De esa cruz de guerra que había recibido, Gaspar Almirante no había caído en cuenta.
Se la habían dado en 1917. En la guerra en la que no había caído.
En cuanto a saber lo que hacía ahí, en 1930, nadie en el mundo se lo habría podido sonsacar.
Quince edificios, cuando son de ladrillo, no hacen una escuadra, hacen un asilo.
Le gustaba ese año treinta. Treinta es una palabra que puede repetirse. A veces lo llamaban:
—Oh... Almirante.
Se había quedado plantado en medio del patio cuando ya era el momento de ir al comedor. Estaba el Almirante, que era él. Y había otro, el guardia, que pasaba dos o tres veces por día. Tenía otro nombre, pero él era el almirante porque era el jefe y tenía un uniforme azul y una gorra con dos agujetas doradas. La gorra estaba tan floja que sólo se veían las agujetas de oro por delante, arriba de la visera.
Treinta fue un año en el que hubo sol. Jamás hubo tanto sol. En este asilo, Gaspar Almirante se encontraba como un hombre que hubiera dado la vuelta al mundo quién sabe cuántas veces, periplo interminable, y sin embargo ahí estaba, desde hacía años, como si hubiera tomado la decisión de detenerse, un día cualquiera, porque había sol y un sol como ese no lo había en ningún otro lado. Estaba ahí como al borde del mar. Pero del mar, ese hombre no había escuchado nunca nada. No sabía que existía. No conocía siquiera el nombre. La luz del sol no era la misma. Era el mar.
A lo largo del trayecto que ese hombre hubiera podido hacer antes de quedarse ahí, se podría decir que no quedaban huellas en ningún lado.
Gaspar Almirante estaba simplemente en la luz del sol y era la primera vez que veía una luz así, simple, plácida. La veía por primera vez y la reconocía, sin ningún recuerdo de la otra vez.
El mar estaba quizá a veinte kilómetros, quizá a treinta, pero el treinta ya estaba tomado por el año.
Que un trayecto tan largo no deje huella puede querer decir que no sucedió, pero los lugares no guardan huella de los trayectos. El hecho es que Gaspar Almirante no estaba en sus cabales. Aunque de hecho no los buscara. El doctor ya lo había dicho: “Pérdida de memoria”. Gaspar Almirante había pensado: “¿Y tu madre?”, pero no había dicho nada. Tenía pensión.
¿Lo que le importaba? Estos tiempos, la palabra treinta.
De la guerra no había vuelto. Y es verdad que había de qué volver. Todos esos hombres enterrados, algunas veces para intentar seguir vivos y otras porque estaban muertos. Entonces no se enterraban ellos mismos, se los enterraba y sobre cada montoncito se plantaba una cruz.
A Gaspar Almirante, la cruz se la habían dado porque se le había encontrado vivo. Él había pensado que no la merecía seguramente; no la cruz, sino la vida.
A decir verdad, no se trataba de mérito. Pero Gaspar Almirante no había encontrado la palabra. Nadie la hubiera podido encontrar.
Hay palabras que no existen. Imposible entonces pensar los eventos.
Es a partir de entonces que el periplo de Gaspar Almirante se había puesto en marcha. Y es también a partir de entonces que mi trabajo comienza. Me di a la tarea de contar el largo trayecto, aunque no existan palabras para hacerlo.
Conocí bien a los dos almirantes, uno de los cuales se escribe Almirante. Puedo decir que viví cercano de ellos, durante años. Los veía todos los días.
¿Gaspar Almirante había perdido la razón? Este largo trayecto que tengo que describir no es de ningún modo el que él hubiera tomado para reencontrar la razón, la cual le importaba un carajo. Ver la luz le era suficiente y es evidente que no podía tener ambas: ver la luz como él la veía y recordar su historia. Ni siquiera tenía la opción.
En cuanto al otro, que se llamaba Dernouville, amaba su uniforme y no amaba a su mujer. No sabía por qué se había ligado con semejante arpía. ¿Acaso amaba la vida que llevaba? Nunca me lo dijo y no se lo pregunté a nadie.
Si fuera capaz de decir: “¿Y la vida que llevas, la amas?”, este relato, no lo escribiría.
Haría falta ser completamente otro, y no veo por qué de ese otro tendría que hablar.
El almirante no tenía otra vida que la que llevaba, ni tampoco otro cuerpo.
El asilo era inmenso. Habían también subterráneos. Es verdad que había habido la guerra de 14-18.
Decir que nos encontrábamos en 1930 no tiene gran importancia. La ciudad estaba muy próxima. No tiene importancia para este relato. Estaba ahí, y eso es todo. Ahí vivía yo, pero sólo durante las noches.
El tiempo de mis días lo pasaba en el asilo. Importa poco lo que ahí hacía. No mucho más que sólo estar.
Algunos días, la amplitud del cielo era sorprendente. A nadie le importaba, y yo mismo no me había percatado hasta ver los ojos de Gaspar Almirante. ¿Ojos de ciego? Ojos que no miraban nada. Es muy difícil ver sin mirar. Los ojos entonces respiran o beben, las palabras faltan.
Dernouville tenía una bicicleta que rechinaba por todas partes. Me decía:
—¿Qué dice, crápula?
Estábamos en el caminito de cemento que atravesaba el asilo, de la reja de entrada hasta los bordes de un terreno baldío que parecía inmenso y al cual había que darle la vuelta por un camino de tierra que bordeaba los pabellones idénticos.
De lo que Dernouville hubiera podido hacer antes de ser guardia, yo no sabía nada. Que de guardia hubiera pasado a jefe de guardia era un hecho inexplicable. Lo veía como tal, seguro de nunca saber cómo los eventos se habían encadenado. Y no tenía la menor intención de informarme. El hecho estaba ahí, intacto, y así me gustaba. Me sorprendía a mí mismo cada vez que pensaba en eso, varias veces por semana; toda sorpresa era bienvenida. Cuando la vida cotidiana se hacía monótona, pensaba en aquel armazón vestido de azul marino.
Marino, nada más que la palabra. ¿Iletrado? Dernouville lo era seguramente, lo que volvía aún más increíble su ascenso en grado. Tenía siempre un escriba en su oficina, un enfermo internado para siempre. De hecho, todos los demás también estaban ahí para siempre, todos ellos, más de mil; y ese escriba era un perfecto esclavo, sin cambios de humor ni impaciencias, aplicado; apenas si tenía un olor. Su rostro era como sus manos y no expresaba nada más.
Había leído suficientes libros para saber que algunas veces la tripulación se amotina y un contramaestre o algún otro miembro de la tripulación se hace capitán.
Es quizás eso lo que había ocurrido en este asilo. Había habido un motín que había sacado a Dernouville de su compartimento.
Era un hecho conocido de todos pero del cual nadie hablaba. Quizá el verdadero jefe de guardia estaba entre los enfermos, vestido de pana, resignado a permanecer en silencio.
Pero era poco probable. ¿Y por qué la complicidad tácita de la administración? ¿Qué secreto habría entre el almirante y los médicos, que eran dos, uno y otro expertos para los tribunales? Me detenía ahí, en ese secreto, tesoro indescifrable.
Había leído y releído a Joseph Conrad y Herman Melville. Leer es poco decir: había vivido sus relatos.
Estuve a poco de partir con otros dos en un barco de nueve metros de largo hacia las islas del Pacífico, y se sobreentendía que era para traficar. A último momento, el que debía ser el único jefe a bordo, porque era el que sabía tripular un barco, había desaparecido. Fue en 1927. A partir de entonces me volví institutor, y en 1930 todavía lo era, institutor en este asilo. ¿Puesto usurpado? Nombrado, lo había sido en forma buena y legal. No me podía quejar de mi suerte. Y de hecho no me quejaba.
Cuando Dernouville me decía: “¿Qué dice, crápula...?”, me sucedía pensar que crápula sí lo era efectivamente, mientras que institutor no, por nada del mundo. Pero entonces el asilo estaba poblado de crápulas, y más allá del asilo, la ciudad y el mundo.
Dernouville lo sabía, eso es todo. Él vivía sin ilusiones. Y eso lo ponía de buen humor, a decir verdad. No le impedía para nada hacer su trabajo. ¿Qué trabajo? El de jefe de guardia. Nunca supe lo que hacía y nunca lo discutimos; si bien algunos días, viéndolo pasar en su bicicleta chirriante, parecía en busca de lo que podría hacer, otras veces parecía tejer una red de trayectos sin la cual el asilo no se hubiera sostenido.
Me ha pasado ver un viejo edificio que en su tiempo debió ser un castillo, ya sin techo, los muros derrumbados, y sin embargo una esquina había resistido, nada más que una esquina de muralla de altura sorprendente, más de veinte metros, quizás treinta de alto, y de abajo hacia arriba, en el rincón, telarañas, algunas del tamaño de monstruos prehistóricos desaparecidos para siempre. No era del todo razonable pensar que esas telarañas tejidas en la Edad Media habían, a partir de entonces, sostenido las murallas. Yo entonces no lo pensaba, pero muchos, sin embargo, debían haber sentido sin decirse realmente que sin los trayectos del almirante el asilo no se habría sostenido. No se trataba de muros.
¿El asilo? Se trataba de otra cosa que tenía su densidad propia, su cuerpo, que era otra cosa que los cuerpos de todos aquellos que vivían ahí.
Y entre todos ellos, Gaspar Almirante.
De lo que estoy seguro es que sus ojos eran atraídos hacia Dernouville. ¿Atraídos hacia? Su rostro seguía la bicicleta que avanzaba y el almirante encorvado encima; de lejos se hubiera pensado que sufría, que vivía un suplicio, una tortura en la que nadie podía ver al torturador; y el rostro de Gaspar Almirante volteando hacia él, como una planta que siguiera la lenta marcha solar.
Tumulto no había, los ruidos se evaporaban. Y de hecho eran siempre los mismos, los mismos ruidos, como una bruma siempre, a ras de marea, siempre la misma. Había días en que los ruidos no se elevaban. Se arrastraban, enmarañados los unos en los otros, a altura de hombre. Esos días, el almirante estaba preocupado. Sabía que no había nada que hacer. Verificaba que todo estuviera bien arriado en sus calas. Bajo la mayoría de los pabellones, había un corredor y de cada lado las puertas de las células. El almirante verificaba cuántas puertas estaban entreabiertas, subía a la sala de estar, sin aliento, como si esa bruma de gritos y de ruidos lo hubiera vuelto asmático; algunos guardias lo saludaban a lo militar, se quitaban la gorra sólo frente al jefe de guardia. Habiendo sido saludado a lo militar, el almirante mostraba a un enfermo o a otro, con un golpe de mentón sacudía la cabeza hacia abajo, hacia allá abajo.
Presentía a los agitados. Era la rutina, pero una rutina agitada. Me sucedía acompañarlo. Jamás vi al almirante ofender a un enfermo. Me decía: “los chiflados”, pero sólo me lo decía a mí.
Cuando uno escribe, sólo la palabra es. Y es imposible transcribir el tono de la voz. En realidad, sólo el tono tiene importancia.
Muchas palabras que serían necesarias no existen. Entonces es necesario tomar otras que de hecho uno apenas escucha. Todo el querer del que las pronuncia está en la sonoridad de la voz, en los armónicos.
Nunca he escuchado a un marino hablar del mar, no sé si de hecho hablen de él. Puede que no. Pero puede suponerse a un ser humano que hubiera pasado su vida en el mar y que hablara de las olas. Sólo podemos suponerlo. Él diría: “las olas...”, y su voz entonces la podemos inventar, componer, crear, casi escuchar. Es la voz del almirante diciendo: “los chiflados”, para reír o llorar, que es la misma cosa.
No partí entonces a las islas del Pacífico, y el mismo momento no se presentó más. Conocía suficientemente bien la vida para saber que los momentos tienen lugar una sola vez. Y si no tienen lugar esa vez, se acabó, para siempre. Dejan una muesca. Todo está listo para que el evento suceda. No sucede, y algo en nosotros queda abierto, a flor de piel, y eso es todo. En lo que a mí concierne, se ve el tamaño de la abertura; se trataba de océanos y yo estaba en el asilo. No estaba herido. No tenía ningún arrepentimiento. Sentía como una evidencia que Gaspar Almirante, inmóvil en el patio del Pabellón 9, estaba al borde del océano, escuchando batir el amplio movimiento de las olas; que lo que escuchara en el fondo de sus oídos fuera el flujo de su sangre no cambia en nada lo que tengo que contar, que a decir verdad no es una historia.
Sólo se trata de un evento, es decir, aquello que sucede y tiene alguna importancia para el hombre.
Que yo prefiera la palabra evento a cualquier otra, se explica fácilmente por el hecho de que esa palabra evento me viene de “event”, que quiere decir narina de cetáceo, y todo el libro de Herman Melville está ritmado por ese evento que sopla, y eso que sopla es la ballena blanca, Moby Dick, el ancestro de las ballenas, que es quizás un mito pero en el que todo el mundo cree; todos los arponeros la han visto o han creído verla.
Y ciertamente, yo solamente soy aquel que escribe, no soy aquel loco del capitán Ahab, viejo y terco loco con su pierna de hueso embonada en una muesca hecha a propósito en las gruesas tablas del puente para que se quedara trabada y permanecer de pie bajo la lluvia de las tormentas, más allá del Cabo de Hornos.
No había agujeros en el patio del Pabellón 9, y sin embargo Gaspar Almirante se encontraba plantado siempre en los mismos puntos; no habían más de cinco, uno los cuales estaba en medio del patio. Era poco habitual que Gaspar Almirante estuviera volteado hacia el pabellón. La costa debía estar hacia allá, del otro lado de la reja. En cuanto a lo que podía decidir que se plantara en un punto en vez de otro, nunca lo pude adivinar. Los pasos que daba parecían contados por el paso seguro del agrimensor. Lo más fácil de suponer era que escuchaba voces y que esas voces le dictaban dónde debía ponerse, y es verdad que parecía escuchar, la posición de su cuerpo era firme, ligeramente tensa, el rostro levantado. Me hubiera podido decir: una posición firme frente a lo Eterno. Pero esa interpretación me parecía demasiado fácil. ¿Daba la impresión de escuchar? No era razón alguna para suponer una voz, ni una ofrenda del rostro.
Durante sus vueltas, sucedía que Dernouville iba a verificar las cerraduras de las puertas de hierro que, en el sótano de algunos pabellones, impedían el acceso al subterráneo; las observaba de cerca y tomaba la cerradura con fuerza, jalándola y empujándola, para verificar sin duda que la puerta, sometida a la fuerza de algún movimiento, no tuviera algún juego, ya fuera a nivel de los goznes o de la cerradura. Algunas veces le daba incluso algunas patadas; su gran armazón se balanceaba. El rumor del pabellón, arriba, no libraba su contenido. Si había voces, no se podían distinguir en la bruma del ruido. ¿Algunas veces se trataba de un golpe o del choque de un talón contra la pared del pasillo? La palabra más justa para describir ese ruido no es bruma: más bien es oleaje. El ruido subía, bajaba, el edificio no se movía y, sin embargo, esos golpes hacían pensar en algo que se hubiera enganchado a un cabo y que estuviera golpeando el casco.
La luz del foco en el sótano era tan débil, tan amarilla, que parecía faltar corriente. Sin embargo, el foco jamás se apagaba. El almirante, apenas alumbrado, trabajaba en la penumbra. Se atareaba de tal modo que parecía verificar el cerrado hermético de una compuerta en un buque de carga. Aun si podía decirme que verificaba que nadie preparara una evasión, lo que podía decir se contradecía ante la evidencia de lo que veía; una tormenta acercándose, sin duda. Lo único que el almirante me había dicho era esto:
—No hay nada más peligroso que esta porquería de subsuelo. Una vez adentro, es el lugar ideal para que a uno le abran la crisma. Está lleno de recovecos; el que espera no ve siquiera al que viene llegando.
Lo que el almirante quería decir era que abrirse el cráneo de un golpe con una barra de fierro, aunque no fuera seguro de que se tratara efectivamente de su cráneo, no le parecía en lo más mínimo. Entonces tomaba precauciones.
O quizá quería decir que, al descubierto, ahí donde se podía ver que se trataba de él, no había nada que temer. Y quizás era cierto. Por lo que sé, jamás fue atacado cuando se veía que se trataba de él. Golpes había, sin embargo, y llamarlo ante cualquier amenaza era regla general. Dejaba su bicicleta bastante lejos del lugar del incidente. Tenía que llegar completamente erguido, con la espalda sin embargo un tanto arqueada; su sonrisa era entonces la mueca de un perro de caza. Observaba furtivamente a los guardianes atareados en contener al hombre exasperado. No se medía con él. Jamás lo escuché decir una sola palabra, ni siquiera hacer un gesto, salvo quizás sonarse la nariz. Y es verdad que su presencia parecía percibirse como un recurso disponible.
Se alejaba encorvado, como si, por no hacer nada, hubiera sufrido un tirón de espalda.
Se decía que Dernouville había sido proxeneta, y más precisamente en Dunkerque. Ciudad pequeña, vasto puerto. Y yo había nacido en Bergues, a algunos kilómetros de allí, ciudad rodeada de murallas que no tenían ya razón de ser.
Ya lo dije, de su pasado Dernouville no hablaba nunca. Aun los que contaban su vida no hacían referencia nunca a lo que él hubiera dicho.
Su esposa habría sido una prostituta que él habría desposado cuando era guardia. Vivía con ella. El jefe de guardia tiene derecho a un departamento en el asilo. Pero la costumbre prescribía que la mujer tuviera un trabajo. Sólo las esposas del personal de alto rango eran esposas y nada más. La única vivienda disponible era una casita plantada como caseta de vigilancia a algunos metros de la vía del tren, único lugar por donde pasaban los trenes de carga. Entre la casita y la vía había una reja, una malla de fierro que marcaba el límite del asilo a lo largo de kilómetros y kilómetros. Entre el adentro y el afuera, esa malla oxidada. La casita estaba dentro, la vía afuera, la malla se interrumpía para dar lugar a un portal de dos batientes del grosor de una pulgada. El portal podía abrirse, aun si una pesada cadena lo mantenía cerrado. De ese portal Margarita era la guardiana. Pero había hecho falta que Dernouville y Margarita se casaran. Era lo de menos.
Solía acompañar a Dernouville hasta su casa. Las palabras dicen demasiado. En la casita al borde de la vía del tren, es poco decir que no se sentía cómodo. No se encontraba. El individuo que ahí estaba, un tanto cabizbajo, el codo mal acomodado sobre la mesa, vaya uno a saber quién era. Margarita se parecía mucho a un pequinés. Hacía una mueca en mi dirección, que debía ser una sonrisa de cortesía, y parecía ofuscada cuando miraba al almirante. La impresión que daban su actitud y sus gestos se podría traducir como: “Ahí está otra vez este...”. Y a causa de los rumores, yo la veía en un lupanar, más burdel que otra cosa; pero no todos los clientes subían, no era obligatorio, y un cliente no paraba de volver, un poco más gordo cada vez, cada vez menos deseable, pero obstinado, y ahí estaba otra vez.
Y es verdad que Dernouville tenía la apariencia un poco dislocada del tipo que acaba de llegar tarde a la salida del puerto de su buque de carga; y entonces, ¿qué otra cosa hacer? ¿Qué se puede esperar de un puerto donde los buques ya no pasan?
Ese era el último. Ya nunca jamás habrá otros.
Jamás es una palabra inmensa.
Con sólo decirla, el tiempo desaparece.
Y es aquí que comienza el relato. En un asilo el tiempo no existe. A los que ahí viven no les parece largo el tiempo. El tiempo no les aparece. El tiempo se ha retirado, un espacio emerge. Ni siquiera se puede decir que el tiempo pasa en otro lado. Porque no se trata de un río. No se dice que el mar o el océano pasan.
El almirante, en el sótano, cuando verificaba las puertas de hierro que impedían el acceso al subsuelo, aun si pensara en las evasiones posibles, obraba a su modo muy cotidiano para que no hubiera infiltraciones o una irrupción de tiempo en las calas.
Conque dos o tres chiflados retomaran el curso de su propia historia y la brecha estaba abierta. Cada día el almirante no vigilaba a unos y otros. Vigilaba al asilo. No se trataba de impedirles escaparse. La evasión era lo que empujaba afuera. Y es verdad que una evasión hacía cuentos y los cuentos tienen lugar en el tiempo. Si pueden tener lugar, es prueba de que el tiempo se ha infiltrado. Y el almirante era eso lo que vigilaba realmente, los charcos de tiempo, aquí y allá. Tenía el ojo. Los veía espejear.
Se me dirá que el tiempo no se ve. Todo depende de quien ve. Un charco puede hacer de espejo y reflejar a los que están alrededor, que se ven en el agua del charco. Para el ojo paciente y entrenado de Dernouville era lo contrario. Al ver a unos y otros, detectaba los charcos. Había sobre ellos algunos reflejos, en sus rostros, en sus manos, en el terciopelo áspero de pana que era el uniforme del asilo, reflejos móviles como los que se ven bajo los arcos de los puentes o en los flancos de los barcos.
Sobre algunos, la luz del reflejo era tal que estaban encandilados y sus ojos se cerraban a medias. El almirante buscaba, atravesando cada sala de estar, cuántos estaban encandilados. Los que debían escapar juntos no estaban cerca el uno del otro. Se mantenían a una distancia prudente y no se miraban nunca. Su actitud era a menudo más afligida que de costumbre. Y era precisamente esa discordancia entre la actitud encorvada y vacía y los reflejos del proyecto común lo que alertaba al ojo de Dernouville. Sentía, cada vez una alegría siempre intacta. Y esa alegría era común a los cinco hombres, si los fugitivos eran cuatro. Era esa misma empresa la que tiritaba en sus miradas; ¿Dernouville haría todo para hacerla fracasar? No cambiaba el hecho de que estaban ocupados en la misma cosa, una cosa que, a decir verdad, no existía. Era de crear, entonces, de lo que se trataba.
Aun cuando había detectado a los futuros fugitivos, el almirante sólo podía esperar. Lo importante no eran, uno u otro, los que esperaban huir, sino por dónde, cómo y cuándo. No se jactaba en lo más mínimo de conocer a los chiflados. Sólo los conocía ahí presentes, sentados en las bancas o deambulando en las salas de clase y de estar. Un buen número de ellos había evitado el tribunal penitenciario por algún crimen cometido en estado de demencia. Pero siempre me pregunté si Dernouville sabía leer. Jamás lo vi leer un periódico, un libro o un expediente. Los expedientes de los pensionarios los llevaba envueltos en una toalla, cuando escoltaba al médico en su ronda. A algunos pasos del médico en bata blanca, daba la impresión de un animal famélico, atado a él por un lazo invisible, y ambos caminaban, regresando de una feria, y el hombre en blanco no había encontrado comprador para la gran carcasa a sus pies. Quedaba claro que no lo encontraría nunca. El almirante lo seguía a zancadas un tanto flojas, más camello que buey. Pero ¿quién en nuestros parajes quisiera comprar un camello? Recorriendo de ese modo todos los días los pasillos del asilo, me decía que Dernouville debía perder su estatus. Solamente la devoción manifiesta hacia ese pequeño hombre que caminaba rápido era deplorable. Sólo comprendí más tarde que, en ese ceremonial, su estatus hundía algunas raíces. En los expedientes, el almirante lo sabía bien. Lo que estaba escrito era secreto y lo que en esas hojas estaba escrito hablaba de cada uno. Los pensionistas veían al médico escribir y sabían que lo que ahí estaba escrito hablaba de ellos, de cada uno de ellos. Escribía, y lo que su mano hacía entonces era el gesto mismo de escribir. ¿Escribir una carta? ¿Pero para quién? Para nadie. Jamás esa carta le llegaría a nadie. Estaba escrito. El almirante, de pie, esperaba. El médico le deslizaba el expediente abierto. En las hojas escritas, el almirante verificaba que la tinta estuviera seca. Cerraba el expediente y lo deslizaba en su maletín. ¿Acaso algunos pensionistas se jugarían su suerte? Donde vuelven a resurgir la historia y el afuera. El almirante estaba ahí para volver a cerrar el expediente. Era su oficio. Hacía los gestos sin ninguna intención y sin pensar en nada sobre la suerte de unos y otros. No pensaba en lo más mínimo, de ninguna forma y de ningún modo; los uniformes de pana sí los veía. Sucedía que los veía como un niño de tres años ve un mapa del mundo, y el mundo entonces no existe. Y el niño de tres años, sobre la suerte del mundo, no puede hacer nada.
Se podría pensar que Dernouville no era humano. Escribo este relato más de treinta años después de ese año treinta. Jamás encontré un ser más humano que ese ser. O más bien, puedo escoger entre dos seres: Gaspar Almirante y él. Ni uno ni otro pensaba en el hombre, y por dos razones totalmente diferentes; para Gaspar Almirante el hombre había desaparecido en 1917, y para Dernouville hombres había demasiados para que pudiera pensar en cada uno. Para Gaspar Almirante el hombre no existía, para Dernouville había más de mil, muchos más si se cuenta a los guardias, cuya suerte, al menos durante el tiempo que pasaban en el asilo, dependía de él; todo un mundo que existía, mientras que, en general, cada uno hace un mundo de lo que cada uno es.
Traducción: Martín Molina Gola