Bergman sostuvo repetidas veces que sus argumentos partían de una imagen que le resultaba incomprensible y que trataba de explicar. Nos sucede lo mismo cuando nos sentimos llamados a implicarnos en la escucha analítica de una película estructurada por una imagen que nos perturba sin que podamos explicar claramente por qué. Si la imagen inquietante corresponde tan a menudo a un agujero negro respecto a la comprensión, incluso a la simbolización del lenguaje, es sin duda porque tiene que ver con lo prohibido, con la represión, con lo que no accede a la palabra. Ahora bien, como se sabe, la prohibición más universal es la del incesto.
Ya la película Persona (1966) hablaba de la tentación de parecerse al otro o de no buscar en el otro más que su propio reflejo. Es esta problemática de la identidad inmutable la que nos puede ayudar a abordar la cuestión del incesto [1].
Zarabanda
"Cada película es mi última película" había declarado Bergman (citado en Kaminsky, pp. 88), en 1966, es decir, justo después de Persona, la obra que le dio reputación mundial. Más tarde, en una conferencia de prensa en el Festival de Venecia, Bergman anunciaba a Fanny y Alexander (1982) como su última película. Finalmente, en una charla de 2002, Bergman cuenta cómo, en el verano de 2001, se sintió "como Sarah en la Biblia y, para su gran sorpresa, engendrando una nueva obra a una edad avanzada" (Björkman, 2002). Mucho antes, había confesado: "Cada vez es la misma vieja película, los mismos actores, las mismas escenas, los mismos problemas. Sólo que ahora estamos todos más viejos" (Citado en la película Film in Sweden (Estocolmo) 1972).
Zarabanda demuestra que, para Bergman, ciertas imágenes no están aún agotadas. La crítica que recibió a Zarabanda recordó inevitablemente Escenas de la vida conyugal (1973) en la que los mismos actores principales, Liv Ullmann y Erland Josephson, se destruían hace más de treinta años. Pero para mí, la película de Bergman que más resuena en Zarabanda es Sonata otoñal (1978), a causa de su historia de odio entre padre e hijo y también por la evocación del autismo de otra hija como respuesta a la falta de amor de su madre.
La película se organiza en un prólogo con un solo personaje, seguido de diez escenas o capítulos que desarrollan cada vez un diálogo entre dos de los cuatro protagonistas, culminando con un epílogo que contiene nuevamente el monólogo de la actriz del principio, pero esta vez con un flash-back donde aparece una quinta persona. Y ésta, in extremis, cambia toda nuestra comprensión de la película.
Entre la Agnès de Gritos y susurros, la Lena de Sonata otoñal, la tía Elsa de Fanny y Alexander, se dibuja esta espantosa figura de la hermana terriblemente enferma y al final de Zarabanda, surge la figura de Martha como afirmando que para Bergman esta imagen aún no se ha desvanecido.
Este cuadro tiene el mérito de subrayar las generaciones, de insistir sobre el hecho que Marianne, ex esposa de Johann, pertenece más bien a la generación de su hijo Henrik, y también que las dos, Karin y Martha, son niñas puestas en el lugar del resultado ambiguo del apareamiento, destinado a ser sacrificado.
Bergman prosigue aquí con su elección de un cine íntimo, "cine de cámara" a semejanza del teatro de cámara de Strindberg del que está impregnado y que tantas veces pusiera en escena durante su larga carrera. Durante sus monólogos, Liv Ullmann nos mira, sabe que estamos ahí, se dirige a los espectadores en la más pura tradición del teatro shakesperiano. En los diálogos, dos personas se enfrentan por medio de la palabra y casi se diría, por medio de un lenguaje de los cuerpos. Están muy cerca el uno del otro, o bien lado a lado, o, lo que es más frecuente, adoptan una posición cara a cara sentados en sillas rectas con las rodillas que se tocan, y que incluso se enlazan unas en las otras, o como en el caso del padre y la hija, cara a cara con violoncelos entre las piernas en una pose muy sutilmente indecente.
Si con Zarabanda, Bergman se repite, ¿qué es exactamente lo que se repite? Los mismos actores Liv Ullman y Erland Josephson interpretaban los mismos personajes, Marianne y Johann, en Escenas de la vida conyugal (1973) y cuando se reencuentran aquí, dicen que no se ven desde hace treinta y dos años. Se puede pensar, y la crítica rápidamente lo anunció como tal, que la película es la continuación de aquel debate pasional entre los esposos. Pero muy rápidamente, con la referencia a un hijo de Johann, que Marianne conoce apenas y que vive en el chalet del lago, comenzamos a sospechar que nos equivocamos, pues el tono de odio utilizado por el anciano para hablar de su hijo es demasiado fuerte como para no constituir el centro de la película. Segunda hipótesis. Después de todo, Persona y Sonata otoñal, entre otras, ya habían dicho la monstruosidad del hecho de engendrar, sobre todo desde el punto de vista de la madre. Ahora bien, la imagen que me sorprende en esta película no es ni lo imposible del amor conyugal, ni lo imposible del amor de un padre por su hijo sino más bien la otra cara de ese rechazo, el amor maldito de Henrik, hijo discapacitado por el odio de su propio padre y que se vuelve hacia su hija para buscar en ella el sostén que le falta.
No sólo en Fedra incesto rima con funesto. El incesto figura en muchas películas de Bergman. En la trilogía por ejemplo, se lo ve dos veces bajo la forma de la atracción de lo parecido: la hermana que seduce a su hermano en A través del espejo, o la hermana enamorada de su hermana en El silencio. En esta última película sin embargo, estoy menos convencida, y por lo tanto menos impresionada por el deseo de Ester hacia Ana que por todo el juego de seducción desplegado por ésta hacia su joven hijo. Aquí es este abuso ejercido sobre el niño el que molesta antes de metamorfosearse en el abandono del hijo por la madre en Persona [2]. (Es el mismo niño, Jörgen Lindström, el que interpreta al hijo en ambas películas).
Como Zarabanda, A través del espejo es una película de cámara con cuatro personajes: el padre, su hija, bella y esquizofrénica, su hijo adolescente y el marido de la hija, tan desamparado ante la enfermedad de su esposa que uno se siente tentado de compartir su locura. El padre se parece a Henrik y a Johann en tanto artista (escritor, quizás fracasado) incapaz de asumir la paternidad y suicida. El incesto entre hermano y hermana está situado bajo el signo de la enfermedad mental. Encontramos el mismo tipo de referencia malsana en El silencio, donde las hermanas quedan a la deriva después de la muerte del padre: Ester alcohólica, Anna ninfómana. Se adivina que Ester, y quizás también su hermana, resultó dañada por una relación incestuosa con el padre. Como sea, es claro que cuando se abandona a su amor posesivo por Anna, Ester se destruye del mismo modo que lo hace al entregarse a la bebida o al cigarrillo cuando parece estar a punto de morir de tuberculosis.
La tentación del incesto es en principio la atracción del espejo, la confusión narcisista. Pero padres e hijos, parejas, hermanos y hermanas, atraídos por su propio reflejo, deben separarse para aprender a hablar. La palabra no es posible con un reflejo, un doble, un objeto privado de alteridad. El doble fantasmático, la esposa o la amante ideal de los románticos y de tantas películas de Bergman, se revela aquí como lo que es en realidad: un signo de la muerte. Hablar no es recitar, ni repetir; la referencia teatral no está nunca ausente en el universo de Bergman y la actriz que elige el silencio en Persona, como tantos otros seres mudos o afásicos en su obra, está allí para hacernos sentir la violencia que se desprende de la elección de nunca implicar al otro en la palabra. Rechazar la palabra es rechazar el reconocimiento del otro como tal y cuando se trata del propio hijo, puede llevarlo a abandonar la palabra, al autismo [3].
El advenir a la palabra en una película de Bergman está cercano a lo que la palabra es en la relación analítica. Ahora bien, en Zarabanda, Henrik dice de su mujer Anna, muerta hace dos años de cáncer, que ella no hablaba mucho, que no tenía necesidad de palabras. Y su hija Karin repite que su madre no tenía necesidad de palabras; entre los miembros de la familia, se comprendían sin hablarse. Bergman por otra parte, dejó entender que para él, detrás de Anna está la imagen de su última esposa, Ingrid, a quien está dedicada la película, también muerta de un cáncer y de la que no termina de hacer el duelo. Esta relación que parece trascender la palabra debe pues leerse como positiva para el autor, por lo menos a nivel consciente. Y pienso que el espectador lo recibe primero de esta manera, puesto que todos tenemos la nostalgia de una relación fusional que prescindiera del lenguaje: éste no sería, después de todo, más que la invención que reconoce y consagra la separación. De hecho, sólo cuando vemos surgir entre padre e hija las mismas referencias a la palabra, éstas toman otro sentido. Cuando Karin querría declarar sus ganas de partir, de abandonar el nido incestuoso, Henrik le dice: "Nosotros no necesitamos hablar. Tú y yo sabemos de qué se trata. No hay nada que aprender o analizar" (p. 47). En cambio, para remplazar la palabra, hacen música juntos. Como dice Johann al principio de la película: "Pasan todos sus días en el chalet, cada uno con su violonchelo entre las rodillas" (p.25). La música, a pesar de su gran belleza, ofrece por fin la imagen de la más cruel de las consecuencias del rechazo de la palabra. Hacia el final de la película, Henrik regresa de Uppsala con la idea de dar un concierto con su hija, una música muy difícil para ella, pero que tocarían "juntos": "Como un diálogo. Nos situamos sobre el estrado, exactamente así, el uno frente al otro. Tú haces lo que está a tu alcance y yo me ocupo del resto… Será magnífico mi pequeña Kajsa" (p. 86) [4]. La belleza de la fusión perfecta.
Para Freud, el objeto de amor incestuoso está primero, y esto universalmente y normalmente; no es sino después de ese momento inicial que una oposición a esa elección se hace sentir, oposición que no se debe situar en la psicología del individuo. Durante gran parte del siglo 20, se aceptó una regla cultural, el tabú contra el incesto. Esta suposición reposaba sobre la idea que los animales y los hominoides pre-culturales practicaban el incesto.
Es así como Freud había llegado a una conclusión lógica cuando propuso que la inhibición del deseo incestuoso debió haber dado lugar a una neurosis universal que él llamó el complejo de Edipo. En la continuación de la obra de Freud, Claude Lévi-Strauss consideraba la prohibición del incesto como "el paso fundamental con el que se realiza el pasaje de la naturaleza a la cultura".
Según el esquema freudiano clásico, debería ser el padre el que prohibiera el deseo que circula entre madre e hijo. La intriga de Zarabanda efectuaría pues un desplazamiento en la medida en que es una carta de su madre, Anna, encontrada por casualidad por su hija, la que pronuncia la prohibición de las relaciones entre padre e hija. ¿Cuál es el efecto de ese desplazamiento? Quizás la consagración de un fantasma: Anna como madre fálica. La amenaza (de la castración) cuando es percibida como emanando del padre tiene, según Freud, el efecto de la prohibición del incesto. Ahora bien, si la ley se origina en la madre, su efecto es radicalmente otro: pues esta ley tiene por efecto, no solo permitir el incesto, sino que lo hace prácticamente obligatorio y asegura su éxito. De manera masoquista y triunfal, Henrik proclama su propia castración, llegando casi a intentar el suicidio, como si se tratara de pagar el precio del goce supremo que sería el de la fusión con la mujer fálica e ideal, Anna, y con su hija que se le parece tanto y que también es la encarnación de la trascendencia perfecta: la música [5].
Hoy, en este principio del siglo XXI, hay que reconocer que si bien el tabú del incesto encuentra todavía eco en algunas ramas del conocimiento, en las ciencias ha sido totalmente abandonado. Edward Westermarck, un etnólogo finlandés, contemporáneo de Freud, presentaba una hipótesis radicalmente diferente de la del padre del psicoanálisis cuando enunciaba en 1895: "existe una ausencia notable de reacciones eróticas entre los humanos que viven juntos desde la infancia" (1926, p. 80). Como un darwiniano convencido, Westermarck estimaba que la selección natural habría favorecido la adquisición de una aversión por el incesto.
Recién hacia la última mitad del siglo XX se comenzó a estudiar el incesto en los animales para encontrar, primero con sorpresa, que efectivamente es muy raro, no sólo en los primates, sino en otros mamíferos, en las aves, en los anfibios y aún en los insectos (Pusey, 2004) [6]
Por otro lado, una revolución en el mundo de la psiquiatría tuvo lugar durante los años 80. Toda una categoría de pacientes, la mayoría mujeres, presentaban síntomas que planteaban un desafío a todo intento de diagnóstico. Hacia la misma época, algunos estudios mostraron que el incesto estaba más extendido de lo que se creía. Luego, solo hizo falta poco tiempo para que se enumeraran los efectos nefastos del incesto. Al leer hoy las transcripciones de esos casos clínicos, uno puede preguntarse si es verdaderamente la existencia del incesto o bien la historia a menudo asociada a éste, por una parte de abandono y por otra de abuso físico y sexual, los que predisponían a esos sujetos a problemas del orden del síndrome de stress post traumático: la depresión crónica, el alcoholismo y la toxicomanía, pero también la escarificación, las tentativas de suicidio, la personalidad borderline, los estados límites, la angustia, las enfermedades psicosomáticas, la bulimia nerviosa y la disociación [7]. Gracias a la hipótesis del incesto del que fueron víctimas, pacientes que no comprendían nada de su malestar le encontraron una explicación. Curiosamente, casi al mismo tiempo en que se descubría la frecuencia del incesto en los seres humanos, los biólogos hallaron que el incesto en los animales fuera de la intervención humana, es rarísimo. Más aún, los etnólogos demostraron de manera convincente que la evolución había dotado a los humanos de una fuerte tendencia a evitar el incesto. Lo que Freud y Lévi-Strauss llamaron el tabú del incesto, no es para nada innato, sino que depende de una gran proximidad en las muy tempranas etapas del desarrollo, hasta la edad de alrededor de tres años en los humanos. La tendencia a evitar el incesto es pues susceptible de trastornos. Un hermano y su hermana, separados desde el nacimiento, y criados separadamente, no experimentan el famoso tabú, a pesar del peso de la cultura. En todas las especies, incluidos los humanos, el incesto se hace más frecuente cuando la proximidad precoz es interrumpida.
¿Por qué evocar ese cambio de óptica sobre el incesto en el marco de un estudio de la estructura de la perversión? ¿Se trata de un simple desplazamiento que hace que, en lugar de trazar la línea entre humano y animal en términos de naturaleza versus cultura (cuando se sabe ahora que la noción misma de naturaleza es cultural), se anteponga una respuesta programada genéticamente? Es, creo, ignorar una distinción radical. Si la mayoría de las especies evitan el incesto, fuera de la intervención del hombre (domesticación, cría), algunos individuos lo cometen, pero en ese caso, el incesto no es desde luego percibido como un crimen.
En el hombre, por el contrario, es el estatus de crimen el que es a menudo reivindicado. Toda la clínica del incesto está ahí para dar el ejemplo del individuo que proclama que el tabú contra el incesto no es más que una regla de la sociedad que él puede elegir transgredir, asumiendo los riesgos, a veces en nombre de la libertad o de otras categorías del orden de la ética. Se conocen los desarrollos de Sade al respecto. Cuando por el contrario se sabe que el evitar el incesto no es tanto producto de la cultura como una programación de orden biológico en el animal, entonces el incesto toma la forma de un desafío, ciertamente dirigido al orden simbólico, pero apuntando más allá, a lo real. Se trata de la diferencia entre la trasgresión de una regla y el desafío a la ley.
Esta reflexión me permite situar lo incestuoso en la categoría de la perversión. La perversión puede ser definida según dos ejes diferentes, pero complementarios. El perverso no parece querer (¿poder?) comprender la diferencia de peso entre la regla cultural y la Ley, que se inscribe en lo real. Por otra parte, el perverso, es en general, aquel que carece funcionalmente de empatía: no siente más que su propio mundo mental. Puede pues gozar con su objeto sin cuestionarse acerca de los daños que le inflinge. Hacia la mitad de su película, Bergman sitúa una acción entre Marianne y Henrik en la iglesia del pueblo, en la que éste se muestra al principio amable y simpático, pero en seguida se vuelve cruel y vulgar, antes de dejar a Marianne sola, atónita ante tanto odio. Es entonces que Marianne gira, como atraída por un repentino rayo de sol muy bergmaniano. Vemos el rudimentario retablo policromo de esta iglesia rural, que representa una cena con un discípulo sumamente infantil (no puede sino tratarse de Jean – Johann) acurrucado en el regazo de un Cristo muy paternal. La imagen presenta un comentario, nunca más irónico, de la relación de tanta hostilidad entre Johann y su hijo Henrik. El rol de Henrik es interpretado por Börje Ahlstedt que había sido el tío Carl en Fanny y Alexander y Carl Akerblom en En presencia de un payaso donde la crítica lo juzgó asombrosamente impúdico. Johann dice de su hijo que aún siendo pequeño lo horrorizaba: "su amor me repugnaba, como el de un perro. Lo hubiera pateado". El actor consigue encarnar la esclavitud del hijo frente al odio del padre [8]. Aún adulto, Henrik mantiene una posición abyecta de dependencia financiera respecto de su padre. Por otra parte, lo detesta hasta el punto de desear, le confiesa a Marianne, verlo morir de una larga y dolorosa enfermedad. Fantasías de exterminación que no son quizás más que el reverso de una figura de la que el Uno del incesto sería el anverso. El Uno o la muerte… En cuanto a la hija, no se puede imaginar a Henrik sospechando que le hace daño. El perverso es incapaz de concebir a su objeto como un otro habitado por sentimientos y emociones que lo sobrepasan.
El funcionamiento infantil de los padres incestuosos es una constante asombrosa en la clínica de las perversiones. Todos sabían que el incesto no podía durar y que terminarían por ser arrestados y castigados. Incapaces de ponerle fin por sí mismos, esperaban confusamente que un tercero lo hiciera en su lugar [9]. En la escena en la que descubrimos que, en el chalet del lago, Henrik y su hija Karin duermen en la misma cama, Henrik dice que tiene con frecuencia la impresión de que un castigo terrible lo espera. En esa clase de sujeto, parecería que no le hubiera sido posible acceder a una autoestima suficiente para reconocer límites a su deseo. Hace falta un mínimo de amor hacia uno mismo para no imponer al otro su necesidad de completud. Se diría que a Henrik le ha faltado siempre esta buena imagen de sí mismo, como a otros padres perversos de ese tipo. Tiene al mismo tiempo una representación de sí mismo grandiosa (artista, intérprete de Bach y escritor) y totalmente desvalorizada que lo obliga a un sostenimiento anaclítico del incesto con su hija, que sí será un día reconocida como una intérprete extraordinaria.
Johann dice no comprender cómo Anna ha podido amar a Henrik. Y se perciben muy claramente celos de tipo edípicos donde la pareja Henrik-Anna aparece en una instancia parental y donde Johann sería el hijo. Los términos que Johann utiliza para decir que él "era dejado de lado" del amor entre Anna y Henrik son exactamente los mismos que utiliza su nieta Karin que se queja de ser "dejada de lado" a causa de la relación fusional entre sus padres, relación tan perfecta que no necesitaba de nada y que por consecuencia, no tenía lugar para ella.
Ahora bien, Henrik vuelca sobre su mujer toda su obsesión del abandono vivido en su no-relación con su padre. La relación entre Henrik y Anna, su mujer, ya es una relación incestuosa en la medida en que, visiblemente, él la ama como a una madre [10]. Su hija Karin toma el lugar de su madre a partir de la desaparición de Anna. Cuando la madre y la hija comienzan a tener el mismo rol, nadie puede decir dónde terminará eso [11].
Para Henrik, su niña, porque es de su carne, viene a despertar la herida narcisista inicial y la necesidad de reparación. Es en la familia que eso sucede y nadie más que su hija, identificada como su igual y portadora de la misma herida que la de él, podría conmover a este padre incestuoso. Es además su manera de permanecer fiel a su mujer desaparecida. Lo que sucede afuera no lo toca. Henrik dejó su puesto en la Universidad, solicitando una jubilación anticipada. Asimismo fue relevado de sus responsabilidades en la orquesta que él mismo había fundado. Este fracaso profesional lo afecta, y se reaviva el rechazo de su padre, pero está convencido de que así podrá consagrarse enteramente a la educación musical de su hija.
Finalmente, Karin abandona a su padre para ir a Alemania a estudiar como intérprete de orquesta, renunciando así al proyecto de convertirse en solista que su padre y su abuelo habían soñado para ella. Al decirles "no", da sin duda un gran paso hacia la independencia. Sin embargo, en su explicación sobre esa elección, se podrían quizás escuchar secuelas de su historia familiar. No quiere estar sola sobre un estrado; quiere fundirse en un esfuerzo común, formar parte de un conjunto. Siempre la nostalgia de la fusión.
Bach
Después de sus primeras películas, Bergman no utilizó jamás su gran cultura musical para ilustrar sus obras. Elige pues renunciar a la manipulación del público ya que en el cine de su madurez, la banda de sonido no tiene ningún elemento musical estudiado para influenciarnos sin que nos demos cuenta. Al contrario, todo acontecimiento musical es un elemento de sentido. Un preludio de Chopin es interpretado dos veces seguidas, primero por la hija aficionada, luego por la madre profesional en Sonata otoñal. Como el monólogo repetido de Persona; la doble interpretación acentúa el carácter tan perdidamente seductor de la música, arte de la temporalidad por excelencia: la música nos promete huir del tiempo, aunque no cumple sus promesas [12].
Pero si rechaza el facilismo de un acompañamiento musical insidioso para sus películas, nada es más importante para Bergman que la música grande: Mozart, por supuesto, pero sobre todo Bach. En 1962, la prensa había revelado que Bergman anunciaba su intención de retirarse del cine durante un año entero para dedicarse enteramente a escribir un libro sobre la vida y la obra de Bach. "Al menos una vez en la vida, habría dicho, hay que tratar de concretar su sueño y dar la espalda a las exigencias de lo cotidiano". Su esposa de ese momento, la pianista Kabi Lorentie, debía ayudarlo en la investigación. Bergman no parece haber concretado esta empresa (Cowie, 210). En Zarabanda, es Henrik, el viejo hijo fracasado, quien se retira de su cargo universitario para escribir un libro sobre Bach, haciéndonos pensar de esta manera que Bergman se identifica con ese personaje lamentable, incluso repugnante.
¿En Bergman, el arte es siempre algo positivo? Henrik escribe sobre La pasión según San Juan de Bach y dice a Marianne que la música de Bach le da una idea de la vida después de la muerte. En El huevo de la serpiente, sin embargo, encontramos un personaje, Edvard, que, como en las anécdotas sobre los oficiales de la SS, interpreta divinamente a Bach después de haber torturado. El arte no es de ninguna manera una garantía contra el demonio en el hombre [13].
Kierkegaard sostenía una hipótesis que no deja de rondar el universo de Bergman: "Si lo demoníaco es un destino, le puede suceder a todo el mundo" (1844, p. 124). La referencia al filósofo es explícita en una escena central de Zarabanda. Henrik va a ver a su padre a quien encuentra en su biblioteca, lugar bastante surrealista donde el anciano parece ya en el más allá, enterrado en una tumba tapizada de libros. Sentado en una mesa sobreelevada como un altar, lee a Kierkegaard, O bien…o bien. En la obra de Bergman, el pesimismo sartriano se mezcla con el de Kierkegaard: el hombre está predestinado, es decir, actúa como una marioneta.
Lazos de parentesco
En Frutillas salvajes (1957), el protagonista es un hombre viejo que después de visitar a su madre casi centenaria, se da cuenta de que ha sido incapaz de amar a causa de su culpa hacia esta mujer indiferente e incapaz de amar ella misma. La frialdad y el desinterés de la madre envenenaron la vida del hijo; aún habiendo logrado mucho éxito en su profesión, nunca pudo tenerlo en sus relaciones afectivas. El miedo que le inspira esta madre terrorífica de indiferencia se ve compensado por su crueldad hacia todas las otras mujeres de su vida. Todo sucede como si, a raíz del miedo que le tiene o de la necesidad que tiene de ella, el hijo hubiera reprimido el enojo que su madre le inspira. En cambio, se produjo una identificación con su frialdad y su obsesión. Ya adulto, el hijo se comportaba con todas las mujeres de su vida como si fueran su madre para quien las relaciones íntimas eran impensables y al mismo tiempo repugnantes y amenazadoras.
El Johann de Zarabanda se parece en cierta manera al héroe de Frutillas salvajes. Sorprende el hecho de que Bergman vuelva a esta figura del hombre tan mayor, cincuenta años más tarde, cuando él mismo tiene la edad de su protagonista. Visiblemente, esta imagen no lo abandona. Johann era mujeriego, hombre de muchas mujeres, al menos dos, la esposa y la amante, pero estas díadas eran temporarias y se sucedían (uno no puede resistir a la tentación de pensar en la biografía de Bergman con sus seis matrimonios, numerosas relaciones largas y nueve hijos) [14]. Marianne se confía a Karin que le pregunta qué clase de hombre era su abuelo: más de treinta años después, esta esposa herida se muestra todavía indignada al recordar sus traiciones con "arrastradas". Freud hubiera podido explicarle lo imperativo que resulta para esta estructura masculina disociar lo erótico de la ternura. Muy al comienzo de la película, Johann le cuenta a Marianne lo que su amigo pastor decía para definir una buena relación basada en dos parámetros: "una buena camaradería y una sólida sexualidad", y agrega "Nadie puede negar el hecho de que tu y yo hemos sido buenos camaradas" (p. 29). De más está decir que la sexualidad se había extinguido en su relación. Se puede adivinar, según el análisis de Freud, que en el momento en que Marianne se convirtió en la madre de sus hijos, el horror del incesto la tachó para Johann como objeto de deseo. Freud insiste en decir que para aceptar su vida amorosa en el matrimonio, el hombre debe "haberse familiarizado" con la representación del incesto. ¿Cómo entender esta "familiaridad" sino como una manera de acceder a la fantasía de la escena primitiva? Es claro que la problemática del incesto tiñe todas las relaciones de la película.
Hace ya mucho tiempo, Bergman había recomendado, para entender sus películas, la lectura del Pequeño catecismo de Martín Lutero (1529). Comienza por el "Primer punto fundamental, los diez Mandamientos o el Decálogo tal como un padre de familia debe presentarlos y enseñarlos con simplicidad a sus hijos y servidumbre". El primer mandamiento concluye así: "Yo soy tu Dios, el Eterno, el Dios fuerte y celoso, que castiga la iniquidad de los padres sobre sus hijos hasta la tercera y cuarta generación de aquellos que me odian y que es misericordioso hasta mil generaciones con aquellos que me aman y que observan mis mandamientos" (Lutero, 1946, p. 8). Si bien el intertexto protestante parece haberse diluido en Bergman después de finales de los años sesenta, no está menos presente en tanto elemento de la estructura profunda. Bergman está siempre impregnado de su Biblia y Zarabanda contiene también muchas referencias bíblicas; pero su autor las comprende quizás de manera diferente en la actualidad. De todos modos, el carácter hereditario del mal es siempre absoluto, pues la imagen quizás más estremecedora de la película es la del contagio del odio encarnado por el abuelo pero que actúa como una especie de fatalidad sobre todos los que lo rodean.
El Cine: conclusión
"Encuentro humillante ver mi obra criticada como si se tratara de un libro cuando en realidad es una película. Es como llamar pájaro a un pez, como confundir el fuego con el agua", escribe Bergman en 1962 ("Cada película es mi última película" OEuvres, p. 14)
Zarabanda se abre sobre un gran rectángulo claro de las proporciones de una pantalla de cine sobre fondo negro: se trata de una mesa filmada desde arriba y completamente cubierta de fotografías en negro y blanco. Luego la cámara desciende para colocarse en su posición habitual respecto de la habitación y el personaje de Liv Ulmann entra y se sienta ante la mesa. La foto, como la película, es una manera de transformar la vida en objeto, de negar el tiempo que no se detiene y la alteridad. Pero además, la foto y la película hacen ver lo que, sin ellos, permanecería invisible. A veces también pueden sustituir el relato oral. El pastor de Los comulgantes rechaza cruelmente a su antigua amante al preferir la foto de su mujer muerta que, sin embargo, se le parece mucho. En Zarabanda, la foto de Anna, parece tener el mismo peso de icono para todos los personajes. Es siempre la misma foto la que se ve en manos de cada uno. Para Johann, el abuelo que se pregunta si no está ya muerto, es la imagen obsesiva de la madre ideal y como su hijo o su nieta, no termina de hacer el duelo. El epílogo prueba que esta foto tiene el mismo valor subyugante para Marianne quien nunca conoció al original. ¿La foto en blanco y negro, mostrada repetidas veces, no estará allí para señalar la tentación de la elección del objeto ideal e inaccesible en detrimento del otro que está ahí presente? Sólo después de su reflexión melancólica sobre el amor de Anna, Liv Ullman cuenta su visita a Martha en su institución y nos dice (¡con cuánta emoción!) que "por primera vez en nuestra vida en común, yo comprendía, sentía, que estaba acariciando a mi hija, mi niña" (p. 107). En ese momento, sin duda, Marianne se ha salvado, pues sale de la perversión habitual, pero es demasiado tarde para Martha.
Para los especialistas de cine, Bergman es uno de los inventores de la forma en cine, en el sentido en que Gilles Deleuze hablaba de lo que querría decir "tener una idea en cine". Para la crítica y para la mayoría de los espectadores, es el hombre con una cierta cantidad de obsesiones personales. Es evidente que su reputación y su lugar en la historia del arte cinematográfico se deben a la combinación de sus temas y sus técnicas. Pero más esencialmente aún, en Bergman la emoción que suscita la imagen es siempre doble: me reconozco en mi propia historia, como en la sesión psicoanalítica, acepto la historia como mía (u otra pero que me concierne), al mismo tiempo que me perturba, me desorienta y me digo que no hubiera podido imaginarla nunca. Finalmente, cuando se trata de una película de Bergman, nunca nos es dado inteligir el film en la dulzura de su fluir artístico. El autor no trata con consideración ni a su público, ni a sus colaboradores. En los complementos del DVD que se comercializó en Francia, se ve una reunión de trabajo del director con su equipo. Les dice que pedirá mucho de ellos, como se lo pide a sí mismo, y agrega: "Sólo soy leal a mi obra".
Traducción al español: Susana Gurovich, con revisión técnica de Juan Jorge Michel Fariña y Miguel Malagreca
Referencias
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