más absoluta que la verdad de Bach o Tolstoi sino que está en el acto de la creación misma. Con sus descubrimientos, el hombre de ciencia impone su propio orden al caos, así como el compositor o el pintor impone el suyo: un orden que siempre se refiere a aspectos limitados de la realidad y se basa en el marco de referencias del observador, marco que difiere de un período a otro, así como un desnudo de Rembrandt difiere de un desnudo de Manet.
Arthur Koestler, 1970
La tarea de restitución de niños llevada adelante por las Abuelas de Plaza de Mayo ha ido generando un campo de conocimiento que interroga las relaciones entre la genética, el derecho, la psicología y las ciencias sociales, quebrando el horizonte de certezas políticas y éticas disponibles. Esta revolución del pensamiento no es ajena al proceso creador, sino que se nutre permanentemente de él. Singularidades clínicas plasmadas en la literatura, el teatro, el cine y las artes plásticas integran un escenario imprescindible para acceder a la complejidad del problema. La encrucijada de la filiación se constituye así en el inesperado analizador de las relaciones contemporáneas entre ciencia y arte.
Un bello ejemplo a través del cine. En La máscara del zorro (Campbell, 1998), la pequeña Elena, hija de Don Diego de la Vega y Esperanza, es arrancada de su cuna cuando matan a su madre y desaparecen a su padre. Ella misma es secuestrada y llevada a España por su captor, el Capitán Montero, quien la cría como hija propia ocultándole sus orígenes. A los 24 años, la joven regresa a México, creyendo que pisa por primera vez la tierra americana en la que en realidad nació. Bella y sensible, se muestra cautivada por la fragancia de una flor que le resulta persistentemente familiar. Se trata de la romalia, originaria de América y que no se encuentra en Europa. Todo el entorno de la joven desestima el recuerdo, entendiendo que se trata de una confusión. Pero el significante insiste en su cuerpo y se transforma en una pregunta incesante, una pregunta sin respuestas. Es allí cuando el film produce un viraje crucial. Para los desprevenidos, se trataba de la versión cinematográfica de la vieja serie televisiva, en la que la marca del Zorro no era más que una inicial rasgada sobre el vientre prominente del sargento García. Pero en el film la marca es en realidad una huella. Una huella en la memoria de una niña.
El signo deviene significante. El signo tangible de una causa social -la independencia de la corona española, la lucha de los oprimidos de California-, suma ahora otro nombre reprimido. Pero éste no es el de la moral del bien, ni el del ideal de justicia. Este flota en el aire. Es la fragancia de una flor, que impregnada en el cuerpo de una mujer, no olvida. Romalia es el nombre de esa rosa. Por eso desafía el paso del tiempo. Por eso los mares hacen más y más intensa su fragancia. Y por eso, como en todas las historias de niños a quienes han robado su identidad, también ella guarda amorosamente el misterio de una filiación.
En tiempos en que no existían los análisis genéticos para probar la identidad de las personas, es el cuerpo el que recuerda. Para demostrarnos por la vía de la poesía, que la biología no es un dato en sí mismo, que el ADN es un punto de pasaje, nunca de llegada. Como lo adelantamos en otro lugar:
Pasaje que en el caso de los niños apropiados se torna insoslayable. La dictadura militar se ocupó de suprimir las coordenadas de la filiación para que estos niños, hoy adultos, no pudieran ser recuperados. Desaparecieron a sus padres, hicieron parir a sus madres en hospitales militares, asesinaron a los testigos, emitieron falsos certificados de nacimiento y falsearon su identidad durante largos años. Pero el borramiento de las marcas nunca es una operación completamente exitosa. Cuando todas las referencias parecían haber sido suprimidas, es el cuerpo quién recuerda. El “índice de abuelidad”, que certifica la filiación incluso en ausencia de los padres, adquiere valor significante porque es aquello del cuerpo que perdura de la historia silenciada. (Michel Fariña & Gutiérrez, La encrucijada de la filiación: Tecnologías reproductivas y Restitución de niños, Lumen, 2000)
Este número de Aesthethika está dedicado a recoger algunas de esas perlas que a través del cine, la literatura y las artes visuales nos ponen sobre la pista del hallazgo teórico. Recíprocamente, a desplegar los argumentos conceptuales que hagan de esas ficciones la oportunidad de un ejercicio de pensamiento. La creación estética alimenta así al espíritu científico y correlativamente nos recuerda que el investigador es también un creador, con una mente abierta al conocimiento de la realidad y un corazón dispuesto a transformarla.
Desde las ilustraciones de Emiliano Bustos que abren este volumen hasta los comentarios sobre Montecristo, los artículos han sido seleccionados para vibrar en esa delicada cuerda. Entre el espacio de Einstein y el cielo de Van Gogh, siguiendo el bello epígrafe de Arthur Koestler que abre esta editorial.