Actualizado en  septiembre de 2023   

Volumen 6
Número 1

Septiembre 2010 - Marzo 2011
Publicación: Septiembre 2010
Genocidios: el testigo del cine


[marron]Resumen[/marron] / Abstract English version

Resulta preciso desmontar el punto de vista desde el cual fue leido el film "La vida es bella" de Roberto Benigni, idealizando la figura del personaje que encarna en la película. Este padre, a través del juego que inventa para su hijo en la barraca del campo de concentración, permite mostrar que “la vida puede embellecerse” y que “el humor y el juego suelen ser una buena ayuda para ello”. El velo que el personaje de Benigni tiende sobre el terror del campo de exterminio, operaría como una salvación del hijo y al mismo tiempo como un manifiesto expreso acerca de “la paradoja de lo bello en el seno del horror”.
En el artículo se introducen algunas reflexiones en torno al “para quién” el em-bellecimiento de la vida es posible, desde el texto fílmico. Esto es: ¿quién diría que “la vida es bella”? Y por otra parte, ¿qué sucede cuando somos parte de un juego, sin saberlo? ¿Qué sucede cuando, creyendo que jugamos, estamos viviendo algo “de verdad, verdadera”? En estos casos se quiebra el acuerdo y nos vemos arrastrados a un engaño. ¿El engaño del juego protege al hijo o al padre? El juego inventado protege o desmiente una realidad que es sabida: la realidad del nazismo y de su maquinaria genocida, donde padres e hijos debieron transitar por la experiencia real de la incerti-dumbre frente al porvenir, conocerse demudados por el propio pánico, sentirse vulnerables por igual ante la vida que, evidentemente, no siempre es bella.

[pp 48-53] Exterminio nazi. “La vida es bella”: una controversia que no cesa

La vida no es bella, es vida

Débora Nakache

La luz de la sala comienza a encenderse, en la pantalla todavía titilan las letras de los créditos y la banda sonora aún reverbera entre las butacas que empiezan a abandonarse. A mi alrededor, pañuelos que enjugan lágrimas y mocos. Escucho decir: “¡qué padre increíble, ojalá me hubiera tocado a mí un padre que me cuide así!”. Me sorprende tanta admiración por este personaje que acabo de ver en la película. Pienso en el hijo. Pienso desde el hijo.
Desde allí elijo escribir estas líneas.

Un punto de vista

Desde hace algún tiempo los estudios acerca de los medios de comunicación han abandonado las lecturas basadas en efectos a corto plazo y manipulación de la opinión pública, para situar nuevas perspectivas que introducen los estudios de audiencia en términos de contextos de recepción de lo mediático. Así se prioriza el análisis de las mediaciones que las diversas comunidades culturales introducen en los medios, interpretando activamente aquello que reciben. Desde esta perspectiva una película, en este caso, se enriquece analizando las miradas y los discursos que circulan socialmente a partir de su visualización.

El presente trabajo se inscribe en esta línea. Su interés consiste en interpelar críticamente el discurso predominante que, acerca del film “La vida es bella”, han compartido tanto espectadores en general como la comunidad “psi” que la ha abordado. El horizonte de estos pensamientos es el de demarcar una posición que permita repensar algunas de las ideas más salientes en lo que se llamaría la “audiencia” de la película. De este modo asumo como punto de partida, no la película (su calidad, su verosímil) sino las lecturas que a partir del film, circularon con potencia en nuestro medio.
En general, tal como ilustra la viñeta al inicio de este texto, las opiniones predominantes del público y de los especialistas se concentraron en la figura del padre.

“El personaje, que Benigni interpreta, se obsesiona por atenuarle a su hijo el dolor y el sufrimiento a través de las metáforas y el juego. Genera, por tanto un espacio potencial que le facilita al niño transcurrir lo más indemne posible el horror”. S. Rodríguez, Psyqué Navegante Nº 0,1999.

Este padre, a través de su juego en la barraca del campo de concentración, permite mostrar que “la vida puede embellecerse” y que “el humor y el juego suelen ser una buena ayuda para ello”. En este mismo sentido la película aportaría a la necesaria des-sacralización del horror y a la posibilidad de concebir sujetos más allá de la categoría totalizante de víctima. El velo que el personaje de Benigni tiende sobre el terror del campo de exterminio, operaría como una salvación del hijo y al mismo tiempo como un manifiesto expreso acerca de “la paradoja de lo bello en el seno del horror”.

En este punto coincido con el espíritu de estas ideas pero, al mismo tiempo, deseo introducir algunas reflexiones en torno al “para quién” el embellecimiento de la vida es posible, desde el texto fílmico. Esto es: ¿quién diría que “la vida es bella”?

Para situar estos interrogantes es preciso desmontar el punto de vista desde el cual la película fue leída y promover el pensamiento introduciendo otra mirada que la que el propio texto del film orienta. Mirar más allá de la fascinación por el padre. Mirar nuevamente y pensar: ¿Quién juega?, ¿Qué significa jugar?

El juego y la vida

¿Qué es un juego?

En el contexto del debate que deseo motorizar, jugar es, ante todo, inaugurar un acuerdo: aquél que demarca un territorio lúdico y lo diferencia de la realidad. Todo juego instituye una realidad alternativa que tiene posibilidades infinitas de estructuración, pero que parte de un pacto compartido: allí es “de mentiritas” lo que va a acontecer.

Cuando los chicos se proponen “dále que vos sos... y yo...” acuerdan que, por ese rato y en ese espacio, la realidad puede ser significada de modo original. Que una escoba puede ser un caballo, una caja de cartón un auto y que sus cuerpos pueden ser habitados por innumerables personajes.

El juego comienza siempre por una operación fundante que reconoce lo diferencial de ese espacio a ser jugado. Y, en este sentido, el “todo vale” está enmarcado dentro de un escenario más o menos estructurado por leyes que lo regulan y limitado a un tiempo y a un espacio concreto. Por eso existe el “pido” que se constituye como el permiso para hacer referencia a la realidad e introducir un paréntesis en ese espacio lúdico.

¿Qué sucede cuando somos parte de un juego, sin saberlo?

¿Qué sucede cuando, creyendo que jugamos, estamos viviendo algo “de verdad, verdadera”?

En ambos casos se quiebra el acuerdo. Nos vemos arrastrados a un engaño. Un espacio sin referencias donde situarnos. Un tiempo laxo donde lo que creemos real es ficción o la ficción es la realidad. Algo así como no despertarse de una pesadilla. Como no despertarse nunca de un sueño, aún del más bello.

La vida en juego

El film “La vida es bella” nos muestra a un padre que aparentemente, tratando de evitar el dolor a su hijo, simula un juego instituyente en ese niño de una “otra realidad” que procurará sostener aún frente a su propio límite, que es el de su muerte material.

Ese hijo no sabe que no se trata de un juego, cree en su padre y por tanto entiende esa realidad como un espacio lúdico. Desde este acuerdo inicial, se supone el ganador de una competencia, cuando un tanque lo lleva triunfante hacia afuera del campo de exterminio. Cree que su papá estaba jugando cuando fue masacrado por el nazismo. Cree que su mamá estaba jugando en otro sitio, cuando la encuentra delgada y ojerosa fuera del campo.

En esta legitimación de la realidad en formato de juego, las voces del público identifican la eficacia de la estrategia “salvadora” de este padre. El personaje construido por Benigni sería “el mejor padre posible”, porque aún frente a su propia muerte elige fingir que el juego continúa, para evitar que su hijo sufra porque a su papá lo están fusilando.

Ahora pensemos... ¿quién se salva con este “juego”?

¿Es realmente el niño quien es preservado? ¿O es el propio padre, quien puede producir humor allí donde el horror deshumaniza la carne?

¿Qué efectos podemos imaginar que le producirá a este niño el haber entendido la muerte de su padre como una parodia? ¿Cómo podrá entender que “papá ya no volverá nunca, nunca más”?
Me da la impresión de que no se trata allí de un juego, ni de una humorada. En todo caso habría que pensar en términos de una actuación. Por lo menos desde la perspectiva del niño. Si nos desprendemos por un momento de la fascinación que el personaje de Benigni genera en el espectador y reparamos en su hijo, notamos que éste no juega, en sentido estricto. Más bien, es arrastrado a una escena donde no tiene posibilidades de reconocerla como realidad, pero sin embargo lo es.

Si es cierto que en la película alguien juega, en todo caso, es el padre.

Si es cierto que alguien se cuida, es nuevamente él mismo quien, a través de ese “juego”, logra salvarse organizando para sí y para su hijo una escena tolerable a habitar.

Pero sobre todo, este padre se preserva a sí mismo, por qué no decirlo, de la impotencia que significaría admitir la posible demanda del hijo que queda vacante: “¿cómo dejaste que me trajeran aquí? ¿Cómo no pudiste protegerme de semejante sufrimiento?”

El juego que crea, lo restituye como padre. Le devuelve su poder frente a la realidad de la muerte. Puede, incluso, hacer que su hijo sienta placer por estar allí donde sólo podríamos imaginar dolor. Pero en ese esfuerzo hay algo que se deniega: la realidad del nazismo y de su maquinaria genocida.

La vida en serio

Claro que hubo arte y juego en los campos de la muerte. Por supuesto que no hubo sólo dolor, sino también escenas placenteras y lúdicas. Muchos pudieron sostener la humanidad que el terror les robaba, allí donde advenían como sujetos creativos aún en las circunstancias más extremas. Ejemplos claros de ello son los dibujos realizados por los niños en Terezín (expuestos en el Museo de Praga) o las innumerables publicaciones clandestinas que circulaban en los campos.

Pero en todos esos casos, los autores se situaban como protagonistas de sus producciones. Activos jugadores y artistas. Metaforizantes del mundo atroz que los rodeaba.

En esos casos padres e hijos debieron transitar por la experiencia real de la incertidumbre frente al porvenir, conocerse demudados por el propio pánico, sentirse vulnerables por igual ante la vida que, evidentemente, no siempre es bella.

Nada de esto sucede a partir del film.

Y me parece crucial interpelar al texto cinematográfico y a sus lecturas, acerca del carácter de “juego” que se advierte en la experiencia relatada. Sostener la pregunta respecto de “a expensas de qué” ese juego sería posible. Revisar si realmente este “juego” protege o desmiente una realidad que es sabida pero que, “para cuidar al padre”, es mejor seguir insistiendo en que se trata de un juego.

Tales distinciones tienen un sentido actual, porque los discursos que perciben con admiración esta posición del padre en el film, no son sin consecuencias en nuestra realidad cotidiana. Que estas preguntas no se sitúen me parece inquietante, mucho más allá de la película, especialmente en estos tiempos.

Tiempos donde la “cámara sorpresa” arma juegos sin invitación previa y somos objetos del humor, de aquellos que ríen de nosotros que “caímos en la trampa” de un juego armado por otros.

Tiempos donde nos resulta casi imposible discriminar nuestras propias representaciones acerca de la realidad de aquellas ofrecidas por la televisión como “todas las caras de la verdad”.

Tiempos de desconcierto, realidad virtual y horizonte de mercado. Del desdibujamiento de la terceridad como garantía del lazo y de la necesidad del encuentro verdadero de padres e hijos aún en la incertidumbre, en lo inconcebible del dolor y la miseria.

Tiempos en donde se torna imprescindible jugar.

Y si se trata del juego, es importante ser convidado. Inaugurar acuerdos. Elegir cuándo, cómo y con quién hacerlo. Porque ningún papá debe cuidarnos de la vida, arrastrándonos a ser objeto de un bello “juego”. Ya que, en todo caso, se trata de la vida, como venga. Y claro, también del juego; en serio.



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