El 150º aniversario del nacimiento de Sigmund Freud, nos ofrece la oportunidad de actualizar la actitud que mantuvo toda su vida frente a la emigración, tanto propia como la de quienes en épocas muy diversas recurrieron a él en busca de consejo sobre el tema. Recordemos que sólo consintió abandonar Viena cuando sobrevino la ocupación nazi. Murió en Londres el 23 de septiembre de 1939 a la edad de 83 años. Sus cenizas, encerradas en una de sus urnas griegas favoritas, permanecen en su forzado exilio.
Más de una vez, en sus años de estudiante de medicina, las inciertas perspectivas para ganarse la vida en Viena indujeron en Sigmund Freud la fantasía de establecerse en otro país. Le escribió a su prometida a mediados de 1882:
Sufro a la espera del momento de mi independencia para poder cumplir mis propios deseos. Si fuera posible, instalémonos donde la dignidad humana sea más respetada. No puedo imaginar nada más deprimente que una tumba en el Central Friedhof. [1]
Y unos meses más tarde:
Si no prospero con bastante rapidez aquí, cosa que es probable ya que un médico joven necesita disponer de un capital y yo no lo tengo, emigraré a Inglaterra, o tal vez a Norteamérica o a Australia. [2]
Esta idea juvenil debe leerse, a nuestro juicio, de un modo particular. Freud imagina otro lugar pero ese lugar debe ser entendido no como un espacio geográfico, sino más bien como un sitio: el sitio donde, más allá de sus necesidades, su dignidad de sujeto sea reconocida.
Al fin de la primera Guerra Mundial, un ex paciente ofreció a Freud alojamiento y todos los medios necesarios para comenzar una nueva vida en Holanda. Aunque la mayor parte de sus ahorros había sido consumida por la inflación, rechazó de plano el ofrecimiento. Esa misma renuencia habría de reiterarse años más tarde cuando lo consultaron varios discípulos y amigos dispuestos a emigrar.
Presencia y Demanda
Frente a la adversidad con la que era recibido el psicoanálisis, en 1927 Edoardo Weiss—pionero en el desarrollo de las ideas de Freud en Italia—pensó en mudarse de Trieste, su ciudad natal. Le escribió a Freud a la espera de la recomendación del maestro. Freud le respondió:
Aunque en general el consejo ajeno no sirve de mucho, me alegra que comente su situación conmigo, y con mucho gusto le voy a decir lo que pienso. Sería inútil considerar de qué ciudad me llega el mayor número de pacientes; casi no recibo consultas de Italia, salvo algunas de Trieste, fruto de su influencia. [3]
Y a renglón seguido, le sugiere:
De las ciudades italianas que conozco, Milán me parece la de mayor movimiento, quiero decir: la más europea y el lugar más indicado. Sin embargo, debería dejarse influir por opiniones desfavorables, esas llegan de todas partes. Hay que probar y provocar la demanda con la propia presencia. [4]
Weiss considera la conveniencia de un traslado para mejorar económicamente. Freud responde recordándole que es con oferta que se genera la demanda. En cuanto a la emigración, el maestro vienés es categórico:
Con todas mis fuerzas le desaconsejo emigrar. Como extranjero, se es un indeseado en todas partes, y las dificultades se vuelven particularmente grandes. Me he informado sobre las condiciones en Francia (París) por una señora que tiene mucha influencia; me dice que la necesidad de revalidar todos los exámenes es un obstáculo casi insalvable.
En Inglaterra es donde se perdona menos un conocimiento incompleto del idioma. Si le pregunta a Jones, sólo oirá quejas porque los analistas de su grupo no tienen bastante que hacer. Ophuijsen en La Haya amenaza desde hace años con la emigración; se la he desaconsejado enérgicamente y aún permanece en su tierra. En ninguna parte tiene uno tantas perspectivas de poder imponerse finalmente como en el propio país.
Freud lo alienta para terminar:
Sé que hay tiempos que son particularmente desfavorables, y tiempos en que uno tiende al desánimo Pero espero que ambos pasen, y usted podrá sentirse confiado como legítimo representante del análisis en Italia.
El campo donde el sujeto despliega su experiencia creadora no se establece solamente en coordenadas espaciales sino también temporales. Y el tiempo, Freud lo sabe bien, no puede ser concebido únicamente en términos de duración. El alivio que augura a su discípulo resulta de un momento de corte. Un corte que el sujeto sanciona con su acto, única vía para reafirmar su legitimidad.
Existencia Traducida
A fines de 1933, el escritor Arnold Zweig emigró con su familia a Palestina tras haber sido privado de la nacionalidad alemana por el Tercer Reich. Al cumplirse dos años de su estada en Haifa, le escribe a Freud:
En lo que concierne a mi esposa, el trabajo y los chicos ha sido una buena elección, pero mi desempeño en lo cultural y lo político es casi nulo. Sigo siendo un escritor alemán, un europeo alemán, y esto trae sus consecuencias. ¿Pero dónde vivir, si no es aquí? Da casi lo mismo vivir en un lugar u otro cuando no se puede estar en casa.
Ante tales dificultades, recurre a su querido padre Freud: Tres meses más tarde insiste:
Me resisto a continuar en Palestina. Siento que estoy fuera de lugar. Las condiciones son muy precarias, agravadas por el hecho de que aquí sólo se admite publicar en el idioma nacional; así que estoy obligado a llevar una existencia traducida. ¿Qué debo hacer? ¿Dónde radicarme con miras a permanecer un tiempo prolongado? Mi sentido común me responde: América; pero mi corazón no quiere irse tan lejos. [5]
Freud le responde de inmediato, muy preocupado por el sentimiento de incomodidad que Zweig manifiesta y con la recomendación de un posible remedio: “No sabía que le resultaba tan difícil soportar su aislamiento. Con el firme apoyo de su arte bien podría estar solo durante cierto tiempo”.
Y acerca del lugar más conveniente, le advierte:
En cualquier otra parte sería un extranjero apenas tolerado. Todos los países por igual son poco hospitalarios con los extranjeros. En Palestina al menos cuenta con una seguridad personal y con sus derechos humanos.
A Freud no se le escapa que la presencia de un extranjero resulta inquietante para cualquier comunidad. Lo que un ajeno puede aportar de novedoso es visto como una amenaza pues desafía los valores consagrados, poniendo a prueba los códigos compartidos. Destaca a continuación:
Me permito prevenirle que en América todo le puede resultar mucho más insoportable aún. También allí tendría que despojarse de su idioma; más que de una prenda de vestir, de su propia piel. Mi franca opinión es que, por ahora, debería quedarse donde está. [6]
¿Es posible llevar una existencia traducida?, se pregunta Arnold Zweig. El idioma no es una pertenencia intercambiable, subraya a su vez Freud: interesa al propio cuerpo. Si el hombre se apoya en las palabras para pensar, es en el encuentro entre las palabras y su cuerpo donde algo se esboza.
La importancia de la lengua materna trasciende su utilidad para la comunicación; sus efectos van mucho más allá de una capacidad de enunciar. La manera en que fue hablada, en que fue escuchada, define lo que es propio de cada uno. Los afectos cobran sentido sobre las huellas que traza la lengua. El inconsciente mismo constituye una habilidad, un saber hacer con la lengua. La lengua materna extiende sus raíces bien profundo y de ella depende la animación del goce del cuerpo. La palabra cosquillea el cuerpo para animarlo con un goce diferente y privilegiado.
Arnold Zweig no aduce dificultades para dialogar en un idioma ajeno. Lo que en verdad se plantea es si la escritura resulta posible por fuera de su lengua de origen. El idioma alemán es parte esencial de su vida y de su destino de escritor. El lugar al que pertenece es su idioma; la lengua alemana es su verdadera patria. Adaptarse a un idioma diferente supone un desarraigo que involucra al cuerpo en su totalidad.
Freud, un Extranjero
Cuando en 1932 Arnold Zweig hubo de confrontar el dilema de abandonar o no Alemania, Freud lo disuadió de la idea de quedarse. Ahora, lo impulsa enérgicamente a permanecer en Palestina: “estoy más seguro que nunca de que no debe acercarse siquiera a una frontera alemana”, le encarece. De su propia encrucijada de permanecer o emigrar con su familia, Freud es igualmente terminante:
Si supone que por nuestra parte vamos a soportar esta situación mientras nos sea posible, no se equivoca. Bien mirado, ¿adónde podría ir con mi dependencia y mi incapacidad físicas? Sólo si un hitlerista llega al gobierno tendré que irme de Viena, no importa adónde. [7]
Reiteradamente en su correspondencia de aquellos meses Freud expresa su resistencia a dejar Viena. Entretanto, pone en práctica el remedio sugerido a su amigo en el exilio. En setiembre de 1934 anuncia a Zweig:
Sin saber ya qué hacer con todo el tiempo ocioso de que dispongo últimamente, me he resuelto a escribir algo yo también; esto me ha mantenido ocupado, tan ocupado que, contrariamente a lo previsto, todo lo demás ha quedado relegado a un lugar secundario. [8]
Se refiere a Moisés, un egipcio, el primero de los tres ensayos que tomará forma definitiva en Moisés y el Monoteísmo. Al postular como egipcio a Moisés tiene la osadía de hacer un extranjero de quien recibió de Dios las Tablas de la Ley. Extranjero, en la medida que distribuye el goce de manera diferente, desafiando así a sus contemporáneos a reconocerlo como prójimo en lo que toca a su ser.
El 11 de marzo de 1938 Hitler hace su entrada triunfal en Viena. Freud anota en su diario: finis Austriae; [9] punto final para Austria, que es anexada a Alemania y punto final también para la permanencia de Freud en la ciudad donde ha vivido 79 años. Luego de tres meses de penosas negociaciones Freud abandona Austria acompañado por su familia. El 6 de junio se instala definitivamente en Londres. No le resulta fácil describir sus primeras sensaciones: “El sentimiento de triunfo se mezcla demasiado íntimamente a la tristeza porque estábamos todavía muy apegados a la prisión de donde acabamos de salir”, escribe el mismo día de su llegada; y a la semana: “Naturalmente falta mucho para afincarnos, es todo muy irreal, un claro sentimiento de enajenación.”
Cuando a fines de junio retoma su correspondencia con Arnold Zweig le anuncia que ya trabaja entusiasmado en la tercera parte del Moisés. Seguramente, prevé Freud, causará sensación en un mundo ávido de sensaciones. Más allá de las dificultades que atraviesa no puede apartar al Moisés de sus pensamientos. Concluirlo no es asunto de elección. Freud mismo lo reconoce: lo atormenta como un ghost not laid.
Por su parte, Zweig enfrenta el dilema de permanecer o no en Palestina. A los serios apremios económicos que atraviesa se oponen tanto las muestras de amistad recibidas como la conveniencia subrayada por el propio Freud de pertenecer al Imperio británico. Pasan los meses y su trabajo se reduce sólo a encargos como corresponsal; hace planes para trasladarse a los Estados Unidos. Le escribe a Freud:
Me siento muy desgraciado ante la idea de quedar nuevamente sin patria y sin hogar. Ahora, frente a la perspectiva de viajar a América y tener que vender, dejar abandonado o regalar todo, incluso los muebles, me siento desfallecer. Los fletes son tan caros que nuestra mudanza sólo puede consistir en las valijas y algún cajón de embalajes, en los libros más importantes y los discos más hermosos. Todo esto es tan simbólico y sintomático que se me aflojan las piernas. [10]
Abrumado, Zweig llega a imaginar una conferencia con el título de “Emigración y neurosis”. A comienzos de 1939, transmite su decisión a Freud:
Tenemos que salir de este lugar, económicamente no podemos seguir así. Este país es caro y yo no estoy ganando nada acá. Yo preferiría Inglaterra, por usted. Pero el futuro de los chicos y el peligro de la guerra aconsejan Norteamérica. Me invitaron a Nueva York para la apertura del congreso del Pen Club. Como turista, trataré de conseguir el derecho de radicación. [11]
Freud le contesta:
Opino que hace bien en optar por Norteamérica. Es cierto que Inglaterra es mejor en muchos aspectos, pero no menos cierto es que resulta muy difícil amoldarse a este estilo de vida; en lo que a mi compañía se refiere, no podría disfrutarla por mucho tiempo más. Pienso que Norteamérica es una especie de antiparaíso, pero cuenta con mucho espacio y grandes posibilidades, y uno termina por asimilarse a todo eso. Hace poco Einstein le dijo a una de sus visitas que al principio Estados Unidos le había parecido la caricatura de un país, pero que ahora se siente bastante cómodo. [12]
Zweig se siente aliviado; y ese alivio lo atribuye a la lectura de El malestar en la cultura. Le escribe a Freud:
Sólo su trabajo explica lo que estamos viviendo; la explicación de ese montón de escombros entre los que vivimos como ratas tanto los dictadores como nosotros, podemos encontrarla en su Unbehagen. Y ese descubrimiento me tranquiliza.
Freud, un tanto desconcertado por la reflexión, le comenta a su vez:
No me resulta fácil adivinar cuáles pueden ser los ‘descubrimientos tan tranquilizadores’ que pudo encontrar en mi Unbehagen. Hoy este libro me resulta absolutamente ajeno. Ahora sólo espero la aparición del Moisés que, según me han asegurado, se producirá a fines de este mes. Después de eso ya no tengo por qué interesarme en ningún otro libro hasta mi próxima resurrección. [13]
A Freud sólo le preocupa llegar a ver publicado su Moisés. Sabe bien que sin el acto público, no hay escrito; que no hay libro sin publicación. A partir de entonces el Moisés avanzará hacia su propio destino. Su propia creación le resulta ajena. Una vez concluida, ya no se reconoce en ella. Esta suerte de despersonalización señala una distancia, una abertura en la que Freud, en tanto autor, no cesa de esfumarse.
Pero si bien Freud desaparece como autor, no es sólo en beneficio de la forma propia de su discurso. Lo que su sentimiento de extrañeza pone de manifiesto es cómo resulta inexorablemente relegado al papel de un intermediario, de una especie de medium de un deseo que lo atraviesa y lo sobrepasa. El arte propio de cada uno, le escribía a Zweig, resulta el más firme soporte en circunstancias de soledad y aislamiento. Lo escrito consigue sustraerse a la muerte; [14] la muerte es mutilada por cada libro, por cada poema. La letra delinea un límite entre el saber y el goce; dibuja la frontera donde el saber se confiesa en falta e invoca lo intolerable del goce.
A través de su escrito, Freud se confronta con lo radicalmente desconocido, con lo imposible de saber. En otras palabras: se vuelve un extranjero de sí mismo.
Sujetos Itinerantes
Si bien la vida puede considerarse un viaje, esto no hace del sujeto un vagabundo. El sujeto no es un caballero andante en un errar perpetuo: es un ser itinerante.
No tiene un rumbo prefijado; pero su itinerario está determinado desde el comienzo hasta el fin. En la travesía del ser hablante, la geografía es la del deseo. Y ese deseo no da jamás su brazo a torcer.
En tanto deseantes, todos somos sujetos itinerantes. Y hacemos camino cuando, al andar, enfilamos nuestros pasos en asentimiento a esa ley que, aunque imposible de articular en palabras, rige el empuje de nuestro andar itinerante.