Las relaciones entre la música y el psicoanálisis pueden establecerse de tres maneras: desde un punto de vista histórico para buscar en qué momentos la música ha tomado lugar en el movimiento psicoanalítico, en la escritura del psicoanálisis y en la reflexión del psicoanalista. Desde un punto de vista conceptual cuando se busca transmitir una noción de una disciplina a otra o condensar dos nociones para caracterizar de mejor manera un fenómeno. Y, como continuación de este aspecto, pero desde un punto de vista más práctico, para constituir un espacio metafórico que permita el manejo de algunas cuestiones complejas en psicoanálisis. Desarrollaré sobre todo este tercer aspecto; pero quisiera, previamente, introducir algunas palabras sobre los dos primeros puntos de vista.
Desde el punto de vista histórico, mi colega y amigo V. Estellon, en el artículo de la revista Topique «La música de las palabras a la prueba de escucha en psicoanálisis» [1] hacía referencia a numerosos autores contemporáneos que se han inclinado por el entrelazamiento de la música y el psicoanálisis, entre los cuales estaba D. Anzieu con el tema de la preeminencia de Eco sobre Narciso, la primera atrapada en la angustia del espejo sonoro antes que Narciso se consumiera en el espejo visual; G. Rosolatto sobre el tema de la relación con lo desconocido; E. Lecourt con sus trabajos sobre la musicoterapia; J. Cain, A. Brousselle, M. Imberty, M.F. Castarède, y también J.M. Vives, que ha trabajado sobre la materialidad del sonido y la especificidad técnica del arte vocal, de la voz pacificadora, pero que puede además desatar pasiones. P. Fédida, que fue su profesor, también hablaba, a veces, del «vientre del oído» para ilustrar la escucha analítica, invitando a los analistas a hacer resonar el cuerpo de las palabras en el conducto auditivo.
Escuchar el crujido de la voz, escribe por su parte V. Estellon, “…es proponerse como una estructura abierta, viviendo adentro como espacio acústico, capaz de reflejar imágenes, representaciones, ideas, afectos, recuerdos.» Estellon desarrolla más generalmente, también, la cuestión del tiempo y del intervalo en la escucha, incitando a «otorgar a las palabras el tiempo de deambular en el espacio de la sesión», a «redescubrir el autoerotismo del lenguaje». «Ciertos movimientos de repliegue en la escucha […] invitan a producir una distancia, una pausa, y autorizan, por eso mismo, a entrar en contacto de otra manera con un mundo interno».
Pienso también en André Green quien señalaba que Freud era sordo para la música, algo curioso en la Viena de 1895; aunque es necesario reconocer que, de cualquier forma, Freud hizo referencia a la música en ciertos trabajos. En el caso de Schreber, particularmente, hace alusión a un aria de Mozart; pero, de manera general, es necesario reconocer que «…Freud se sentía más cómodo con el universo del lenguaje, por lo tanto, el de la literatura, y el de la representación, en el caso de la pintura. La música no le aportaba un sustrato teórico» [2]. Freud no descuidó, sin embargo, el lugar del afecto como lo subraya Green, y se puede suponer que debía pensar probablemente que el afecto tenía algo que ver con lo musical individual, puesto que, de todas formas, resaltó el papel del ritmo, del movimiento, de la intensidad. Es necesario recordar que en 1920 Freud hace un descubrimiento absolutamente desgarrador, refiriéndose a los casos en los que el principio del placer fracasa, para finalmente proponer que habría algo anterior a la instalación del principio de placer. Ese algo se llamará en psicoanálisis «la actividad que liga de la moción pulsional». Ahí tal vez, señala A. Green, habría que «buscar la música, en esos primeros vínculos entre los ritmos, los tempos y los elementos musicales» [3], entendiendo que, como conviene destacar, si bien existen sociedades sin escritura, no existe una sociedad sin música.
Green insistirá aún, por su parte, en las características del proyecto musical y su relación con el cuerpo: “El proyecto musical consiste en dar una forma que pueda ser incesantemente retomada. La partitura y sus notas no existen hasta que no hayan sido interpretadas. Es la plasticidad de un Mozart lo que puede llevar a que uno lo sienta y coloque los acentos. Se aclaran o ensombrecen las notas de diversas maneras. No existe, por lo demás, una forma perfecta”. Así, estima Green, justamente, que “mientras existan intérpretes, existirá siempre la posibilidad de una creación diferente” [4]. Volveremos, sin duda, sobre la cuestión de la interpretación en relación con la música.
Luego, pensé, también, al preparar este seminario, en un texto de Theodor Reik, que leí hace tiempo, y que me pareció muy interesante en aquél momento, sobre el tema de esta articulación entre la música y el psicoanálisis que abordamos hoy.
Reik, al enterarse de la muerte de Karl Abraham, que fue su psicoanalista y amigo, se sintió súbitamente invadido por un tema de G. Mahler: el aria del coro de la resurrección de la sinfonía en do menor, que lo atormentaría entre el 25 de diciembre y el día de año nuevo de 1925. Un aria que infiltraría todos sus pensamientos y lo dejaría sin descanso durante la semana de reflexión sobre el discurso que tendría que pronunciar ante la Sociedad vienesa de psicoanálisis. Reik describe un enfoque que denomina auto-analítico, una experiencia interior: esta obsesión por un fragmento melódico. Nos enteramos, al leer la obra, que Mahler encontró la inspiración con la muerte de Hans von Büllow, su profesor y amigo. Reik teje a partir de esta aria, de la que no puede desprenderse, una verdadera red identificatoria, y no hace tanto una reflexión teórica, sino una elaboración secundaria de un material clínico, un recorrido de lo manifiesto a lo latente. En el curso de este texto titulado «Variaciones psicoanalíticas sobre un tema de Gustav Mahler», descubriremos que al año siguiente a la muerte del padre de T. Reik (en 1906) el psicoanalista oye por primera vez la Segunda sinfonía de Mahler y reconoce que no es por casualidad que este coro pudo conmoverlo tan profundamente y atormentarlo tantos días después de la muerte de Abraham. El movimiento final de esta segunda sinfonía venía como un llamado, tenía la impresión, que le estaba claramente dirigido.
Desde un punto de vista conceptual, podemos comparar o condensar ciertos caracteres musicales con nociones propias al psicoanálisis o a la psicopatología en general, de la misma manera que se ha podido establecer relaciones entre conceptos matemáticos y conceptos psicoanalíticos. Pensemos en Lacan, por supuesto, con sus matemas. Pensamos, también, en la noción de “pregnancia” del matemático R. Thom que ha podido ser comparada con la noción freudiana de pulsión.
Thom, que se interesaba en la morfogénesis, el nacimiento de las formas, había partido en realidad de una reflexión relacionada a los reflejos condicionados de Pavlov para llegar a consideraciones sobre el lenguaje. Seguía un enfoque que podríamos decir, a la vez, inverso y simétrico al del psicoanálisis, cuya experiencia parte, al contrario, del lenguaje y lleva a la conceptualización de las pulsiones. Sin embargo, su método y el del psicoanálisis tenían algo en común, la referencia al psiquismo [5]. Thom subrayaba, en particular, el problema cuantitativo y cualitativo de la intensidad de la «pregnancia», que abría hacia la noción, indiscutiblemente psicoanalítica, de “investidura” (pulsional). Esta noción de pregnancia ha interesado al psicoanálisis (más que la noción de prominencia). Ella proviene de la teoría de la Gestalt, la teoría de la forma.
Bajo este mismo modo de analogía entre pregnancia, pulsión e investidura podemos, me parece, acercar ciertas nociones de campos disciplinarios diferentes para representar de la mejor manera lo que está en juego en nuestra clínica psicoanalítica. Aunque por supuesto haya que tener cuidado a partir del momento en que salimos de su contexto –con el riesgo de utilizar desacertadamente– una noción, como, por ejemplo, en física cuántica la resonancia, la energía, la intricación, la superposición de estados. Como lo subraya el físico Julien Bobroff [6] que ha creado, sin embargo, un equipo nacional de investigación (CNRS) para vulgarizar las ciencias en general y la física cuántica en particular, buscamos a veces extrapolar a escala humana lo que sucede a escala del átomo siendo que ha sido demostrado suficientemente que ello no es posible.
Quisiera ahora intentar mostrar, desde el punto de vista de la práctica analítica y, en particular, del vínculo que mantiene el psicoanálisis con el tiempo y la temporalidad, cómo los conceptos musicales han podido constituir para mí un espacio metafórico y heurístico primordial, permitiéndome, particularmente frente a sujetos en situaciones extremas, elaborar una posición de respuesta al vacío, o a través de la negatividad, a la que soy llevado inevitablemente para trabajar sobre una pérdida obligada y anticipar algo sobre los tiempos venideros.
Un punto para comenzar respecto a mi campo de investigación, que he denominado “situaciones extremas”; luego, algunos elementos sobre las principales referencias que he podido encontrar para trabajar con sujetos víctimas de estas situaciones; en fin, en el marco de esas referencias, aquél relacionado precisamente con la música.
En lo que concierne a mi campo de investigación, he descrito o más bien reunido bajo la denominación de «clínicas de lo extremo» varios tipos de situaciones que he definido a partir de una práctica que he desarrollado desde hace varios años con sujetos que se inscriben en diferentes registros (suicidas, toxicómanos, enfermos de sida, personas en situaciones precarias, migrantes en su mayoría, personas que han sufrido traumatismos graves…) pero que pueden reunirse por el hecho de encontrarse frente al temor del desarrollo de un fenómeno interno a partir de un evento –sea de naturaleza somática, psíquica o social–, que los ha tomado por sorpresa y que ha tomado valor de advenimiento – entendiéndose, sin embargo, que no es el evento que da un carácter extremo a la situación, sino más bien la manera en que el sujeto lo percibe, en el momento, o solo posteriormente, el carácter radical y excesivo de lo que se estaba produciendo. Resaltemos de paso, por otra parte, que el trabajo del analista consistirá, a menudo, en reducir la importancia del evento para traerlo, como lo ha señalado F. Julien, al «afloramiento visible […] de una transformación que se mantenía en silencio» [7] de forma de poder generar nuevos espacios comunes en los cuales la palabra será susceptible de renacer.
Entonces, hago entrar en estas situaciones a sujetos que atraviesan momentos particulares de angustia, de desorden psíquico que pueden, por ejemplo, creerse condenados a muerte –manifestaciones psicosomáticas vinculadas con enfermedades graves, por ejemplo– y que, generalmente, se ven confrontados con un real de la cual se podría decir, por otra parte, que no entra generalmente en el marco del psicoanálisis, a pesar que el psicoanálisis sea muy útil para aprehenderla. Estos pacientes no nos llevan a inventar otra técnica, sino más bien un espacio psicoanalítico particular, propicio para poder acoger la relación que se ha instaurado en ellos entre fuerzas de vida y fuerzas de muerte.
Constatamos que estas situaciones extremas se aprehenden solamente en relación con la singularidad del sujeto que las atraviesa. Y, a veces, solo posteriormente se puede calificar una situación de extrema a partir de los efectos que ha producido sobre el paciente o sobre el analista.
En lo concerniente a mis propias referencias, que me permiten dirigir estas curas, de la calidad de la presencia que puedo ofrecer a mis pacientes a partir de lo que concierne a mis propios movimientos internos, por no decir contra-transferenciales, quisiera primero decir que el enfoque que defiendo entre la vía de la ensoñación y la del conocimiento solo puede entenderse al buscar mantener esa apertura de la cual Gadamer subrayaba la extrema importancia, y de la cual decía que solo se la mantiene verdaderamente cuando reconocemos la incapacidad radical de decir la última palabra en que nos veremos siempre.
Es a partir de lo que se esconde en la construcción de la transferencia en psicoanálisis que quisiera desarrollar mi comunicación y, a este respecto, al menos tres elementos son tomados en cuenta para que se instale ese campo relacional particular que es el de la cura analítica.
El primer elemento (debería decir uno de los elementos, porque no hay un orden propiamente hablando, no se trata de una sucesión de elementos sino de una imbricación de elementos) es de naturaleza metodológica. Son las referencias propias del analista, lo que recoge de su propia historia para iluminar, a su manera, la escena que se desarrolla frente o delante de él. El otro elemento metodológico de instalación del campo relacional analítico será la cuestión de la presencia. El tercer elemento tiene que ver con los movimientos contra-transferenciales, con la importancia de la aprehensión, de la duda, de «la aproximación», única manera de ser auténtico, decía Jankélévitch… la idea es situarse, me refiero al analista, con anticipación a la “afectación” del paciente, es decir, en una posición de escucha que podría decirse «justo a tiempo» con el fin de favorecer el surgimiento de los momentos-claves de la cura analítica.
Por mi parte, como decía, mis primeras referencias han sido precisamente los conceptos musicales. Estos conceptos me han permitido constituir un espacio metafórico y heurístico de predilección, sino para «visualizar los sentimientos» del sujeto, como lo he escrito en mi libro sobre «lo extremo en psicoanálisis» –porque pesándolo bien, los conceptos no permiten visualizar–, para formalizar primero en mi mente la confusión entre lo lejano y lo cercano, es decir, la dimensión de oposición entre ciertos datos. Se trata de identificar los contrastes y a veces ponerlos de relieve en el marco de una interpretación; en segundo lugar, como una manera de dar una tonalidad a la cura, finalmente un ritmo con la idea de reunir los contrarios, de buscar lo que puede nacer de su conjunción en lugar de oponerlos. Al reunir los contrarios en lugar de ponerlos en oposición, se crea un territorio completamente nuevo, como lo afirmaba el director Claude Régie en referencia a la obra de Pessoa.
Mis primeras referencias son musicales y es ante todo en el contexto de mi práctica clínica de larga data con sujetos propensos al suicidio en un centro de tratamiento para pacientes toxicómanos donde esos conceptos musicales me vinieron a la mente.
En este contexto, con mis primeras atenciones a sujetos que intentaban suicidarse, me sentí muy intrigado por sus conductas de desafío, especialmente logradas porque habían sido realizadas con verdadero riesgo, incluso si no habían llevado a la muerte, dejando la impresión de una lucha desigual del sujeto con una parte de sí mismo, y un movimiento de evitación respecto del saber. Me incitaban a trabajar tanto sobre la vertiente psicoanalítica de colapso del sentimiento de continuidad de la existencia, así como del fracaso de la interiorización del objeto, incluso de la falta de constitución del objeto, como la vertiente psiquiátrica en la búsqueda de un saber, de un método por no decir de una técnica que me permitiese aprehender el verdadero trastorno psíquico en este tipo de conducta.
La diversidad de los trastornos presentes en estos sujetos me llevaba a interesarme ante todo por la clínica descriptiva de la enfermedad mental, no solamente por la vía nosográfica, utilizada como una referencia posible, sino en la búsqueda sobre todo de abordar prioritariamente las regiones oscuras, las encrucijadas que colocan al caminante en una expectativa, incitándolo a tomar un atajo que imagine más pintoresco, para prolongar aunque sea un poco su recorrido a fin de descubrir un claro, o incluso a volverse sobre sí mismo para evaluar la distancia recorrida en función de la que queda por recorrer.
Así, con los sujetos que habían intentado suicidarse, a menudo poco locuaces después de un intento fracasado, se construye una relación embrionaria por el respeto a los silencios. Con respecto a los aspectos regresivos inherentes a todo intento de suicidio, el espacio metafórico se constituye sin los intervalos ni la altura absoluta de los sonidos. Se establece entre el sujeto propenso al suicidio y su psicoterapeuta una relación, podríamos decir, sin partitura, en referencia a la época de los «neumas» del año 850, ese conjunto de signos convencionales –puntos, comas, barras– que permiten inscribir los cantos litúrgicos en un pergamino sin que pueda construirse, sin embargo, un verdadero memorándum suficientemente confiable para los cantores. Estos sujetos propensos al suicidio me conducían hacia los orígenes de la música o, más exactamente, hacia el momento de la historia en que los sonidos comenzaron a ser designados y fueron así reproducidos. Es interesante señalar, por otra parte, a este respecto, que Guildo d’Arezzo se convierte en el inventor de la gramática de los sonidos armónicos y de los pentagramas de líneas extendidas para colocar las notas, finalmente llevado por la nostalgia de la voz perdida de su infancia, como lo señala P. Quignard.
El proyecto de este monje italiano nacido alrededor del 995 en el alto valle del Arno, y que paso buena parte de su existencia estudiando el canto coral de las ceremonias litúrgicas en la pequeña ciudad de Pomposa, en el corazón de una isla en triángulo que forman el Adriático y los dos brazos del Po, era transmitir las bases de la música «de una manera concisa y exhaustiva» a los niños. Era necesario, ante todo para ello, siguiendo al inventor, que las notas se mantuviesen en su lugar, separadas por intervalos inmutables. De este modo, Guildo d’Arezzo escoge seis sonidos, realzando siempre el mismo movimiento melódico –dos terceras mayores separadas por un medio tono–, que inventa, a partir de un himno para las vísperas de San-Juan Bautista, lo que se llamará la «solmización», método de solfeo fundado en el aprendizaje de un fragmento gramatical.
De la misma manera que en la época de Guildo toda lección de música comienza por el manejo del monocordio, instrumento de enseñanza y de cálculo de la altura de los sonidos proveniente de la Antigüedad, podría decirse que frente al despertar de un paciente propenso al suicidio el problema consiste, ante todo, en medir el valor afectivo de la relación con el otro, es decir, su propio peso comparado con el del otro, para que pueda nacer de esta relación casi numérica entre pesos respectivos algo del orden de «la gracia de los sonidos» [8]. Guildo se refiere a las notas como nosotros lo hacemos a los seres vivos. Me refiero aquí a los seres vivos como si estos figuraran notas o, más precisamente, como si constituyesen en sí mismos una melodía.
Un poco más tarde, en el marco de la consulta de adictología, en la cual me tocó trabajar, buscaba junto a una de mis colegas y amiga, la doctora Marijo Taboada, identificar lo que podía llamarnos la atención a nosotros como psicoterapeutas en el discurso, muy a menudo, estereotipado, aburrido y monótono de los sujetos toxicómanos que encontramos en la consulta. Comenzamos para ello a utilizar el concepto de disonancia. Utilizamos esta noción de una manera un poco diferente a la utilizada por los psicólogos sociales –este término ya es utilizado en psicología social, donde se habla de disonancia cognitiva para representar uno de los resortes principales de la sumisión–, para referimos, por nuestra parte, con prioridad, al concepto musical, es decir, a las disonancias que se encuentran en la constitución de la fuga durante las repeticiones, cada vez más cercanas, del sujeto y del contra-sujeto. Más precisamente, en ese contexto de las toxicomanías hacemos aparecer la disonancia como el producto de una condensación entre, por una parte, un concepto psiquiátrico bien conocido de discordancia, creado por Chaslin para significar la contradicción que aparece de manera simultánea en los ámbitos ideo-verbal, afectivo y de comportamiento en el marco de los trastornos esquizofrénicos, y por otra parte el intervalo musical que llama a una resolución de acorde armónico, tomando en cuenta que en la fuga, si las disonancias logran integrarse perfectamente en la composición a partir del momento en que son interpretadas en el movimiento, pueden también dar la idea de contrariedad a partir del momento en que nos detenemos en este segmento para examinarlo de cerca.
Esta condensación entre la discordancia y la disonancia musical –es del mismo orden que la constituida en la tragedia por la asociación entre peripecia y reconocimiento, volveré sobre esto– tiene la particularidad y el interés para nosotros de figurar, al mismo tiempo, la ambigüedad y la inversión: la discordancia está hecha de ambivalencia y de extrañeza, mientras que ve, por ejemplo, contrariarse la palabra y el gesto y mostrarlas acordadas o desacordadas en función de las notas que la preceden o la siguen. Así, la disonancia puede definirse, para nosotros, como el producto de dos conceptos y se revela, verdaderamente, como la más apta para calificar el aspecto particular del pensamiento, del afecto y del comportamiento del toxicómano, la expresión de un desacuerdo entre estos diferentes componentes [9], que pone nuestro oído de psicoterapeuta en alerta en el marco de esta relación eminentemente intersubjetiva que se construye entre el toxicómano y su psicoterapeuta.
Precisamente, esta metáfora musical se ha impuesto, de cierta manera, en el marco de una formalización de contrastes entre pensamiento, afecto y comportamiento, y he podido seguir utilizándola en otros campos a fin de figurar, en comparación con imágenes estereotipadas que ponían en riesgo de fijar al paciente en el pensamiento del analista, la partitura de nuestros encuentros a semejanza de una obra musical en proceso de creación.
En lo que respecta a la atención psicoterapéutica, incluso psicoanalítica de sujetos enfermos de sida, pude tomar con frecuencia elementos del lenguaje musical, no solamente para formalizar lo que estaba en juego en el marco de la cura, más precisamente, a nivel de las fuerzas de vida y de las fuerzas de muerte, sino también para figurar respecto de las imágenes relativas al sida, ya sea aquellas que obraban al interior del sujeto mismo, o aquellas que eran remitidas por el otro (aquellas también, a veces, relativas a los medios), y su presencia en la cura, y los movimientos transfero-contratransferenciales que permitirían al sujeto con sida reintegrar la idea de una vida en la que se encontrase inscrito un perpetuo comienzo.
Es también a partir del ejemplo de una formación musical en concierto que me he visto llevado a trabajar como supervisor en la atención psicosocial de sujetos en situación precaria. La tonalidad de las relaciones entre el trabajador social o el psicólogo y la persona que estos siguen, la necesidad de una unidad de medida común, el ritmo de la atención, las disonancias, los silencios también, han podido constituir otro tanto de expresiones metafóricas que me permitían analizar sobre los movimientos transferenciales, la noción de resistencia, la movilización de afectos, los procesos identificatorios gracias a los cuales la distancia justa podía ser establecida, la noción de disponibilidad interior del profesional y los problemas relativos al setting y a la ley.
A partir de la disonancia, la “conjugación” de conceptos musicales me ha permitido delimitar un espacio reservado, tanto para evitar, a nivel manifiesto, dejarme llevar al universo fantasmático de mis pacientes con el riesgo de inmovilizarme como, a nivel latente, no dejarme fascinar por mi devenir al interior del otro en situaciones de hipervigilancia (cf. los estados hipnóticos de F. Roustang). También y ante todo, este espacio me permite hacer acceder el discurso del paciente a la dimensión del mito, porque el drama que nuestros pacientes nos presentan debe pasar por una construcción imaginaria del analista para que en la sesión sea representada la tragedia que tuvo lugar en otra parte, sin el analista; este último tiene que impregnarse directamente de ella, incluso desempeñar un papel. Este espacio reservado –para mí musical, pero, tal vez, para otros pictórico, lingüístico o vegetal– prepara, de alguna manera, la construcción del espacio transicional que tiene la particularidad de ser alcanzado por el tiempo y crear la posibilidad de un viaje de lo interno hacia lo externo, de un movimiento para alcanzar el objeto real proveniente del objeto interno. El universo sin lenguaje de la música, último refugio cuando estamos aislados de todo, constituye así para mí una condición previa para la construcción de una dinámica de la cura que pasa inevitablemente por la transposición del drama evocado por el paciente, en una tragedia representada en la escena analítica.
Para avanzar un poco más en la aplicación práctica de las referencias musicales, se podría decir que llegan a formalizarse en la cura de tres maneras: de un punto de vista espacial (o tópico), temporal (o dinámico), y energético (o económico).
Primero, el punto de vista tópico es para mí un indicador de primer orden para aprehender el nivel de estructuración del sujeto que consulta. Algunas líneas se perfilan en función de los acercamientos y de las separaciones, a veces muy directamente, a veces de manera discontinua, muy a menudo en forma de circunvoluciones. Y si podemos considerar que, de forma global, un cierto confort psicológico interior, subjetivo, es necesario para escuchar verdaderamente a nuestros pacientes, podemos estimar, a la inversa, que es cuando nos vemos despojados de un cierto confort que podemos escuchar a nuestros pacientes. A veces la relativa inestabilidad (o el equilibrio precario) permite el doble encuentro donde los significantes de los unos son ejercitados por el pensamiento del otro, y en retorno producen nuevos significantes en un movimiento infinito. Pienso aquí en el carácter oscilante del acompañamiento en binario de una melodía organizada en ternario con tresillos, como en ciertos estudios de Chopin para piano.
El segundo punto de vista, dinámico, se refiere a la «entre-vista» de los dos interlocutores, analista y paciente, y al trabajo de semejanzas que, como el de los primeros diagnósticos hachos a partir de un modelo, me parece interesante en mi práctica, en parte al menos porque en contrapunto, la manifestación de la extrañeza o de la inquietante extrañeza, es absolutamente indisociable del acto analítico. Este juego de semejanzas se relaciona con el proceso de reconocimiento, segundo motivo de la tragedia según Aristóteles. [10]
Este proceso de reconocimiento puede revelarse tanto por parte del paciente que, en una configuración transferencial en espejo, nos asimila a él (el toxicómano piensa a veces que nosotros mismos hemos consumido droga, cree verlo en nuestros ojos), así como por parte del analista, que en todo momento de la cura y, a menudo en sus comienzos, puede percibir las semejanzas de su paciente con otros pacientes o personajes de su entorno personal, y, utilizar estas impresiones de déjà-vu para hacer un balance en el sentido fotográfico del término, y lograr poco a poco reconocer la singularidad de su paciente.
Este juego de las semejanzas (y de aproximaciones familiares) puede comenzar por la impresión de una coexistencia sin simpatía o de una cohabitación sin amor, lo que sucede a menudo en los comienzos de la atención con ciertos pacientes toxicómanos, justamente frente a los cuales el terapeuta tiene una existencia relativamente precaria.
Se trata, para el clínico, de reconstituir en una relación homosensual primaria, sobre la base de las primeras experiencias de la satisfacción, un movimiento dialéctico dirigido al desarrollo de un sentimiento de existencia despojado de la dependencia del objeto. En relación con los procesos de semejanza basados en una experiencia homosensual primaria, pienso en asociación con la repetición de ciertos pasajes musicales de la obra de un compositor en la obra de otro, por ejemplo, «el Amén de Dresde» de la sinfonía de la Reforma de Mendelssohn, que Wagner retoma en Parsifal para sugerir el Grial, o aún la presencia de la Marsellesa en la obertura 1812 de Chaikovski.
En lo que concierne, en fin, al punto de vista económico, he establecido una relación a menudo con el calor, pensando en la distinción que establece Laplanche, con respeto a los comportamientos conservacionistas, entre aquellos que no lo necesitan y aquellos que lo necesitan –los poiquilotermos por un lado (los peces), los homeotermos, por el otro, que necesitan comunicarse para mantener el calor–. Todos nuestros pacientes necesitan calor en mayor o menor medida. Algunos hacen ver que no lo necesitan y nos transmiten una visión de ellos mismos, que es de cierta manera animal.
Pero el punto de vista económico está relacionado también con la intensidad, no solamente a nivel de la capacidad de contención –el apuntalamiento, como decimos en nuestra jerga– sino también a nivel del contenido, es decir lo que procede del orden de la interpretación. Y el arte de la interpretación se sostiene en el arte del ritmo, que reposa sobre la articulación de los tiempos con el silencio. El psicoanálisis –a semejanza de la música– lleva al paciente a redescubrir el arte del ritmo entre ausencia y presencia, sueño y realidad, palabra enunciada y palabra escuchada. Allí hay una mayor articulación para establecer entre la música y el psicoanálisis, en relación con la interpretación, además, la importancia de la sorpresa – lo habíamos desarrollado también con respecto a la atención de los sujetos adictos. “Los músicos que conocen el arte del ritmo son aquellos que logran siempre un efecto de sorpresa”, señala V. Estellon en su artículo «La música en la escucha psicoterapéutica».» [11] Se habla de efecto del «ataque». El ritmo no es una continuidad que se rompe ni una discontinuidad que se separa: es un sobresalto imprevisible en medio de una secuencia, un corte, un paso, un fragmento de tiempo; se caracteriza por su instantaneidad y permanece inasequible. Un buen intérprete es aquél que se deja olvidar el tiempo, la persona, tal vez completamente habilitado por la música escrita por otro.
Didi Hubberman, en «la imagen sobreviviente» propone pensar la interpretación por el lado del intervalo, de un «entre-dos sentidos», en una escansión, un síncope rítmico en que el sentido no se ha construido temáticamente aún.
Traducción: Derek Humphreys