ISSN 1553-5053Sitio actualizado en   abril de 2024 Visitas:

Volumen 15
Número Especial

Marzo 2019
Publicación: marzo 2019
The Handmaid’s Tale


Resumen

El presente artículo propone reconocer diferentes modos de respuesta en el campo de la subjetividad femenina ante un orden patriarcal de coerción, una de las posibles configuraciones que puede tomar en la sociedad la dominación del varón. La serie de TV El cuento de la criada despliega un escenario ficcional que presenta una organización social atravesada por complejas redes de poder, cuyo modelo normativo sobre el género femenino resulta fácilmente identificable con el lugar que ha tomado la mujer a lo largo de la historia de la humanidad. Entendiendo el acto discursivo de nominación como un ejemplo de poder, se plantea cómo diferentes coordenadas sociohistóricas determinan lo que significa ser mujer en un momento determinado. A través del abordaje del material filmográfico, se da cuenta de cómo estas formas epocales de la subjetividad femenina proporcionan un marco de referencia para el despliegue de la singularidad en situación, que excede toda categoría.

Palabras clave: subjetividad femenina | género | poder | patriarcado de coerción

Abstract English version

[pp. 39-49]

Modos de respuesta ante las relaciones de poder patriarcal

Efecto y desborde de la categoría discursiva de mujer en la República de Gilead
Agustina Cuello

Universidad de Buenos Aires, Argentina

Introducción

Hacerse libre para pensar y amar aquello que, en nuestro universo, ruge desde Nietzsche; diferencias insumisas y repeticiones sin origen” Michel Foucault, 1969, p. 86.-

Entendemos que todas las sociedades conocidas a lo largo de la historia de la humanidad son y han sido patriarcales, es decir, en todas ellas prevalece un sistema de organización en el que los puestos clave de poder se encuentran mayoritariamente o bien exclusivamente a cargo de varones. Resulta interesante la apuesta de la filósofa feminista Alicia Puleo (2005) al definir el patriarcado como una organización metaestable, es decir, que mientras siempre se preserva de alguna manera una distribución del poder que ubica a la mujer en una posición de inferioridad, sus formas se van adaptando a las distintas configuraciones históricas de organización social y económica. A partir de lo mencionado, cabe preguntarse de qué forma esta distribución diferencial del poder se expresa y cobra incidencia en el campo de la subjetividad femenina, entendiendo su constitución y devenir, desde una perspectiva de género, a partir de coordenadas sociohistóricas sobre las que se funda la singularidad.

Gracias a los estudios de J.J. Michel Fariña sabemos que, para la investigación en el campo de la psicología, el cine resulta una herramienta muy valiosa, en tanto su experimentación nos introduce en ciertas situaciones dilemáticas y nos convoca a pensarlas desde el lugar privilegiado del espectador-analista. El método clínico-analítico de lectura de filmes y series televisivas nos permite atender a una dimensión subjetiva y extraer de la narrativa cinematográfica “la enseñanza sobre la experiencia humana” (Michel Fariña y Tomas Maier, 2016, p. 70). Es desde este lugar que me propongo trabajar con la serie de TV El cuento de la Criada (Miller, 2017), basada en la novela homónima escrita en 1985 por la canadiense Margaret Atwood.

La República de Gilead, patriarcado de coerción

En tanto forma de organización social metaestable, la dominación del varón puede tomar diversas formas. Puleo (2000) refiere que, por un lado, el patriarcado de coerción se rige por leyes o normas rígidas que estipulan aquello que está permitido y prohibido para las mujeres; se procura su cumplimiento a través del uso de la fuerza, y la desobediencia respecto a estas normas puede llevar incluso a la muerte. A diferencia de este, el patriarcado de consentimiento, propio de las sociedades occidentales contemporáneas, no necesita de la coerción para garantizar su permanencia; en este tipo de configuración es el propio sujeto quien se encarga de cumplir los mandatos de género, y asume ciertas elecciones en este sentido como propias de su voluntad o su deseo. En este caso, mientras ante la ley mujeres y varones tendrían los mismos derechos, los modelos normativos difundidos por los medios de comunicación perpetúan exigencias diferenciales que permiten la continuidad de dicho sistema metaestable.

A partir de estas concepciones podemos pensar en la sociedad que se presenta como anterior al golpe de Estado en el relato como representativa de un patriarcado de consentimiento, en contraste con la sociedad en la que transcurre el presente de la historia, la cual presenta características de un patriarcado de coerción fundamentado en la religión. En Gilead la mayor forma de poder es ejercida por los comandantes, los hombres dirigentes, de altos rangos políticos, a la vez que otros roles que implican un gran ejercicio de poder como el de médico o el de soldado sólo son ocupados por varones. Las mujeres tienen menos derechos que los hombres; por ejemplo, no pueden ejercer cargos políticos y no pueden leer ni escribir. En este contexto, todas aquellas mujeres que no cumplen con estas normas diferenciales establecidas son penalizadas, según la gravedad de la transgresión, con un castigo físico, su marginalización o la muerte.

Entre el poder disciplinario y la biopolítica

"Estamos en el centro de Gilead, donde la guerra no llega salvo a través de la televisión. No estamos seguras de dónde están los límites, varían según los ataques y contraataques. Pero éste es el centro, y aquí nada se mueve. La República de Gilead, decía Tía Lydia, no tiene fronteras. GiIead está dentro de ti" Margaret Atwood, 1985, p. 51-

Gilead se presenta como un escenario en donde puede discernirse la articulación entre complejas redes de poder. En este punto, resulta oportuno retomar algunas ideas sobre la analítica del poder de Michel Foucault. El filósofo francés sugiere abordar el poder no como algo que se posee, sino como algo que se ejerce entre personas o grupos, por lo cual propone más bien un análisis sobre las relaciones de poder. Postula que no hay UN poder, sino varios poderes heterogéneos, una multiplicidad de relaciones de fuerza que cobran existencia en diferentes formas locales, a la vez que tienen una especificidad histórica y geográfica (Foucault, 1981). Denomina microfísica del poder a esta característica por la cual el poder está en todas partes, las relaciones de poder producen y regulan las prácticas cotidianas (Foucault, 1975). Estas nociones conllevan una acepción del poder en su dimensión positiva: el mismo puede en última instancia limitar o prohibir, pero también incita, suscita, induce, facilita, en tanto se ejerce sobre uno o más sujetos activos, susceptibles de actuar (Foucault, 1985).

A lo largo de la historia, el autor describe diferentes configuraciones de poder. A diferencia del poder soberano, en el cual el rey ejerce un poder parcial sobre los bienes, el poder disciplinario se orienta hacia los cuerpos individuales y lo que ellos hacen; su objetivo es extraer de ellos tiempo y trabajo, hacer de ellos cuerpos útiles, dóciles; en este sentido se efectúa una apropiación completa, lo cual requiere que el poder sobre los cuerpos sea ejercido de manera continua mediante la vigilancia. Esto implica una organización de movimientos regulados, donde los sistemas se articulan como parte de una estrategia; en este contexto se establecen sistemas de clasificación exhaustivos que producen tanto sujetos clasificables como aquellos que no lo son, los considerados “anormales” que deben ser corregidos (Foucault, 1973-1974). La disciplina se articula con el biopoder, el cual remite a cómo la vida biológica del ser humano puede volverse objeto de ciertas formas de ejercicio de poder; mientras el poder disciplinario se encarga de individualizar cuerpos considerados como máquinas, el biopoder apunta a los procesos biológicos del ser humano (nacimiento, mortalidad, salud, duración de la vida). Dentro de esta configuración, la biopolítica es aquella forma de biopoder dirigida sobre los conjuntos de seres vivientes, las poblaciones; las prácticas relativas al biopoder se organizan en torno a fenómenos como la salud, la higiene, la natalidad y la longevidad (Foucault, 1977-1978).

En la República de Gilead encontramos una práctica fundamental de poder disciplinario que se articula con una estrategia general biopolítica, basada en un sistema de clasificación. Se trata de que las mujeres cumplen distintas funciones y son valorizadas según se las divide en diferentes categorías, en función de su capacidad biológica reproductora (ser fértil/ser infértil), su estatus social y su grado de obediencia o aceptación de las normas. Dentro de este sistema riguroso de clasificación, el grupo de las criadas está conformado por mujeres fértiles que fueron reclutadas, y tienen la función de gestar y parir para dar a las familias de alto rango aquello que expresan como lo más preciado, los niños. Luego de dar a luz y cumplir con la lactancia del niño, las criadas son reasignadas a otra familia para volver a cumplir esta función. En el caso de estas mujeres se puede advertir con claridad un control total de sus cuerpos como máquinas; por ejemplo, deben mantener una postura y mirada hacia el suelo que se corresponda con una forma de ser silenciosa, sumisa y obediente; visten túnicas rojas y cofias blancas que limitan su visión, y son “marcadas” en la oreja con una incrustación metálica; sólo pueden salir de sus hogares acompañadas por otra criada que se les asigna, y los temas de conversación posibles entre ellas son muy limitados, llegando a utilizar frases estereotipadas. Este efecto de despersonalización también se advierte en que se las despoja de sus nombres y son llamadas con el nombre de su “dueño”, el comandante de la casa, antepuesto por el prefijo “Of/De” (pronombre posesivo), solo durante el tiempo en que permanecen en una familia. En tanto cuerpos objeto de biopoder, se ejerce un control total sobre su función biológica reproductiva; las criadas son violadas sistemáticamente durante sus períodos fértiles por el comandante de la familia, en un ritual religioso que denominan “la ceremonia”, del que también participa la esposa del comandante. Ellas son valiosas, se las cuida y se las protege durante el embarazo, no en tanto sujetos, sino como cuerpos gestantes. Tales prácticas son ejercidas a nivel poblacional, como parte de una estrategia biopolítica.

Podemos pensar que, a partir del golpe de Estado, se edifica un gran dispositivo atravesado por diferentes relaciones de poder, entre las que se destacan aquellas fundadas en el género. Este dispositivo tiene como objetivo principal explícito garantizar la continuidad de la humanidad. En este contexto, los niños son el objeto más valioso, en un sentido utilitarista: no se considera su subjetividad, a la vez que no pareciera intervenir el deseo de ser madres y padres, sino más bien el empeño por preservar la especie. En términos foucaultianos, podemos decir que además existe una estrategia que subyace a ese dispositivo dentro del campo de lo no dicho, la cual tienen que ver con perpetuar el mismo orden patriarcal. Dentro de las prácticas de control y coerción que operan en este sentido se encuentra “Los Ojos”, un ejército de espías informantes, camuflados entre los habitantes de Gilead, que se encargan de detectar y denunciar conspiraciones en contra del sistema. Se trata de una tecnología de poder análoga al modelo arquitectónico panóptico descrito por Foucault (1975), en tanto Los Ojos generan una sensación consciente y constante de ser vigilado, permitiendo un control total continuo de los cuerpos.

Dentro de este gran dispositivo, las prácticas de poder se articulan con formas específicas de saber, entre las que se destaca el discurso religioso. La referencia constante a la voluntad de Dios se utiliza para justificar las normas y las prohibiciones que sustentan el orden establecido; interviene, por ejemplo, la consideración de que la fertilidad es un regalo de Dios, en función de lo cual las criadas deben sentirse afortunadas, ya que cumplirían un lugar privilegiado en la sociedad. En la misma línea, se remite a un pasaje del Antiguo Testamento de la Biblia para justificar las violaciones sistemáticas a las criadas; se trata de la historia de Jacob y su esposa Raquel que es infértil, por lo cual ambos acceden a que su sierva Bilhah sea penetrada por Jacob, para tener ambos un hijo a través de ella (Génesis 30:1-3); del mismo modo que Bilhah, las criadas deberían servir a la humanidad cumpliendo su función. Este saber religioso articula un discurso biologista sobre la reproducción, que sólo admite la elección de un partenaire según la lógica heteronormativa, norma heterosexual. En este contexto, en Gilead las prácticas homosexuales devienen obstáculo contra el “curso divino de la vida” y al no adecuarse a esto, deben ser normalizadas.

El modelo normativo respecto al género femenino

Para abordar las implicancias de este dispositivo sobre la subjetividad femenina es indispensable trabajar desde una perspectiva de género. Este enfoque propone, en principio, reconocer la diferencia entre los conceptos sexo y género: el concepto de sexo refiere a lo biológico-anatómico, mientras que el concepto de género hace referencia a la construcción social simbólica de la diferencia sexual, y engloba el conjunto de valoraciones sobre lo femenino y lo masculino en una sociedad y momento histórico determinados (Lamas, 1995). Los estudios de género constituyen un amplio y heterogéneo segmento de producción de conocimientos; entre sus tendencias se destaca la denuncia de un androcentrismo histórico, por el cual a lo largo de la historia de la humanidad el varón ha sido tomado como categoría universal y medida de lo humano, y la mujer ha sido definida en relación al varón, como “lo otro”, de un modo en que la diferencia es interpretada como inferioridad (Fernández, 1997). Mediante este enfoque, abordar lo femenino implica pensar la subjetividad de la mujer marcada por los efectos de género, teniendo en cuenta dentro de estos efectos, las consecuencias de dicha tendencia a ser considerada socialmente como inferior. Este enfoque permite, entre otras cosas, articular los abordajes del psiquismo con una comprensión de los contextos sociales e históricos (Meler y Tajer, 2000). Dada la descripción realizada sobre los entramados de poder que entretejen el orden social en Gilead, podemos abordar desde esta perspectiva de género algunos aspectos que refieren a la subjetividad de las mujeres personajes.

La psicoanalista argentina Débora Tajer (2009) describe de un modo muy claro la forma en que las relaciones de poder asimétricas entre varones y mujeres y los mandatos sociales de género ocasionan en ellos determinadas formas de desarrollo de los afectos, deseos y modelos, a partir de los cuales los sujetos constituyen su identidad y autoestima. La singularidad subjetiva se constituye en relación a las formas de representación que instituye cada sociedad, en tanto cada una forma sujetos aptos para desplegarse en su interior. Respecto al género femenino, la autora identifica tres modos específicos de subjetivación, cada uno de los cuales se instituye en base a una representación hegemónica, modelo en que las mujeres se miden y son valoradas socialmente; en función de este ideal es que difiere la constitución de las sujetas (categoría que propone utilizar, dado que el uso de masculino como genérico para ambos sexos no contemplaría la experiencia femenina). Siguiendo esta propuesta diremos que, previamente a que se instituyera la República de Gilead, las mujeres eran representativas de los modos de subjetivación innovadores descriptos por Tajer (2009), y forzadamente fueron llevadas a un contexto explícito de opresión que pretende obligarlas a retroceder hacia un modo de subjetivación tradicional. Los modos innovadores de subjetivación se caracterizan por una diversidad de modalidades posibles, que tienen lugar en la sociedad contemporánea, en donde la maternidad y la conyugalidad se plantean como una opción más que como un mandato, y la inclusión laboral es una condición para el autosustento. En este contexto, la mujer alcanza un grado de apropiación del cuerpo como fuente de placer. En segunda instancia, el modo tradicional de subjetivación se corresponde con formas propias de la Modernidad y la sociedad industrial caracterizada por la división del trabajo, y está marcado fuertemente por una distribución de poder asimétrica explícita de dominación del varón. En este caso, la representación hegemónica de la mujer está ligada a la labor doméstica, por lo que su vida se estructura en torno a los valores de maternidad y conyugalidad como áreas fundamentales del desarrollo vital; esto se corresponde con un modelo de mujer empática y maternal, valorada en tanto también cumple el mandato de ser obediente, sumisa. A partir de esto, se da una inhibición del despliegue de la hostilidad, la cual se expresa de forma diferida e indirecta, tendiendo a una descarga inespecífica o masiva hacia los demás, o hacia sí mismas. La sensualidad se expresa de forma pasivizada y reprimida, dado el mandato de que la “buena mujer” no debe expresar abiertamente su deseo sexual. Esto suele derivar en una limitación del despliegue del erotismo a la procreación, la maternalización de los vínculos con los varones, y la formación de síntomas neuróticos o corporales. Por último, la representación de su cuerpo está ligada a ideales de belleza y juventud, en tanto esto permitiría ser elegidas por un varón; se trata de un cuerpo “para gustarle a los otros”, del cual no se apropian (Tajer, 2009).

Resulta interesante descubrir el modo en que cada una de las castas que constituyen el sistema de clasificación disciplinario en Gilead (criadas, marthas, tías y esposas), privilegia alguno de los roles históricamente asignados a las mujeres. Los roles tradicionales, refiere Mabel Burín (2010), componen un modelo femenino privilegiado que es ofrecido a las mujeres desde niñas. La identificación al mismo resulta muy importante para la construcción de su subjetividad. Dentro de estos roles encontramos principalmente la función maternal, aquella que debe satisfacer las capacidades nutricias, de sostén emocional y de cuidados personales de los niños. En segundo lugar, podemos identificar el rol conyugal, que implica la prestación de servicios afectivos y sexuales al varón jefe de familia, junto a las funciones nutricias. Por último, el rol doméstico implica las funciones del cuidado del hogar. Dentro de la historia sobre la que trabajamos, mientras las criadas coagulan la función de gestación, los roles maternal y conyugal son confinados a las esposas. Las marthas se ocupan del rol doméstico y las tías cumplen tareas de enseñanza. Todo lo que se presenta por fuera de estas funciones no solo es considerado inmoral o indecente, sino que además da el estatuto de “no mujer”, reforzando así la configuración del género femenino de un modo esencialista, es decir, bajo la suposición de que existiría algo sustancial e inmutable que responde a la pregunta del “yo soy” (Burin, 1996).

A partir de lo dicho, algunas ideas fundamentales desarrolladas por la filósofa feminista Judith Butler nos permitirán articular las nociones de género sobre la subjetividad, con los desarrollos expuestos sobre las relaciones de poder. Esta autora considera la subjetividad como un efecto del discurso, y el acto discursivo como un ejemplo de poder. Siguiendo la línea de Foucault, refiere que las categorías que subordinan al sujeto son las mismas que lo producen, le dan identidad, y a su vez propician espacios de resistencia que permiten su re-formación. Las categorías se repiten y en cada repetición es que se da la posibilidad de desplazar esas mismas categorías, generando espacios de transgresión. “Así, el sujeto feminista está discursivamente formado por la misma estructura política que, supuestamente, permitirá su emancipación” (Butler, 1990, p. 47). Se infiere entonces que la resistencia a las relaciones de poder establecidas sólo sería posible desde el interior de las mismas. Desde esta concepción, Butler define al género como performativo; esto implica que al suponer desde un principio una identidad, es en ese mismo acto lingüístico que esta se construye como realidad; “la anticipación conjura su objeto” (Butler, 1990, p. 17). En este sentido es que el acto discursivo constituye un ejemplo de poder. Desde estas nociones, podemos repensar, en la serie, cuán significativa resulta a los fines de la estrategia del sector dirigente, la asignación de nombres a las criadas compuestos por el pronombre posesivo, seguido del nombre del hombre dueño del hogar.

En la República de Gilead la estrategia biopolítica monta una representación hegemónica sobre la mujer con determinadas características que podemos pesquisar de la siguiente manera: las relaciones de poder construyen un género femenino en este contexto sociohistórico específico, caracterizado principalmente por la sumisión, la obediencia y el sometimiento, junto con la relegación de los anhelos y deseos personales, incluyendo el deseo sexual, para ser funcional al rol social asignado. Este es el modelo normativo que el dispositivo de poder instituye, y se da en consonancia con una consideración androcéntrica y sexista de la mujer como el “sexo débil”, denunciada ampliamente por los estudios de género. Es importante considerar que, en este caso, se trata de un modelo de mujer impuesto sobre una categoría de género femenino anterior que atravesó y constituyó sus subjetividades de un modo diferente. A partir de esto, cada una de las personajes en la serie se posiciona respecto a dichos imperativos de género identificándose o rechazándolos, en mayor o menor medida y en diferentes situaciones, de un modo singular.

De la subjetividad femenina a las singularidades en Gilead

En este apartado realizaremos un análisis diacrónico de las historias de diferentes personajes mujeres de El cuento de la criada. Estas personajes tienen en común la identificación al género femenino y el sometimiento a un orden patriarcal de coerción que, como tal, pretende aplastar sus singularidades a través de un modelo normativo de género sexista. Cada una de ellas oficiará a modo de caso clínico hipotético, lo cual nos permitirá explorar el modo en que las relaciones de poder descritas que intervienen en la subjetividad suscitan diversos modos de respuesta a nivel singular.

La protagonista de la serie se llama June, y antes de Gilead trabajaba como asistente en una editorial y conformaba una familia junto a su pareja, Luke, y su hija, Hannah. A partir del golpe de Estado es capturada y separada de su familia. Es asignada como criada a la casa de los Waterford, un comandante de alto rango llamado Frederick y su esposa, Serena, donde según las normas cambian su nombre por “Offred/Defred”. Desde un principio June responde a las exigencias de la familia y la sociedad patriarcales, tolerando diversas situaciones de violencia física y psicológica, las cuales vivencia internamente con enojo. Mediante la voz de su pensamiento accedemos a entender que encuentra en ese sometimiento una forma de supervivencia y remite su fuerza al deseo de reencontrarse con su hija, quien también fue apropiada, para salvarla de la opresión de esta sociedad. En esta línea, construye un semblante de sumisión que le permite crear un vínculo muy cercano con el Sr. Waterford como estrategia para acceder a algunos privilegios que la ayuden a encontrar a su hija y huir. Al comienzo de la serie, ella narra la historia en primera persona, presentándose como “Offred”. Tal acto discursivo de autonombramiento evidencia una posición de identificación con el rol de criada. Pero a partir de determinado momento comienza a nombrarse “June”, tomando progresivamente cierta distancia de dicho rol a nivel simbólico, y horadando de este modo aquella posición coagulada en un primer momento. Desde este nuevo lugar, logra acercarse a la Sra. Waterford llamándola por su nombre, Serena, en un intento de conmover también su postura. Es pertinente hacer referencia a una escena en la cual June recuerda la relación con su madre, activa militante feminista, quien desde niña la llevaba a movilizaciones sociales. Rememora una situación en la cual, siendo adulta, en una reunión con otras mujeres del colectivo feminista, su madre se muestra avergonzada de su proyecto de vida: casarse con Luke y continuar trabajando como asistente en la editorial. Recuerda una discusión posterior que vivenció angustiosamente, en donde ella le reclama: “Me sacrifiqué por ti y me molesta que te conformes”; “eres muy joven, ¿quieres entregarle toda esa energía y pasión a un hombre?”; “el país se va por el drenaje, es hora de salir a luchar, no de jugar a la casita” (Miller, 2017, Temp. 2, Ep. 3). Resulta interesante pensar el conflicto interno entre aquello que June reconocía en ese momento como su deseo, una vida conyugal y laboral alejada de la militancia, y el mandato materno de empoderarse como mujer. Podemos pensar que dentro de Gilead los dichos de su madre se resignifican, y en este contexto ella termina entendiendo que debe “salir a luchar”; se identifica con tal modelo de mujer reaccionaria, que contrasta enormemente con la norma impuesta en este nuevo orden social. Dicho pasado rememorado se plasma en la serie mediante flashbacks que se intercalan con escenas que muestran su intento de huida de Gilead. De este modo queda revelada su posición desafiante y el rechazo a transformarse por completo en Offred. Como otros modos de distanciamiento respecto al modelo de mujer impuesto podemos destacar otras transgresiones de June, como su relación amorosa y sexual secreta con Nick, el chofer de la familia, la cual implica una relación con su cuerpo como fuente de placer. También podemos nombrar su participación en una misión organizada por Mayday, un grupo secreto de resistencia contra el gobierno.

Otra de las personajes importantes es Emily, quien aparece en escena como criada, compañera de paseos de June. A lo largo de los capítulos descubrimos que en su vida anterior era profesora universitaria y tenía una familia compuesta por su pareja homosexual con quien contrajo matrimonio, y un hijo concebido en su cuerpo a través de la donación de esperma. Cuando ocurrió el golpe de Estado le prohibieron continuar ejerciendo su trabajo e invalidaron su matrimonio. Su pareja emigró a tiempo junto con el niño, pero a ella le impidieron viajar por tratarse de una mujer fértil. Posteriormente fue capturada y asignada a una familia como criada, “Ofglen/Deglen”. En este contexto es descubierta en una relación amorosa con una Martha, y a ambas se las acusa por “traición de género”; a su amante la ahorcan a la vista de todos y sin reparos al tratarse de una mujer infértil, mientras que Emily es castigada con la mutilación del clítoris, procedimiento en el cual no se atrofian sus órganos reproductivos para que pueda continuar cumpliendo su función como criada. Viene al caso señalar que la prohibición del goce sexual dirigida a las mujeres tiene la misma jerarquía que la prohibición del incesto, la cual, por el contrario, introduce para ambos sexos una legalidad pareja; mientras en el caso del varón cualquier manifestación pulsional contribuye a la valoración de sí en tanto ejemplo de su género, para la mujer cualquier movimiento en relación a poder gozar activamente de la sexualidad devalúa su narcisismo de mujer (Dio Bleichmar, 1985). La práctica de ablación clitorídea sobre el cuerpo de Emily puede leerse como expresión plena de esta prohibición sexual en la mujer, en coexistencia con el imperativo de gestación o mandato de nacimiento imperante según los valores tradicionales (Cambra Badii, Mastandrea y Paragis, 2018). En correlación con un saber religioso que sustenta las relaciones de poder, en Gilead las mujeres no pueden gozar con su cuerpo y sólo pueden tener relaciones sexuales con fines reproductivos, bajo las normas preestablecidas.

En diferentes escenas queda plasmado el rechazo de Emily al modelo femenino propuesto en Gilead, si bien por momentos se muestra obediente y sumisa. Además de ser homosexual y haber llevado a cabo prácticas sexuales gozando con su cuerpo “contra la voluntad de Dios”, realiza diferentes actos en los que transgrede abiertamente las normas: en venganza por el episodio relatado, Emily, que ahora se llama “Ofsteven/Desteven”, roba un auto y atropella a un guardia asesinándolo a la vista de todos. A partir de este acto y a pesar de tratarse de una mujer fértil, es catalogada como “no mujer” y enviada a Las Colonias, campos de trabajo forzado ubicados en regiones marginales ultra contaminadas, donde el destino de las mujeres indefectiblemente es enfermar y morir. Pero tras una reorganización vuelven a designarla criada y pasa por varias familias más. En su último hogar, roba un cuchillo y apuñala a Tía Lydia, la principal encargada de adoctrinar a las criadas, dejando en claro un distanciamiento total respecto al modelo de mujer sumisa y obediente.

Por otra parte, Serena Joy es la esposa infértil del Sr. Waterford, el Comandante dueño de la casa a la cual es asignada June como criada. A pesar de conservar su nombre también es llamada Sra. Waterford, por lo cual su nominación también hace referencia al Comandante, el patriarca de la casa. En su rol de esposa, dedica el tiempo a acompañar y escuchar al Sr. Waterford, planear su maternidad, cultivar plantas, tejer y fumar. Pertenece a la élite de la sociedad, pero como las demás mujeres, debe moldear sus deseos y creencias. Dentro de aquello que resigna está la participación política, dado que formó parte del proyecto político del que fue excluida por su condición de mujer, al momento de la asunción del Sr. Waterford. Serena intenta ocultar su inconformidad con la función de la criada en su hogar; desprecia a June porque recibe más atención de parte de su esposo y porque puede concebir. Desde el comienzo de la historia es evidente que su lugar le genera mucha angustia, aunque se esfuerza por mantenerlo y mostrarse de acuerdo con las normas de la sociedad recurriendo a un discurso religioso, justificando sus sacrificios como necesarios ante la Ley de Dios. En este sentido, Serena se identifica en gran medida con el género femenino en tanto mujer sumisa y obediente. Se adecúa al rol que debe cumplir como esposa, ya que admite como anhelo personal el querer ser madre, también respaldándose en el discurso religioso por el cual la maternidad sería una bendición de Dios. Sin embargo, dentro de esta identificación al modelo normativo, también comete grandes actos de rebeldía. Uno de ellos es obligar a June a tener sexo con Nick, el chofer de la casa, para que pueda finalmente quedar embarazada, luego de dar por sentada la esterilidad del Sr. Waterford. Posteriormente, en un momento en que su esposo está hospitalizado, junto a June realiza aquello prohibido para toda mujer, que es leer y escribir, con motivo de corregir algunos papeles administrativos. Por último, irrumpe en una junta de Comandantes acompañada por otras esposas y propone que sus hijas mujeres en un futuro puedan leer, lo cual justifica leyendo un pasaje de la Biblia. Ante esto, los hombres no contemplan su pedido y la castigan con la pena que corresponde a tal infracción, la amputación de un dedo. Como último acto, esta vez claramente en contra de las normas y dejando en evidencia la no concordancia con el modelo de mujer normativo, renuncia a su rol fundamental de madre entregando a June a la niña que considera su hija, concebida por la criada, para que pueda huir junto con ella y crecer lejos de la opresión patriarcal de Gilead.

Reflexiones finales

A partir de lo expuesto hasta aquí consideramos, en principio, que articular los estudios de género con teorías sobre el poder como la foucaultiana permite correrse de la idea simplista de que la mujer en el marco de las relaciones de poder es y será indefectiblemente subordinada, oprimida. El sujeto foucaultiano es simultáneamente sujetado y producido, y esta doble acepción permite pensar las relaciones de poder como móviles. Es pertinente recurrir a la categoría de género para situar los modos de lectura sobre la diferencia sexual como construcciones sociales e históricas, ya que de este modo puede pensarse en la deconstrucción de los modelos hegemónicos que ocultan una consideración sexista.

Podemos decir que es imposible afirmar la existencia de una subjetividad femenina, en el sentido de que no se puede suponer una identidad unificada, estable, sobre la mujer. Sí es viable pensar en la existencia de categorías históricas en tanto construcciones que se reproducen, y que en ese acto de reproducción, crean formas posibles compartidas. En este contexto, las relaciones de poder patriarcales producen modos de subjetivación que pueden ser nombrados como femeninos. El género, entendido como categoría discursiva ligada a un contexto histórico, aporta un sostén y marco de referencia. De este modo, cada mujer puede identificarse en mayor o menor medida, o rechazar también de diferentes modos aquello que significa en un momento determinado ser una mujer, pero cada sujeto femenino se constituye allí de manera irrepetible. Dichas categorías sólo son habitables desde la experiencia singular, que no puede menos que excederlas. No podemos negar que las categorías discursivas resulten agradables y armónicas, “pero suele suceder con las tipologías que, al habitarlas, nuestra experiencia las desequilibra” (Lewkowicz, 2004, p. 150).

Mediante el análisis de casos clínicos hipotéticos tomados de la serie televisiva, pudimos dar cuenta de cómo ante coordenadas situacionales comunes, ubicadas aquí en relación a un orden patriarcal totalitario, el modo de respuesta que cada sujeto femenino encuentra es netamente singular. De este modo, la narrativa cinematográfica se presta como una herramienta que nos permite a los psicólogos reflexionar sobre la importancia de tener en cuenta en nuestra práctica profesional, la imbricación de dimensiones indisolubles. Se trata de poder identificar a priori las coordenadas epocales-particulares, para dar cuenta a partir de dicho soporte, cómo se expresa lo singular de un modo único e irrepetible.

Por último, la serie tomada como material de análisis nos confronta con un futuro que podemos pensar como posible. En un contexto de crisis o ante condiciones extremas, bien sabemos al conocer nuestra historia mundial y nacional, que el ser humano es capaz de llegar a sobrepasar límites inimaginables. No resulta impensable que aquellas situaciones puedan llevar a la manifestación coercitiva de tendencias sexistas imbricadas en las relaciones de poder, que permanecen ocultas o silenciadas tras la forma que propicia un patriarcado de consentimiento.

Referencias

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Alejandro Ariel, enamorado del cine
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Casablanca: Una noche
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