Introducción
¿Qué relación existe entre el código genético y la identidad subjetiva ? ¿Cómo inciden el lazo social y las marcas singulares en cualquier sintomatología derivada del ADN ? ¿Qué consecuencias pueden derivarse del cruce entre genética y crianza ? Interrogantes similares a estos, cuya problematización no vale tanto por la sustancia de la respuesta sino por el posicionamiento ético desde el que intentemos abordarlos, estructuraron en el siglo pasado una serie de investigaciones de tinte eugenésico, con los estudios que Josef Mengele realizó con niños en el campo de exterminio de Auschwitz como corolario. Dos décadas más tarde, mientras el psicólogo social Stanley Milgram recibía el agravio de una buena parte de los Estados Unidos por los resultados de su famosa investigación sobre la obediencia a la autoridad (1963 ; 1974), en la que demostraba cómo casi siete de cada diez conciudadanos podrían haber actuado como lo hicieran muchos oficiales del Tercer Reich, un equipo de psiquiatras llevaba adelante en la ciudad de Nueva York una nueva investigación con niños recién nacidos, desoyendo toda regulación ética gracias al apoyo de algunas familias poderosas, organizaciones públicas sin fines de lucro y sectores del gobierno. ¿Paradojas de un siglo atravesado por la catástrofe, o vaivenes estructurales del campo de la salud mental, que insiste en desconocer el punto de apertura del campo normativo ?
Tuvieron que transcurrir tres años desde el lanzamiento del documental Tres idénticos desconocidos (Wardle, 2018) para que el mensaje pudiera finalmente llegar a destino : uno de los experimentos más obscenos de la historia de la psicología norteamericana se revela finalmente ante el ámbito psi como un secreto cuidadosamente guardado entre pocos. Para saldar una deuda con el saber científico, el psiquiatra Peter Neubauer y su colega Viola Bernard, del Centro de desarrollo infantil de Nueva York, condujeron durante aproximadamente veinte años una investigación secreta para dilucidar la incidencia de la crianza en el desarrollo de estructuras genéticas idénticas. Aunque presa de cierto efectismo característico de Hollywood [1], la producción del inglés Tim Wardle conduce progresivamente al espectador de cierto encanto inicial a la sorpresa, y de allí al horror inevitable ante tamaña experimentación con seres humanos. Tejiendo testimonios, archivos periodísticos y detalles de una causa jurídica en proceso, la narración ilustra la historia de tres gemelos separados a los seis meses de vida, cuyo reencuentro a los diecinueve años marca inicialmente un hito divertido para la sociedad estadounidense.
Pero lo que comienza siendo un encuentro entre idénticos desconocidos deriva luego en un entramado siniestro de mala praxis y engaños, solamente posible gracias al malentendido ideológico [2] de ciertos discursos que armaron una doctrina dogmática con la palabra freudiana, reduciendo la política singular del síntoma a su completo opuesto : el análisis por momentos biologicista de la determinación subjetiva como supuesto de partida, para desde allí estudiar la incidencia de la crianza en estructuras genéticamente idénticas. De este modo, la necesidad de encontrar una respuesta al dilema naturaleza versus crianza parece haber impuesto, en el estudio de Neubauer y Bernard, la exigencia insensata de un desarrollo epistémico lo suficientemente relevante como para desatender cualquier objeción bioética.
Como veremos en lo sucesivo, la distorsionada interpretación de la enseñanza de Sigmund Freud por parte de estos dos profesionales parece haber estado relacionada con la necesidad de encontrar un significado a aquello que nunca podría tenerlo, especialmente por fuera del campo de lo singular : la determinación sistémica de ciertas coordenadas naturales y sociales que podrían incidir en mayor o menor medida en la constitución subjetiva, la producción sintomática y los rasgos de carácter. Así, el ámbito familiar irrumpe en la investigación como la única variable capaz de producir un viraje en la posición de un sujeto ante aquello que tenía supuestamente predestinado a nivel biológico, olvidando que cualquier debate sobre la predominancia de la genética o la crianza deja inevitablemente de lado la política singular del síntoma, que potencia la diferencia aún en lo idéntico del ADN y elude así toda comparación especular.
La historia de un encuentro y la reescritura de la historia
Atravesado por una sonrisa nerviosa, el rostro de Robert “Bobby” Shafran abre frente a cámara un testimonio que pretende inscribir una historización pendiente. Bobby se remonta a sus diecinueve años para relatar el encuentro azaroso con Eddy Galland, uno de sus hermanos gemelos, en el contexto de una carrera terciaria dictada en la misma universidad a la que aquel había asistido un año antes. A ese encuentro le sigue un tercer hallazgo : algunos días más tarde, David Kellman observa atónito su rostro duplicado en la tapa de los diarios porque sabe que ninguna de esas dos personas es él. Corre el año 1980 y los tres hermanos, prácticamente iguales en su fisonomía [3], disfrutan de un raid mediático que los catapulta a la fama.
Sus padres intentan en simultáneo obtener respuestas de la agencia Louise Wise Services, que en el año 1961 había ofrecido los tres procesos de adopción, y la institución confirma que se vio forzada a separarlos porque nadie se mostraba dispuesto a adoptar gemelos trillizos. Como este enorme detalle no había sido comunicado a ninguna de las tres familias al momento de la adopción, y acaso también porque muchas de sus preguntas no pueden ser respondidas deciden iniciar de forma conjunta una demanda judicial, pero la negativa de distintos estudios de abogados los enfrenta de forma sospechosa con el prestigio adquirido por este establecimiento, único centro de adopción para la comunidad judía en el Estado de Nueva York.
Los testimonios de Bobby y David continúan estructurando progresivamente la historia de cada uno de ellos. Sabemos entonces que el primero fue adoptado por una familia adinerada del norte de Manhattan, mientras que Eddy creció en un ámbito de clase media. David señala que la suya, en cambio, estaba compuesta por inmigrantes de clase media baja y escaso acceso a un nivel educativo similar al de las otras dos. Sin embargo no es el testimonio de los hermanos lo que permite comenzar a reconstruir el trasfondo de aquello que hasta entonces el espectador entiende como una simple mala práctica por parte de la agencia de adopción : la investigación periodística publicada por Lawrence Wright en 1995, luego del suicidio de Eddy, comienza a desnudar la connivencia entre aquella institución y la Jewish Board of family and children’s services [4], organización no gubernamental que auspició durante décadas los estudios del Dr. Neubauer y de la Dra. Viola Bernard, ambos discípulos de Anna Freud.
Es en este punto que comienza a revelarse lo más siniestro de un experimento silenciado al interior de la comunidad científica, cuya sistematicidad durante casi dos décadas queda obligadamente solapada por la más terrible de sus coordenadas : la vil manipulación de una serie aún indefinida de hermanos y hermanas gemelas para su posterior ubicación en diferentes ámbitos familiares, con el único objetivo de estudiar la incidencia de cada modo de crianza en estructuras genéticas idénticas.
Cuestiones éticas en la investigación con seres humanos
Los resultados del proyecto de Neubauer y Bernard nunca fueron publicados. Una de las teorías que ilustra el documental apunta al encuentro azaroso entre los hermanos que protagonizan este documental, cuyo alcance mediático en la década de 1980 habría sido lo suficientemente alto como para forzar la interrupción de las investigaciones. Toda la documentación del proyecto, incluyendo sus objetivos principales, la metodología utilizada para alcanzarlos y cualquier conclusión preliminar o definitiva fue archivada en la Universidad de Yale en el año 1990, bajo un acuerdo de confidencialidad que limita su acceso público hasta el año 2065. [5]
Sin embargo, la pesquisa periodística iniciada por Wright y continuada ahora por Bobby Shafran y David Kellman denota que el proyecto implicaba la separación programada de una serie de gemelos previamente dados en adopción, de modo que cada uno de ellos creciera en un ambiente diverso, cuya elección por cierto nada tenía de azarosa : todas las familias compartían algunas características específicas, entre las cuales destaca el hecho de que hubieran adoptado un año antes a una hermana mayor a través de la misma agencia Louise Wise Services. Estas y otras similitudes tendían a aislar una única variable independiente de análisis que, como hemos adelantado, radicaba en el nivel socio educativo y económico al que cada gemelo accedería durante su infancia. Para brindarle continuidad temporal a ese análisis, un conjunto de asistentes concurrió durante años a cada hogar con el pretexto oficial de un mero seguimiento de la persona adoptada para la agencia Louise Wise, cuando en verdad buscaban evaluar comparativamente la identidad, los rasgos de carácter y, quizá también, el desarrollo progresivo de cualquier patología derivada del código genético y por ende compartida.
Aunque resulta insuficiente, la información hasta el momento recabada nos permite de todos modos conjeturar una serie de cuestiones éticas en la investigación con seres humanos. Teniendo en cuenta que los padres adoptivos no estaban enterados de la investigación y por ello nunca pudieron autorizarla, las normativas del código de ética de la American Psycological Association (APA, 2010) que rigen para la práctica psicológica en los Estados Unidos harían impracticables la experiencia en la actualidad : esto es lo que observamos al revisar el ítem 8.02, relativo al consentimiento informado para la investigación, y el 8.03, que detalla cuestiones ligadas al consentimiento para la grabación de voces e imágenes, un aspecto central en el estudio de Neubauer y Bernard que ilustra claramente el documental de Tim Wardle.
Con respecto a una posible prescindencia del consentimiento, la normativa 8.05 del código de referencia detalla que “Los psicólogos pueden prescindir del consentimiento informado sólo cuando razonablemente no podría suponerse que la investigación causara malestar o daño…” (APA, 2010, p. 12). Que quienes llevaron adelante el proyecto no pudieran suponer allí un daño potencial no invalida el hecho de que, entre muchas otras variables de análisis, los niños fueron en efecto separados varios meses luego de su nacimiento [6] y las investigaciones realizadas durante años no fueron apropiadamente comunicadas a sus padres adoptivos, cuando menos en lo que respecta a sus verdaderos objetivos.
La normativa 8.07 del mismo código de ética, ligada precisamente al engaño en la investigación, sitúa en su primer acápite la posibilidad del ocultamiento si esta es la única alternativa para poder realizar el experimento, pero aclara en los dos acápites siguientes que esta excepción sería inaplicable en caso de un potencial “…dolor físico o un severo malestar emocional” (p. 12) y que, en cualquier caso, el engaño debe ser cancelado a posteriori :
Los psicólogos dan a conocer a los participantes las técnicas engañosas utilizadas como parte integral del diseño y aplicación de un experimento tan pronto como sea posible, preferentemente al término de su participación y nunca después de la finalización de la recolección de datos, permitiéndoles a los participantes retirar los suyos (p. 12).
Por último, los ítems 8.14 y 8.15, dedicados respectivamente a la verificación y revisión de un determinado proyecto por parte de nuevos investigadores, denotan con claridad el sinsentido del escenario : la ausencia de publicaciones científicas y el posterior acuerdo de confidencialidad firmado con la Universidad de Yale impiden siquiera una mínima evaluación de lo realizado. Si bien el lanzamiento del filme forzó a la Junta Judía de Servicios para Familias y Niños a revelar una serie de documentos, la ausencia de datos relevantes sobre el experimento demuestra que el material compartido no representa aquello que en verdad pretendieron ocultar. Tenemos aquí un aspecto por demás curioso, dado que tanto esta institución como la Universidad de Yale –que administra el acceso– difícilmente desconozcan principios éticos como los surgidos de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO (2005). Casualmente, la misma señala en su artículo 18 que la aplicación de los principios allí definidos debería siempre
Promover el profesionalismo, la honestidad, la integridad y la transparencia en la adopción de decisiones, en particular las declaraciones de todos los conflictos de interés y el aprovechamiento compartido de conocimientos (…) Se debería entablar un diálogo permanente entre las personas y los profesionales interesados y la sociedad en su conjunto (UNESCO, 2005, s/p). [7]
En lo que respecta al inicio de la investigación, el hecho de que todas estas normativas aún no regularan la investigación psicológica en absoluto implica que no existieran otras aplicables, por ejemplo, al ejercicio de la psiquiatría como disciplina médica. Como situamos anteriormente, el fin de la segunda guerra mundial impuso un límite al desastre orquestado por la Alemania Nazi y abrió paso a la regulación jurídica de los crímenes de lesa humanidad allí cometidos [8]. Así, el Código de Ética médica de Nüremberg del año 1947 dictaminó mucho antes del inicio de este experimento una serie de recomendaciones y normativas a tener en cuenta para conducir estudios experimentales con seres humanos, entre las cuales se incluyen el consentimiento voluntario del sujeto (o de sus representantes legales, cuando correspondiera), la imposibilidad de su realización en caso de potencial daño físico o psíquico, y demás limitaciones que claramente no fueron tenidas en cuenta [9] en esta investigación.
Por lo demás, situar las normativas vigentes en la actualidad resulta imprescindible por dos motivos : en primer lugar, porque tanto lo prescripto en la declaración UNESCO como la deontología que regula hoy el ejercicio de la psicología, nos permiten enmarcar en términos éticos una serie de prácticas que, con el pretexto consciente de un progreso científico capaz de ordenar positivamente las relaciones sociales, desconocieron derechos humanos básicos y regulaciones tendientes al cuidado de la subjetividad en la investigación. En segundo lugar, la revisión de la deontología actual sirve como soporte para dimensionar aquella negativa de la Junta Judía de Servicios para Familias y Niños a suministrar toda la información sobre el experimento [10]. Al ampararse en el acuerdo de confidencialidad firmado entre el Dr. Neubauer y la Universidad de Yale en el año 1990, la posición institucional esconde con la fachada de un absurdo argumento juridicista, una enorme falla ética que redobla las malas prácticas [11] en las que incurrió la investigación original.
Esto acarrea enormes consecuencias. En efecto, al contrastar el “…eventual y significativo valor científico, educativo o aplicado…” (APA, 2020, p. 12) de una investigación con los efectos posibles del engaño en la subjetividad de los participantes –contrapunto al que, como vemos, nos convoca una y otra vez la deontología para priorizar nuestra función interpretativa por sobre cualquier lectura obediente–, nos enfrentamos con otro problema derivado directamente de esa falla ética : la imposibilidad de dimensionar el interés científico por la ausencia de los documentos originales no hace más que demostrar hasta qué punto un mero acuerdo de confidencialidad entre partes puede fácilmente imponerse por sobre el cuidado de la subjetividad de los involucrados, que hace muchos años reclaman sin éxito el libre acceso a toda la información, tal como lo exige el campo normativo. [12] Esto, sin mencionar a una serie indefinida de personas que ni siquiera se saben aún víctimas del proyecto de Neubauer y Bernard a causa de este mismo obstáculo legal. Cuando la moral burócrata toma la escena, la ley social sólo alcanza a proteger a unos pocos.
La deliberación ética como impasse interpretativo entre saber científico y campo deontológico-jurídico
Un breve rodeo nos permitirá hipotetizar una relación posible entre aquella moral burócrata y ciertos modos de lazo con el saber científico, que pretenden elevarlo al nivel de una verdad inexistente. En el seminario titulado El reverso del psicoanálisis (1969-1970) Jacques Lacan formaliza cuatro discursos para dar cuenta de diversas formas de lazo social estructuradas en torno a lo real imposible. [13] Luego de introducir la distancia entre el discurso del amo y el analítico, señala ya en las primeras clases del seminario un momento de pasaje del discurso del amo antiguo al del amo moderno, que elige denominar discurso universitario precisamente porque el amo detenta allí el saber que antes tenía el esclavo. El psicoanalista francés adjetiva esta nueva modalidad discursiva como burocrática por el modo de funcionamiento que encarna, y destaca que el lugar del agente en este discurso “…es esto, S2, cuya característica es ser, no saber de todo, no estamos en eso, sino todo saber (…) que se llama, en el lenguaje corriente, burocracia” (Lacan, 1969-1970, p. 32).
En tanto estado del arte o estado actual de conocimiento en materia de regulaciones deontológico-jurídicas, el campo normativo no podría mostrarse exento a estas coordenadas. Por el contrario, encerronas como las surgidas de la lectura de los códigos de ética a la luz de este experimento denotan lo más propio del discurso universitario : la vertiente burocrático-procedimental que en ciertos escenarios debe ponerse en juego para que el mandato de un significante amo, que empuja al todo saber, pueda alcanzar toda su potencia. En este punto, el documental de Tim Wardle ilustra con ironía los objetivos mortíferos que el empuje de la ciencia puede encarnar cuando esta forma de lazo marca el compás de un supuesto progreso. En otras palabras, que el significante del saber (S2) ubicado como agente de este discurso no implique ningún anhelo tendiente a saberlo todo, sino más bien una orden de todo saber, explica de forma íntima las coordenadas de una exigencia tirana a avanzar en nombre de la ciencia :
El saber ha ido a parar al lugar del orden, del mando (…) de ahí proviene el movimiento actual de la ciencia (…) es imposible dejar de obedecer esa orden que está ahí, en el lugar que constituye la verdad de la ciencia – Sigue. Adelante. Sigue sabiendo cada vez más (p. 109-110).
La Ley del amo (S1), significante suelto que comanda de forma velada desde el lugar de la verdad, en el piso inferior izquierdo del discurso, pulsa de forma incesante para torcer la ley social y llevarla en el bolsillo, forzando una lectura coagulada del campo normativo para eludir cualquier objeción ético-metodológica en la búsqueda de nuevos conocimientos. Este empuje totalitario ubica al investigador en el lugar del objeto astudado [14], que en tanto objeto de un Otro supuestamente consistente no puede dejar de producir, en este caso soportado financieramente por un entramado de organizaciones públicas sin fines de lucro que debían velar por la salud de los menores de edad. ¿Producir qué ? A juzgar por los testimonios de David Kellman y Bobby Schafran, las investigaciones profundizan angustiosamente la división subjetiva que vemos en el piso inferior derecho del discurso universitario, allí donde Lacan ubica lo que surge de cada modalidad discursiva : “Quisiera que se den cuenta de que un punto esencial del sistema es la producción – la producción de la vergüenza (…) por esta razón, tal vez no sería un mal procedimiento no ir en esa dirección.” (p. 206). [15]
El interrogante que inevitablemente surge de esta lectura implica pensar cómo logra este modo de lazo social escapar a su regulación. Pues bien, como todo universo particular, el campo jurídico-deontológico puede pretender un ilusorio abordaje de todos los escenarios posibles, pero las mediaciones normativas inevitablemente atrasan respecto del avance de la ciencia y la técnica. Esto remite en parte al carácter vertiginoso de aquellos avances (Kletnicki, 2000) pero encuentra principal anclaje en el punto de apertura que la misma ley social desconoce. Como señala el Doctor en Ciencias políticas Jorge Foa Torres, advertir que “…la forma jurídica es siempre una forma jurídica no-toda, una apariencia imposible de ser clausurada…” (2013, p. 158) debiera oficiar como soporte para continuar problematizando el cruce entre la ley social y la práctica profesional para cuya regulación fue codificada, de modo que aquel punto de insuficiencia [16] no derive en el sinsentido cuando el empuje del progreso epistémico exija un más allá de la norma en quien investiga, aunque más no fuera de forma inadvertida.
Cuando la maquinaria científica sólo gira en torno a la fantasía de un Otro consistente a nivel del saber, acaso capaz de descubrir una verdad última (lugar que, en tanto objeto de ese Otro, el investigador aspiraría a alcanzar), la Ley del amo no puede más que exigir la búsqueda continua de un plus. Como parte de esa maquinaria que puede entonces nunca detenerse, se eluden los efectos de la división subjetiva mediante la renegación de toda inconsistencia en el Otro en lo que respecta al saber. [17] Pretender que la ley social, incompleta por estructura, pueda hacer límite en ese escenario sólo implica un mero espejismo que desconoce la relación de solidaridad entre la exigencia del todo saber y el aplastamiento de la subjetividad que de allí suele derivarse, como lo demuestra el testimonio de quienes han atravesado esta investigación.
Las normas que no fueron tenidas en cuenta en la proyección del experimento, los obstáculos que los padres adoptivos encuentran en 1980 para la apertura de una causa judicial contra la agencia Louise Wise Services, y el acuerdo de confidencialidad que cuatro décadas más tarde impide la revelación de información, dibujan en escena tres instancias de un campo jurídico que falla –en este caso, mucho menos por el punto de apertura de todo intento de totalización normativa, que por ciertos intereses políticos en juego– pero cuya evidencia sin embargo no alcanza para agujerear una pretendida consistencia de la ley social. De lo contrario, la Universidad de Yale hubiera abandonado a esta altura el discurso intensamente burocrático que impide la entrega de toda la documentación.
Como es evidente, el problema no radica entonces en la regulación jurídica –en tanto se nos convoca una y otra vez a su interpretación y eventual reestructuración– sino en el modo de concebir esa regulación cuando lo que está en juego es el cuidado de los derechos humanos en la práctica profesional. El riesgo aquí remite siempre a la necesidad neurótica de brindar consistencia plena a la textura del campo normativo para que simule poder legislar en todas las situaciones posibles : los dos únicos profesionales involucrados en el proyecto que aceptaron participar en el documental de Wardle ilustran esta ilusoria pretensión, al sostener de forma casi risueña que en aquella época nadie pensaba que la investigación podría acarrear efectos en la subjetividad de los niños. Todo lo contrario : creían estar haciendo el bien.
Que el testimonio se muestre sincero no invalida una pregunta por la responsabilidad en juego, pero si pueden sostener esta postura es porque realmente consideran que la ausencia de regulación durante todo el proceso experimental es condición suficiente para justificar aquella conducta incluso en la actualidad. Como si el campo normativo fuera una entidad omnisciente y todopoderosa, capaz de legislar sin la necesidad de ningún orden de interpretación, parecen pensar que en tanto no reglamente positiva o negativamente un determinado accionar al momento de su realización, entonces el mismo es por defecto adecuado en términos éticos. Desde esta perspectiva, cualquier práctica que parezca velar por la integridad de aquellas personas a las que se dirige puede siempre terminar operando fuertemente en la dirección opuesta, en tanto la valoración ética de sus coordenadas de intervención pierde prioridad en favor de un análisis posterior de sus efectos. La historia del último siglo así lo demuestra, con la continua irrupción de escenarios hasta entonces desconocidos en los que una compleja conjunción entre saber y verdad comandó de forma mortífera la escena.
He aquí una paradoja última en torno a la función del saber en la investigación científica, y especialmente a aquello que en verdad representa siempre un imposible. Cada época estructura un sistema de valores simbólicos (sociales, jurídicos, epistémicos, entre otras variables) para ordenar ciertos mecanismos civilizatorios en derredor de un vacío, un agujero real que surge del atravesamiento del lenguaje en nuestra existencia mortal y sexuada. El hecho de que no exista una escritura lógica unívoca, es decir, una respuesta simbólica que escape a toda dialéctica ideológica para dar cuenta de nuestro origen y nuestro porvenir como especie, no podría nunca invalidar algo que sin embargo desmentimos a diario : nuestra necesidad de estructurar insistentemente nuevas formas del saber en torno a ese punto de imposibilidad, precisamente para evadir la angustia de un sinsentido primordial. De esta maquinaria significante que genera en “…nosotros, seres débiles (…) necesidad de sentido” (Lacan, 1969-1970, p. 14) han surgido tanto los descubrimientos y avances más importantes de la historia de la humanidad, como las formas de aplastamiento más atroces.
En este sentido, Tres idénticos desconocidos expresa algo del orden de lo imposible que subyace a cierta pretensión universalista de la academia : a nivel estrictamente experimental, dejando de lado los potenciales efectos en la subjetividad, ningún provecho se puede obtener de lo investigado por el Dr. Neubauer y la Dra. Bernard. En principio, claro está, esto remite al secretismo casi mafioso de algunos discursos científicos, que, como señala Alejandro Ariel en su tesis sobre el estilo y el acto (1994), sólo se angustia ante el encuentro con un punto límite. Sin embargo, la incompetencia del experimento encuentra justificación en un argumento mucho más relevante : hasta nuevo aviso, el objetivo no puede nunca justificar los medios. [18]
Poco importa entonces que los protagonistas de este documental concluyan que la crianza y las formas de lazo singulares se impondrán siempre a cualquier determinación genética. Al margen de sus motivaciones –entre las que mencionan el suicidio de Eddy, quién había sufrido una paternidad más ausente que la de ellos– seguramente podríamos ubicar una infinidad de variables en definitiva insondables para justificar la misma respuesta ante el dilema que justificó estas investigaciones. Todas ellas tendrían a la politicidad del síntoma, siempre singular, como norte del análisis. Pero si nuestra función como profesionales de la salud mental no pierde centralidad, todo posicionamiento moral debiera perder peso en favor de una deliberación ética que incluya el análisis en situación, es decir ante cada escenario específico, de ciertos indicios muy propios del discurso universitario que pueden siempre identificarse en todo intento de progreso científico, especialmente ante un mercado capitalista que –contra todo presagio de una supuesta agonía– enarbola por momentos la fuerza de un monstruo indómito. En otras palabras, se trata ni más ni menos que del continuo análisis de una encerrona lógica en la que podría sumirnos el empuje estrambótico a saber (más), si fingimos no advertir que la ley social no pudo, puede ni podrá jamás regular a priori todos los aspectos de nuestra vida cotidiana.
Referencias
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