Resulta insoslayable en la escritura de este libro [1] una lectura de los avisos que provisoriamente llamaré recordatorios, publicados cotidianamente en el diario Página 12. La relación que guardan con la posición discursiva de los sobrevivientes es tan estrecha que su análisis resulta ineludible, en tanto afectan a las generaciones pasadas y futuras, tal como lo testimonia la existencia de las organizaciones de abuelas, madres, hijos y, por último, nietos de desaparecidos. El recordatorio como escrito que pertenece al género fúnebre se encuentra próximo al aviso mortuorio conocido como “aniversario luctuoso”. Se trata de las esquelas mortuorias publicadas en los aniversarios en ocasión de la muerte de alguien y que, según Eulalio Ferrer en Pompas fúnebres, cuentan con dos elementos inconfundibles: la leyenda in memorian y un mensaje dedicado al difunto, en el que se reitera que “sigue vivo” en el recuerdo de sus seres queridos. En las esquelas anuales católicas se agrega la conmemoración de una misa, una cita bíblica y una frase preestablecida: “Siempre te recordaremos” o “Tus familiares te recuerdan con amor”.
Es interesante situar la aparición y circulación de los recordatorios, que se diferencian de cualquier otro escrito fúnebre. Su origen puede rastrearse en los avisos de defunción que ideó la iglesia medieval conocidos como mortuarium, que no eran otra cosa que cartas rotuladas donde se daba la noticia de la muerte de algún miembro del clero. [2] Como lo describe Ferrer, quien se ha ocupado –entre otras cosas fúnebres– de los colores de la muerte, los mortuarium poseen una materialidad y un color En Roma, en el año 539 A.C., comenzaron a aparecer en forma de avisos personales, edictos y mensajes políticos, garabateados en las columnas de los muros de las plazas públicas. Es decir que en algún momento del siglo XII o XIII, el mortuariun escrito reemplazó al pregonero medieval que anunciaba públicamente la muerte. [3]
Podemos decir que los recordatorios publicados en Página 12 utilizan algunos de estos procedimientos fúnebres, pero no se subsumen ni se reducen a ninguno de ellos en particular. Por su fugacidad, forman parte de la esquela, que los diferencia de la inscripción en la piedra del epitafio. Entre estos procedimientos, podemos citar específicamente el código visual y el gráfico. La publicación de las fotos en los recordatorios de Página 12 y lo que se llama el marco austero, con su límite gráfico, recuerda los bordes mortuorios del aviso fúnebre tradicional —marco que con el tiempo se fue reduciendo a una sola línea negra. Sin embargo, hay una diferencia para tener en cuenta: los recordatorios de Página 12 no toman la dispositio del aviso fúnebre, su aspecto “caligramático”, que ilustra el impreso con la forma de una iglesia o de una lápida sepulcral.
Ferrer señala cómo el lenguaje fúnebre de las esquelas mortuorias de filiación católica se enriquece con citas bíblicas. Tomando la Biblia como referencia, en más de un recordatorio publicado en Página 12 encontramos citado el versículo de San Juan evangelista: “No hay nada más hermoso que dar la vida por los amigos”. También es evidente cómo en algunos de estos recordatorios o avisos fúnebres, cierta concepción del amor al prójimo y del amor a la vida se condensa con cierta concepción de la muerte bajo la forma de lo que Ferrer llama “eufemismos mortuorios laicos”, tales como “Ha desaparecido” o “Desapareció de nuestro lado” –esto es, una negación de la muerte en nombre del más allá. Sería productivo cotejar el modo en el que este eufemismo usado por los militares argentinos –que provienen fundamentalmente de una tradición férreamente católica– fue analizado por los “documentos eclesiásticos” que se expidieron acerca del papel de una parte de la Iglesia argentina en la época de la represión. El par desaparición-vida es un tópico que adquiere otros significados: “Por una vida mejor” o “Por los otros”. Pero en la expresión “Desapareciste pero no perdiste la vida”, el eufemismo se transforma en oxímoron.
Vidal Naquet sitúa la circulación histórico-política del término “desaparecido” y el acto de “desaparición” de personas en un texto de Tucídides del año 424/423 A.C. referido al destino de los ilotas en manos de los espartanos: “Poco después se los haría desaparecer, y nadie sabría de qué manera cada uno de ellos habría sido eliminado”. Y agrega Naquet: “los ilotas ‘desaparecen’, son ‘eliminados’ –lo cual también podría traducirse como ‘destruidos’–, pero las palabras que designan la matanza, la muerte, no se pronuncian y el arma del crimen permanece desconocida”. Los eufemismos tienen su origen en la Historia Antigua, pero son de una actualidad que retorna con la fuerza de lo que Naquet designa como la desaparición de cada uno –según recuerda, desde el título, su libro Los asesinos de la memoria, donde puede leerse: “Cada víctima tenía su propia historia y siempre se ignorará cómo se administró la muerte, en forma individual, colectiva o en pequeños grupos”. [4]
La desaparición de cuerpos remite a la diferencia entre sepultura (cuerpo e inscripción inseparables) y cenotafio (la sepultura de los marineros muertos en alta mar y arrojados al agua), en el que el cuerpo no está en la tumba. Estos cenotafios están acompañados de enunciados que recuerdan las virtudes del muerto, aunque lo importante en ellos sean los datos de filiación del cuerpo perdido, inscriptos en la lápida. Tema de más de un coloquio, la relación entre escritura y muerte pasa aquí a un primer plano. Los que sostienen esta teoría de la escritura como elaboración del duelo consideran que la escritura puede concebirse como la prolongación de la sepultura –el primer gesto que acompaña la celebración de los funerales y le da una simbolización a la muerte.
Duelo y transmisión
Estos recordatorios que explicitan la falta del cuerpo por desaparición son textos abiertos a una transmisión futura: “Porque olvidarlos es renunciar al futuro” –puede leerse en uno de los tantos impresos. La discusión podría situarse en relación a dos ejes que afectan a las generaciones posteriores: cierta conceptualización del duelo y su transmisión.
Cierto pudor me impidió plantear la cuestión en términos de “análisis del discurso”, según la idea que tenía antes de comenzar el trabajo y de enfrentarme con el material. Tales análisis existen, y tienen una legitimidad que no solamente es teórica. ¿Pero por qué, salvo alguna excepción, me resultó imposible hacerlo? Tal vez por reconocer en cada una de esas fotos, por borrosas que fueran, una vida por delante. No era necesario ver las fechas de nacimiento para certificar que se trataba de jóvenes que en su mayoría no habían cumplido los veinte años. ¿Fue la contemporaneidad de los hechos? ¿Fue la circunstancia personal de una desaparición familiarmente cercana? ¿Fue que en más de una ocasión, en esas caras que retornaban hasta la pesadilla, no sólo reconocía los nombres sino los rasgos familiares de una generación? Todas estas razones tienen algo de válidas, pero no agotan la cuestión.
Muchos de los estudios teóricos que se ocupan del tema sitúan la figura del desaparecido bajo la denominación de “ni muerto ni vivo”. Al no estar ni vivos ni muertos, su estado es inconciliable. Pero al estar desaparecidos, “ni vivos ni muertos”, nunca han tenido existencia. [5] Para Héléne Piralian, en Genocidio y transmisión, esta “no existencia” es la decisión política del proyecto genocida, que mediante la destrucción de la cadena generacional, interrumpe la posibilidad de transmisión de lo humano. Siguiendo la lectura de Piralian, esta negación de la existencia vuelve imposible el duelo y la simbolización de la muerte. Refiriéndose puntualmente al genocidio armenio llevado a cabo por los turcos, Piralian señala que a causa de esta política, los cuerpos descuartizados, decapitados, devienen irreconocibles. Ya no puede hablarse de sujeto, pues son cuerpos que han perdido toda identidad y rasgos de humanidad –adecuados a la leyenda que figuraba en alguno de los pasaportes de los muertos: “Sin retorno posible”. Esta pulverización de la identidad excluye a estos seres de lo humano y también condena a su descendencia, porque estos cuerpos irreconocibles no permitirían una identificación. La función de los descendientes es guardar a los muertos de la nada y del borramiento. Según Piralian, esta relación mortífera con el duelo se volvería una trampa sin salida, ya que en estos términos, la elaboración de la pérdida conduciría al abandono de sus muertos. Aquí se impone la afirmación teórica más fuerte de Piralian: “Con este estado y tratamiento de los cuerpos no hay duelo posible y, por lo tanto, tampoco es posible una simbolización de la muerte. Los sobrevivientes están condenados a ser garantía de la transmisión de una sola manera: reteniendo en ellos esos pedazos de cuerpos innombrables y haciendo de su propio cuerpo un receptáculo fúnebre”. La única salida desde esta posición del sujeto sería la vía del deber de sobrevivir como cuerpos-nichos y la de hacer de hijos encriptados para poder transmitir esas muertes. Según esa interpretación, se trata de que el don del cuerpo de un hijo, enterrado en un espacio reconocido y por lo tanto hecho humano y simbólico, podría por sí solo reencarnar al muerto, al mismo tiempo que lo inscribe como alguien “que estuvo vivo”, reabriendo un futuro allí donde la expresión “No habiendo estado jamás vivo” –como paradigma de la desaparición absoluta–, conducía a un porvenir cerrado.
Interpretando un poema de Joseph Brodsky, “El cementerio judío cerca de Leningrado”, Piralian observa que los sobrevivientes podrían esperar otro destino mejor que el de la muerte de un niño para recrear la transmisión humana. ¿Pero por qué el cadáver de un niño? La muerte prematura invierte el orden natural de las generaciones, en tanto el niño, con su muerte, intentaría construirse un antecedente y restaurar la paternidad de su padre, aunque sea al precio de convertirse en un muerto llorado. Siguiendo las palabras de Piralian, el aparato genocida trabajaría para exterminar la transmisión de lo humano a otras generaciones. De esta manera, el sobreviviente no tiene otra posibilidad que la de hacer de su propio cuerpo la encarnación de esa “desaparición”, convirtiéndose en el sarcófago de esos muertos. Esta muerte, que no encuentra inscripción en el registro de lo simbólico, retorna en lo real. La observación de Piralian es correcta, pero también es cierto que la respuesta a este retorno puede ser una interpretación siniestra del duelo. Si “lo siniestro perdura”, tal como está escrito en uno de los recordatorios, hay retorno. Se trata de un retorno diabólico, y lo siniestro denuncia su aspecto imaginario, por el que el sobreviviente encriptado sostiene la no desaparición de los muertos. El sobreviviente refleja a los muertos, convertido en mensajero siniestro que sólo podría desprenderse de ellos colocándose en su lugar. Piralian va por el camino aplicadamente correcto de la teoría: lo que no se inscribe simbólicamente, aquello que no encuentra un lugar en el orden del lenguaje, no desaparece, sino que retorna en una puesta en acto literal. Es decir, los hombres-nichos son literalmente el duelo no realizado. Siguiendo con esta argumentación, podría deducirse que hay una confianza extrema en el duelo como elaboración –llamémosla una positivización del duelo y una eficacia de lo simbólico que recubriría cualquier entropía. El riesgo de estas conceptualizaciones es confundir la eficacia simbólica con la justicia. Sin hacer de ellos una figura poética, Una tumba para Anatole no hablaría de un funeral sin resolver, sino de un funeral que, aun resuelto, dejaría persistir algo no simbolizable.
Lo siniestro perdura: un funeral sin resolver
Lo siniestro perdura, se lee en uno de los recordatorios. Sí, porque hasta el día de hoy estas publicaciones se ven afectadas por una actualidad que sorprende hasta el espanto. Es el efecto que me causó leer el artículo de Susana Viau, “Los fantasmas de Lambruschini”, publicado el 20 de agosto de 2004, que en su parte final se refiere al aviso fúnebre publicado por el diario La Nación con motivo del fallecimiento de Lambruschini. “La Nación, que publicó los avisos fúnebres, lo rehabilitó post mortem al acompañar su nombre con el grado de ‘Almirante’ del que el Estado lo había privado. Una generosidad extrema, contrastante con la negativa del diario a admitir, meses atrás, que la palabra ‘desaparecida’ figurara en una sencilla esquela de la misma sección”. Ese espanto y esa perplejidad, como se dice habitualmente, se producen –al menos en mí– cuando los efectos de una repetición siniestra retornan vestidos con ropajes de otros tiempos. Efecto aniquilador, que podría traducirse en la enunciación “Yo no sabía...” de la existencia de tal artículo, que denuncia una política de los huesos a partir del aviso fúnebre publicado y del aviso fúnebre censurado. Como se puede deducir, el derecho a la muerte escrita ya no es un reclamo, sino más bien una exigencia.
Esta introducción por la vía de la consolatio y de la muerte prematura tiene su lugar en función de la transmisión. Es el camino o, por qué no, el rodeo que he encontrado desde donde poder leer los recordatorios que aparecen en el diario Página 12, que recuerdan y conmemoran la desaparición de aquellos que fueron asesinados por el Proceso. El verbo “conmemorar” no es el correcto, y podría ser reemplazado por otro más preciso, para sustraerse a ese “delirio conmemorativo” que ha tomado al mundo y al que hace referencia irónicamente Tzvetan Todorov cuando dice que en Francia no queda un solo día del calendario en el que no se celebre algo. [6] Me parece que estos recordatorios transmiten cada aniversario la actualidad de esas desapariciones. Quizás por eso la dificultad para acercarme a esos impresos breves que, más que recordarnos a los muertos, nos revelan la evidencia de un discurso que, por más estereotipado y retórico que sea, sigue vivo. Estos textos breves, en muchos de los cuales apenas figuran un nombre, una fecha y una fotografía, son difíciles de clasificar discursivamente. Si para Claudel los salmos abarcan casi todo el campo de la plegaria, podemos decir que estos recordatorios abarcan gran parte del campo de una memoria activa. Es posible, pero ¿a qué género responden estos textos que, con una insistencia inclaudicable, reaparecen día a día en la página de un solo diario? ¿Es esa cotidianeidad la que le otorga esa sensación de letra viva?
El primer impreso fue publicado en agosto de 1988. El recordatorio estaba encabezado con el título “Solicitada: Laura Estela Carlotto. A diez años de su asesinato por la dictadura militar”. En la parte final del texto, en lo que precisamente se podría llamar recordatorio, figuran estas palabras: “Tus padres, tus hermanos, tu familia, tus amigos y los demás (aunque no lo sepan) no te olvidamos”. El hecho de que figure la palabra “asesinato” y no “desaparecida” indica una línea tomada respecto a la política de los huesos. A la vez, la expresión “aunque no lo sepan” anticipa y también intercepta el “para que se sepa”, que legitima el derecho a la muerte escrita. [7]
En estos recordatorios, lo dramático no impide la diatriba o la invectiva. Refiriéndose a “los asesinos de Estado” podemos leer en uno de esos impresos: “¿Qué más se puede decir de ellos? Verrugas, lacras miserables con enanos cerebros paridos desde el fondo de la mugre... Asesinos sobre todo. Que durante cientos de años tenemos que recordarlos muy bien... porque como perfectas cucarachas que son se reproducen como cucarachas... Cuidado. Memoria. Veneno”. Se trata de uno de los pocos casos donde aparecen palabras como venganza u odio, porque en la mayoría de los recordatorios se intenta contrarrestar el efecto del odio por medio de la utilización de la palabra amor, entendida como “amor a la humanidad”.
Escritos en el cruce de géneros, donde se mezclan desde un salmo hasta un poema, los recordatorios exceden a la plegaria, pudiendo incluso llegar a tomar la forma de una carta o de una solicitada. Como puede observarse, no se trata de leyendas que pertenezcan a una organización política; excepcionalmente, pueden aparecer firmados por una entidad sindical. Tampoco podrían reducirse al ámbito de los vínculos familiares. Si bien recuerdan los lazos de amistad, los exceden, puesto que incluyen la categoría política de “Compañeros”. No poseen una única definición, pero como si brotaran del fondo de la tierra, cada día de cada aniversario se multiplican hasta la repetición. ¿Pertenecen a un género inclasificable? Me inclino a pensar que no se trata de una cuestión de catálogo, sino del lugar ectópico que estos impresos ocupan respecto de los textos que podrían incluirse históricamente dentro del género para la muerte.
“¿Quiénes te secuestraron? ¿Adónde te llevaron? ¿Qué hicieron con vos?”, son tres preguntas que afectan a la especie humana, por medio de las cuales muchos de estos recordatorios solicitan el derecho a la muerte escrita. Para Armando Petrucci, en La ciencia de la escritura, el poder inscripcional –o aquello que él llama “escripción”– se sitúa del lado del poder. En Atenas, durante la primera mitad del siglo IV, cobró difusión el uso de inscripciones funerarias claramente escritas de modo que favorecieran su lectura pública. Todo ciudadano tenía derecho a un epitafio donde figuraran los datos de filiación y el lugar donde había muerto. Ese derecho de los ciudadanos fue denominado “derecho a la muerte escrita”. Los afiches fúnebres que todavía hoy se pueden ver en el sur de Italia son el testimonio de él. Con el correr del tiempo, ese derecho se restringió a las élites que ejercían el control, mientras que el uso de la escritura tanto como el de los lugares de sepultura se volvían más selectos. Es decir, a los pudientes se les reservaba el ámbito de las iglesias y cementerios urbanos, mientras que a los pobres le quedaban las fosas comunes. El muerto que camina, sin cajón, cirios y sepultura. Armando Petrucci, [8] Sabemos que hay algo que va más allá de la muerte: las clases sociales. No es cierto que la muerte uniforma o que nos vuelve a todos iguales, ni siquiera ante el Señor.
A pesar de las fórmulas estereotipadas, insisto, los recordatorios no son fácilmente clasificables. En el polo opuesto de lo elíptico, la denuncia sigue ocupando un lugar principal, pero sucede generalmente que, junto a ella, la “poetización” ocupa el lugar de cierta manifestación afectiva. Así, es posible encontrar en muchos de los recordatorios un carácter poético, bajo la forma de metáforas tales como la de los sueños y los ideales perdidos. De esta manera, los ideales de lucha también se pueden transformar en una abstracción. En otros textos la muerte adquiere cierta “universalidad” que la torna abstracta y que sólo se vuelve concreta por los objetos cotidianos que nombra y por la contigüidad siniestra que los precede. Por ejemplo, el impreso que lleva el nombre de Carlos María Roggerone y Mónica Susana Masri, secuestrados de su domicilio una noche de abril de 1977, dice: “Saquearon su casa./ Ellos, el hijo que esperaban/ su radio, su televisor/ sus muebles. Continúan desaparecidos”.
También hay algo épico en los recordatorios. “Hasta la victoria siempre” es la consigna dominante, que recupera del olvido algo que a veces se pierde de vista: que se trataba de una lucha. Y no hay mayor triunfo para el genocidio que el hecho de hacer olvidar que se trataba de una lucha política. La expresión “Hasta la victoria siempre”, que tiene un valor altamente político, no es equivalente a la consigna “Ni olvido ni perdón”. Sin embargo, ambas tienen un rasgo en común: nunca aparecen formuladas de manera adjetivada o poetizante. Pueden aparecer modalizadas, integradas en formas tales como “Ni olvidan ni perdonan tus hijos, tus padres”. Lo mismo sucede con enunciados que sólo admiten un uso literal. La letra de la ley no es una reserva textual poética o literaria: “No al punto final”, “No a la obediencia debida”, “No al indulto”. La frase de Juan Gelman, “Hay un funeral que resolver”, queda invertida por estos textos que son algo más que un recordatorio, algo más que la sustitución de un epitafio ausente. En ellos, la denuncia conserva un valor genuino que excede la neutralización mediática. Una figura recurrente es la elipsis. Expresiones tales como “ausencia forzada”, “detenido-desaparecido” o “te arrancaron de nuestro lado” son eufemismos cuyo valor crítico o de consigna a veces no es suficiente. Sería más claro decir “asesinado”, ya que en alguno de estos impresos-denuncias se dice “los asesinos” con referencia a los agentes del terrorismo de Estado.
¿Dejarían de aparecer estos impresos si fuera posible “reintegrar” los cuerpos a los familiares o incluso si los culpables fueran condenados? Creo que la transmisión no puede ser reducida ni a la memoria ni al olvido. La pregunta sería entonces ¿dónde situar la transmisión? ¿En la enunciación o en los enunciados? Es posible situar ese registro de la enunciación en el que quizá sea el más patético y doloroso de estos impresos, el de Pablo Gustavo Laguzzi, que a los seis meses fue asesinado por la Triple A. Ahora cumpliría 22 años, y su recordatorio tiene un fuerte contenido explícito de denuncia porque en él figuran mencionados los nombres de sus asesinos. “Hoy es tu cumpleaños y estás con nosotros” es más que una conmemoración, y va más allá del hecho de si se hizo justicia. Ningún mecanismo psicológico defensivo puede explicar ese presente. Lo mismo sucede con la expresión “Cumplís sesenta años” –una leyenda que habla de un presente que no se resuelve, más allá de que esté mediando una operación simbólica.
El olvido no es inocente, nunca es inocente. No hay consolatio. “Que la tristeza nunca sea unida a tu nombre” apunta al futuro. Suspensión temporal que no es igual a “Te estamos buscando”. Hay algo allí que no cicatriza. No hay una figura positiva del duelo; no hay una función simbólica que recubra totalmente el horror. Esto no excluye el hecho de que se haga justicia, aparezcan las listas y los asesinos digan dónde arrojaron los cuerpos. Una frase de Borges —un nombre de autor que en estos impresos constituye una excepción— nos permite situarnos en ese registro de la enunciación: “Sé que una cosa no hay, es el olvido”. La frase no se refiere a que no hay que olvidar, sino a que es imposible hacerlo. El “No olvidaremos” como “presente” se encuentra en el recordatorio de Pablo Gustavo Laguzzi: “Lo tenemos presente en los sueños y pesadillas de cada día”. Pero entonces es cierta esa transmisión de la pesadilla de la historia de la que no podemos despertar. Me hace pensar que estos textos no forman parte de lo simbolizable, sino que, al contrario, más allá de las cuestiones nombradas, seguirán reapareciendo. ¿Se trata entonces de una herida abierta? Y sin hacer política de la herida abierta, ¿hay que aceptar que existen cosas que no son simbolizables?
La política de los huesos: No entregar los cadáveres
El proyecto de abolición de la identidad se apoyaba en la consigna de “No entregar los cadáveres”; así, muchas de las personas asesinadas, perfectamente identificadas, fueron inhumadas como NN –es decir, nescio, no sé. En muy pocos casos puede leerse en los libros de los cementerios “NN” y, a su lado, “fulano de tal”. O como el caso de Daniel Barjacoba, enterrado como NN en el cementerio de San Vicente, Córdoba, que figuraba en los registros de la morgue como “Fosa común, Pilote 5, números 1040 1060”. [9]
Como bien señala Cohen Salama en su libro Tumbas anónimas, la decisión de hacer desaparecer no solamente a las personas sino también a los cadáveres, se tomó no sólo respecto a los desaparecidos, sino también a los muertos en “enfrentamientos” –es decir, se estableció una política de la desaparición de los cuerpos que de alguna manera duplicaba la política de exterminio. La declaración de la muerte de los desaparecidos implicó un conflicto tanto para el gobierno militar como para las organizaciones de Derechos Humanos y para los sectores políticos.
Ya se han hecho análisis discursivos sobre los modos lingüísticos de denominar a los desaparecidos. Para referirse a ellos, el general Viola usó la expresión “ausentes para siempre”. En el Documento final, escrito en 1983, concluye que “había que darlos por muertos”. La elipsis implícita en la frase “ausentes para siempre” indica no sólo la idea macabra de un viaje sin retorno, sino también el concepto de una presencia sin corporeidad. La expresión “ausencia forzada”, presente en muchos recordatorios, funciona como una respuesta desplazada al “ausentes para siempre” de Viola.
La búsqueda de restos ha dado lugar a más de una escena macabra. Por ejemplo, cuando un equipo forense estaba trabajando en un cementerio, se realizó una manifestación de repudio de una fracción de las Madres de Plaza de Mayo que se dieron cita en el lugar. Existen testimonios que se oponían a la búsqueda porque ésta “implicaba poner en duda o hacer vacilar la creencia de un posible regreso”. [10] “Yo los huesos no los quiero. Yo siempre voy a negar una identificación”: hay un largo camino de huesos en esta historia. Este horror, como señala Pilar Calveiro en su excepcional libro Poder y desaparición, llegó hasta las propias familias de los desaparecidos. [11] Se trata de devolver un nombre y una historia, función que el epitafio condensa de manera ejemplar. Es decir que la política de los huesos se podría situar en un doble registro que articula, por un lado, el programa genocida del gobierno militar –“Los cadáveres no se entregan”–; y por otro, la acción de una fracción de las Madres de Plaza de Mayo, cifrada en la consigna “Aparición con vida”, La expresión “detenido/ desaparecido” también implica cierta suspensión, cifrada en la consigna “Los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos”. Aunque no debe perderse de vista su valor metafórico y de consigna, pareciera que estas expresiones exceden esa dimensión.
“Todos sabemos que los desaparecidos están muertos, pero un país no puede manejarse con fantasmas”: la frase pertenece a Ricardo Balbín, en quien el cinismo político deviene hipocresía. El punto es dónde situar ese plural, “Todos sabemos’. Para diferenciarse, el cinismo militar devino técnico y no hipócrita: “La dificultad de ubicar la identidad dependía de los guerrilleros”. Nombres falsos, huellas digitales borradas... Muchos de los “caídos”, dice el Documento Viola, “no poseían documentación”. Y es más, continúa, “algunos tomaban cianuro durante los enfrentamientos y como no se los reclamaba iban a una fosa común”.
Fue con la Gran Guerra que se produjo la masificación de la muerte. Con ella, se pasa a otro estado, a otro concepto del cadáver. Ya no se trata del paisaje del cuerpo entero, sino de sus partes: ojos desorbitados, piernas amputadas, cabezas decapitadas. Carine Trevisan. [12] Falta la cosa y, sin embargo, indica Carine Trevisan en su libro Fables Du Deuil, hay signo, aunque de este signo se haga un culto. El horror de la muerte en combate se glorifica. Pero de acuerdo a la experiencia vivida en la Argentina, ¿qué ocurre cuando no se reconoce el combate? Si la mayoría de las veces el desaparecido ni siquiera tuvo la oportunidad de lo que oscuramente se llamó un “enfrentamiento”, la expresión “caídos” es entonces una elipsis cínica.
Después de la marcha multitudinaria de 1996, a veinte años del Golpe, los recuadros-lápidas publicados en Página 12 comenzaron a consignar y a reivindicar con frecuencia el origen militante de los desaparecidos. [13] A esos espectros ya no se los recuerda únicamente como víctimas inocentes, sino que se los exalta en su carácter vital de militantes políticos. Quizás haya que desarticular el carácter aparentemente solidario de los dos términos. Es posible que bajo el tópico “inocentes” o “víctimas”, puedan leerse en algunos recordatorios no sólo los datos de filiación, sino también la palabra “secuestrada”, “asesinada” o “torturada”. Es decir que el texto se completa con las cualidades morales de la persona, como por ejemplo, haber sido alumna/o, o abanderada/o. Se siente aquí la necesidad de incluir datos de un valor afectivo y ejemplar. Pero resaltar las virtudes del asesinado podría llevar a justificar, en ausencia de dichos rasgos o en posesión de otros rasgos considerados negativos, la expresión que circuló y funcionó durante el Proceso: “Algo habrá hecho” –legitimando cualquier grado de atrocidad.
A diferencia de lo que puede leerse en los diferentes documentos episcopales, en ninguno de los recordatorios, incluso en aquellos que invocan una creencia religiosa o a Dios, se aboga por reconciliación alguna. En el extremo opuesto se encuentra la figura del Apocalipsis que se menciona en el Documento final. La civilización cristiana incluye la figura del Apocalipsis para dejar un margen eterno que justifique teológicamente el error.
La estetización de la muerte
Estos recordatorios nunca son estéticos, aunque a veces utilicen elementos estéticos –poesías, letras de canciones, citas del Evangelio o literarias. Tienen una estructura monótona, repetitiva y estereotipada. No podría ser de otra manera: si hay algo en ellos de ese real, van a retornar una y otra vez como la marea, aunque el agua del mar o del río devuelva los cuerpos irreconocibles.
Este parágrafo dialoga con el número 10 de la revista Confines, por considerar que los textos allí publicados tienen interlocución directa con El derecho a la muerte escrita. El título que los agrupa, “Las maquinarias de la memoria en la Argentina”, indican la orientación de alguno de los temas tratados en este libro, fundamentalmente en este Postfacio. [14] Para mí es indudable que esto no es tierra de nadie, sino de todos. Pero es necesario examinar ese todos, que retorna como un nido de víboras. Por eso mismo, sería casi obsceno pretender arrogarse una autoría intelectual en este campo. En esa dirección y desde esa perspectiva, sería deseable que fuese examinado El derecho a la muerte escrita.
En uno de esos artículos, “Una imagen filmada de Azucena Villaflor”, Horacio González analiza a las derechas decadentistas post-románticas y simbolistas del siglo diecinueve y del siglo veinte, que en nuestro país intentaron forjar una completa antropología política sobre el culto a los muertos. [15] Entre nosotros, Lugones representaría la cristalización de ese pensamiento cinerario y helenizante. González traza brutalmente una genealogía que va de Lugones a Massera, en la que los antiguos lenguaraces de derecha, que interrogaban cementerios gloriosos, serían sustituidos por personajes patológicos. Sin duda la patología es una categoría como cualquier otra; sin embargo, su uso atenúa el valor descriptivo de lo que González quiere demostrar, porque llevado quizás por la fatalidad de la lengua, ha hecho una patología de un acto ético.
González describe en términos concretos la legalidad de ese derecho tumular ejercido por la derecha y heredado por la ideología masserista: “Esperpentos que querían encumbrarse como asesinos que proclamaban un turbio acto de propiedad devocional sobre sus inmolados. Era el legado simbolista de las derechas tumulares”. La posición de Lugones, el silencio de los muertos, puede equivaler para González a una incapacidad de convertirnos en sujetos de un en sí y para sí de la justicia. “El horror del silencio de los muertos” tenía en Lugones la dimensión pavorosa de “estar dentro de nosotros mismos, expuestos a la cobardía cívica”. A diferencia de esta derecha tumular, la izquierda estaría representada para González en la célebre frase del 18 Brumario: “las generaciones muertas oprimen como pesadilla el cerebro de los vivos. Mientras que las generaciones muertas representantes del pasado [no sé si equivale a generaciones de muertos] dejen de obrar con su peso pesadillesco que oprimen como pesadilla los cerebros de los vivos, la historia deberá resolverse con un sentido de futuro”. Estamos de acuerdo: se trata de una pesadilla.
Para Lugones, esos muertos siguen trabajando para nosotros, en la sombra, aun cuando seamos indolentes frente al contenido virtuoso de sus sacrificios. ¿Y nuestros muertos? ¿Son ajenos acaso a la virtud o al sacrificio? Bastaría leer los recordatorios aludidos para desmentirlo. Es cierto, como afirma González, que esa visión honorífica o heroica de un presente regido por los antepasados, esa herencia que es garantía del predominio de los pensamientos basados en la aureola del nombre, la jerarquía y la propiedad, han fundado el linaje cultural de las derechas ilustradas. ¿Pero cuál es la objeción? Si el mismo autor retoma esa genealogía para agregarle a la cuestión honorífica y épica de los años setenta, la muerte lúcida y la muerte bella, haciendo alusión a la Carta a mis amigos de Rodolfo Walsh. Incluso cuando critica la carta, no se le escapa la espina mística de una cristianización sacrificial. Pero es cierto, González, nuestros muertos no nos dejan indolentes, y mucho menos frente al aspecto sacrificial que le otorga una versión a esas muertes. Sí, también oprimen nuestro cerebro como una pesadilla –basta con recordar el sueño pesadillesco de un sobreviviente.
En su trabajo, González desmonta la frase pronunciada por Massera en el Juicio a los militares: “Una vez terminada la guerra, todos los muertos son de todos”. González sitúa la expresión totus tuus en su dimensión eclesiástica, como aquella voz dicha por un miembro del rebaño que, como representante tácito del grupo, entrega su cuerpo al pastor –el cuerpo suyo y el de todos. Bajo el tópico de lo conmemorativo, la expresión juega con la ambigüedad de la frase “los muertos de todos”. La operación discursiva que Massera pretende es el desplazamiento de “todos los muertos” a “los muertos son de todos”. Por otra parte, ¿lo que la frase deja traslucir es tan diferente de las interpretaciones de lo que sucedió durante el Proceso militar, “seguro que algo habrá hecho”? Y esta última expresión, ¿es equivalente a “los muertos son de todos”, que condensa ese pensamiento? ¿Implica directa o indirectamente una culpabilidad y una complicidad de una comunidad complaciente?
Es lógico entonces que, en su argumentación, González recurra a la noción de cenotafios secretos. Porque la cita que transcribe del documento masserista revela de manera brutal la conjunción de dos ideas que en principio tendrían una significación opuesta y que al hacerlas equivaler, cínicamente, se vuelven solidarias. La operación retórica podría condensarse en la fórmula “un secreto como la verdad de todos”, lo que lo obliga a introducir la palabra “comunidad” con una significación plural difícil de separar de ese “todos”. A la vez, “comunidad” alude a un matiz más complicado de ese “todos”, desplazado en la palabra “rebaño”, que en su connotación más popular tiene un valor depreciado en tanto alude a una totalidad amorfa e indiferenciada.
En el lenguaje funerario, “cenotafio” designa aquellos casos en que falta el cuerpo del difunto, y el nombre y el monumento mortuorio están en otra parte. Aquí, la palabra “cenotafios secretos” no alude únicamente a los cuerpos arrojados al fondo del mar o del océano, sino a la falta de nombre. Para Massera, la patria de los muertos se fortalecía precisamente porque “los cenotafios secretos confundían los huesos, los que habían sucumbido combatiendo mutuamente”. Es ese plural, “combatiendo mutuamente”, el que efectivamente la operación masserista buscaba producir.
El espejismo de restos
En su artículo “Una historia de la memoria para las muertes de la Argentina”, también publicado en el mismo número de Confines, Nicolás Casullo formula: “Restos. Pero tampoco los restos humanos podían ser la historia que quedaba. La memoria debe atravesar hoy ese espejismo de restos”. Para Videla, agrega con precisión Casullo, el problema nunca fue dar muerte, sino qué hacer con los restos. Declara Videla: “No había otra manera. Todos estuvimos de acuerdo en eso. Y el que no estuvo de acuerdo se fue. ¿Dar a conocer dónde están los restos? ¿Pero qué es lo que podemos señalar? ¿El mar, el Río de la Plata, el Riachuelo?”
La cita de Videla le facilita a Casullo la metáfora del espejismo, a la vez que no deja de reconocer que lo que huele a podrido termina con cualquier ilusión. Casullo lee en esas profundidades oceánicas la culpabilidad de la conciencia comunitaria. [16] Por un lado, la memoria no es una prosopopeya que se autonomiza del discurso y actúa por sí sola. Por el otro, desde la comunidad, ¿los restos se independizan de los muertos? El mismo Casullo lo admite cuando escribe: “Restos, dice canallescamente Videla: los restos son aquellos, para él, que carecen de lugar de conocimiento”. La primera función de la muerte escrita es la identidad del difunto; la segunda, localizar el lugar dónde está enterrado.
En otro lugar del mismo texto, podemos leer: “Los restos nos imponen una presencia propia que lo comunitario soportaría sino a costa de una contra comunidad”. Como acabamos de ver, la cuestión es qué significan plurales tales como “Todos sabemos”, “Los muertos son de todos” o “La comunidad indescriptible”. Al menos sabemos que no es un plural retórico. ¿Existe algún lector que, ocupando cierta posición ectópica como la del filósofo, pueda situarse fuera del conjunto de ese plural? Escribe Casullo: “Pero finalmente, presencia totalizadora de la muerte que se consuma y se literaliza en las ilegalidades de nuestra historia nacional a partir de 1976. Contra un aberrante ‘fuera de la ley comunitaria’ que, como dice Oscar del Barco, fija el ‘no matarás’, es el Estado que catastróficamente la violó y consagró esa violación ‘cuando los jueces callaban o avalaban... cuando los sacerdotes lo justificaban, y también los artistas y los intelectuales’, en una sociedad que para el filósofo nunca podrá ‘volver a ser’ como antes ni saber qué es ahora”. ¿Los filósofos estaban fuera del desorden del mundo que entonces nos rodeaba? Creo que es posible interrogar a ese “todos” a la manera de Facundo, sin permitir que la esfinge nos interrogue desde la culpabilidad de la conciencia comunitaria o de cualquier otra figura semejante.
¿Cómo atravesar entonces este espejismo? Considero que tanto el plural al que hicimos referencia como la estetización de la muerte constituyen un obstáculo. Cenotafios secretos o república de osarios refuerzan el dicho “los muertos de todos” del proyecto masserista. “Hermanos” que se unen por la fuerza esencial de lo póstumo y que elude las identidades abolidas en una doble operación de negación. Como dice González, cuerpos destrozados, los nombres y los destinos apagados, en el fondo del océano. ¿Es únicamente el cinismo de Massera el que le permite apelar a este argumento? El mismo González demuestra que no: se trata de la derecha tumular que hace política con sus muertos. ¿Hay que oponerle entonces otra política de los restos? ¿O es que cierta conceptualización místico-poética que se le da a la muerte puede concluir en un callejón sin salida, aunque es cierto que se trata de sujetos de enunciación diferentes? Quiero decir, ¿qué política de los restos es la que se configura como diferencia respecto al legado simbolista de las derechas tumulares?
La muerte bella es el bello morir que, desde Aquiles, está ligado a los caídos en combate en el campo de batalla. Pero el cuerpo del guerrero también tenía un lugar fundamental en los honores fúnebres. No se trata, sin embargo, de lo que formula la consolatio “los hijos de dioses y héroes se mueren”, que implica lógicamente que “la muerte es el destino de todos” –donde reaparece el plural que venimos discutiendo. Se trata en cambio de que la condición de la bella muerte es que “los amados por los dioses mueren jóvenes”, sin olvidar que en la Grecia clásica los guerreros se volvían bellos si habían caído en combate. (Ya hice referencia a la expresión “caídos en combate”, chupada por la palabra “enfrentamiento”, elipsis cínica a la que apelaba el Documento final.)
Horacio González critica la muerte lúcida, a la que hace alusión cuando cita la Carta a mis amigos de Rodolfo Walsh. González la sitúa cerca de una hierografia martirológica y de un cristianismo sacrificial, que ilumina la oración walshiana, Cuando nos encontramos con el párrafo en el que Walsh descifra “la voz muerta de su hija” –uno de los párrafos más “asombrosos y conmovedores escritos en el seno de una historia de violencias y demasías”–, escribe Walsh: “Soy yo quien renace en ella”, con un tono místico que implica cierta idea de resurrección que González no deja de señalar. El mismo González argumenta que “desde los tiempos de la rubendariana de derecha en la Argentina –y el nombre de Lugones nuevamente debe ser solicitado–, nunca como en las atmósferas setentistas se había considerado el morir, el bello morir, el hórrido morir”, que González compara con la operación walshiana. ¿Qué es entonces lo que hace que la crítica se atenúe, con cierto aire poetizante? ¿El personaje Walsh? ¿La circunstancia dramática de su trágica muerte? ¿La muerte de una hija en boca de un padre?
La fatalidad de la lengua pierde entonces su valor metafórico y procede por metonimia. Sólo a causa de esto es posible la comparación de Walsh con Joyce, apelando a la contigüidad que les daría su origen irlandés y que le permite concluir que “al modo de una literatura acongojada de estatura trágica, entre los dublineses joyceanos y lo que otros irlandeses –pero éste es argentino– llamó un oscuro día de justicia”.
La cuestión es que por más violenta que sea, la estetización de la muerte no deja de ser iluminada, lo que hace que González atenúe su crítica para concluir en “la muerte iluminada miserablemente por la violencia política”. Es decir que la muerte lúcida es iluminada y la violencia política, miserable –el mismo argumento que le permite al autor criticar la estetización de la muerte por parte de las derechas tumulares. Es posible que la muerte haya dado lugar a una metafísica, devenida una metafísica de la muerte. Las cosas están en un punto en el que a causa de una inversión, la muerte se ha transformado ya no en una figura poética o en un tópico de reflexión, sino en una categoría estética, incluso una categoría de análisis político/filosófico. El caso más paradigmático de este fenómeno es el libro de Agamben sobre la escritura y la muerte.
Puedo coincidir con González respecto a los diferentes estatutos otorgados a la muerte y al silencio de los muertos, que si es una pesadilla que habla, es la pesadilla de la historia. Lo dijimos anteriormente, hay un recordatorio que sitúa esa pesadilla en la enunciación. González criticaba la operación de Massera desmontando el sintagma “los muertos de todos”, donde advierte que la maniobra cínica por excelencia consiste en transformar los asuntos de esta tierra en cuestiones a dirimirse en el más allá. Hacia allí apunta la conclusión masserista: que sucumbieran en un cenotafio común. Pero es por la expresión “mutuamente combatiendo” que la operación de Massera pretende que todos los muertos se conviertan en “los muertos de todos”. ¿Acaso se trataría de una república de osarios hermanados?
En principio, pareciera haber en Massera una diferencia con respecto a la paradigmática frase de Videla en relación al estatuto de los desaparecidos: “Los desaparecidos no están, son entelequias, son incógnitas, no existen”. Pero la idea que manifiesta en su pieza oratoria en el Juicio a las Juntas, implica una manipulación de cuerpos abstractos, de restos sin nombre, igualados por el sintagma “caídos en combate”. O, como señala González, algo todavía más siniestro, la de un panteón imaginario de esos muertos, según la idea de una comunidad de sacrificados que se habían combatido sin cuartel pero que ahora yacían indiferenciados, fundando una historia condenada a la rememoración común.
Podemos despertar, ¿pero a qué realidad? Porque la muerte como conceptualización y categoría de análisis puede llevar incluso a la idea de resurrección. Quiero decir, la mística conoce varias caras de lo inefable, y lo indecible es una de ellas. Lo innominado, la idea de vacío, lo incesante, pueden llevar a la conclusión de que la estetización de la muerte termina por hacer concordar los enunciados más extremos y diferentes. Me parece que un fragmento del texto de González se desliza hacia esa vertiente en la que la metafísica se superpone con la mística: “La desaparición implica la muerte, pero provoca el insondable problema de que anula el relato visible de su duelo y al mismo tiempo la torna incesante, imprecisa mas siempre presente. Es la dialéctica del desaparecido la que nos lleva a dialécticas simultáneas de momentos comunitariamente no sabidos y de una presencia en ese lugar perseverante del lenguaje donde opera la idea de vacío”.
Esta consideración me remite a la frase con que González inicia su artículo: “La circunstancia del morir fue siempre motivo de meditación poética”. ¿Pero por qué la muerte incesante sería una excepción? ¿No forma parte de ese romanticismo que vestía su lenguaje de luctuosas y crepusculares metáforas que el mismo González critica? Quizás sea hora de examinar la interpretación del concepto de “lo incesante” formulado por Blanchot, que en su deriva metonímica produce una poetización que acaba en una estetización de la muerte. La figura de lo indecible corre el riesgo de transformarse en impotencia teórica.
González señala una función del recordatorio, la de invocar la incapacidad de devolver la vida en un terreno que llama “de deseo metafórico”. Se refiere a las efemérides, al homenaje comunitario y a las instituciones que abordan el recordatorio desde el punto de vista del “como si no hubiera ocurrido” o “si él aún existiera, no hubiera ocurrido”, recurriendo a recursos retóricos tales como los tópicos “Nos iluminan desde la eternidad” o “Están más vivos que nunca”. El deseo de presencia convive allí con la evidencia de irrealidad, pues “es la presencia de un ausente, pero revela hasta qué punto la muerte es una supresión y al mismo tiempo una negación de lo que fue cancelado”. Situándolos en un mismo nivel sintagmático, la simultaneidad de los términos “supresión” y “negación de lo cancelado” permite una denegación que hace de la muerte una categoría estética de lo incesante. La muerte no es una repetición freudiana, sino un deslizamiento metonímico en la simultaneidad.
A esta colusión entre un plural que proviene de sujetos de enunciación que pertenecen a campos opuestos y una simultaneidad que resulta de la nivelación de conceptos que pertenecen a planos de teorización diferente, se debe una cierta confusión teórica, que genera como efecto una dificultad para pensar políticamente el problema. Esta dificultad puede producir confusiones que llevan a conclusiones aberrantes, incluso ajenas a nuestros propias ideas. Por ejemplo, Casullo afirma en su artículo que uno de los efectos fatales del Proceso sería la descomposición comunitaria, agregando que se trataría de “restos sin señas, es muerte de la muerte, aniquilamiento de lo aniquilado, asesinato del cadáver”. Es decir, se borran las huellas, pero las huellas retornan. Pero es difícil concordar con la conclusión de Casullo: “Es comunidad indescriptible, indescifrable, en eso tiene razón Videla”. ¿Cuál comunidad? ¿En qué momento? Dicho así, se trata otra vez del retorno de un plural que, bajo la forma del concepto de comunidad, se deshistoriza y, por lo tanto, se generaliza a lo largo de una argumentación que pierde su valor específico –es decir, la diferencia. Como diría Quentin Compson, este trabajo, como tantos otros, fue escrito para que se sepa... Para que se sepa, incluido el sonido y la furia que hay en el derecho a la muerte escrita.