Actualizado en  abril de 2024   

Volumen 3
Número 1

Marzo 2007 - Agosto 2007
Publicación: Marzo 2997
Totalidades


[pp 15/20]

Nietzsche y el nazismo

Sara Vassallo

Asociado fácil e irresponsablemente con el nazismo, en una lectura chata y directa, tanto por los propios nazis (que recuperaron el Así hablaba Zaratustra como su catecismo) como por el marxismo encabezado por Lukács en los años 50, Nietzsche no logra escapar a esa calificación en muchos comentarios actuales, a pesar de las lecturas ulteriores que rehabilitaron su palabra solitaria (G. Bataille, J.-P. Faye, Sarah Koffman y otros). Es innegable que su enunciación doble e irónica, a la que se añade el carácter fragmentario de sus textos, no deja de ser una tentación para los fabricantes de extrapolaciones. Es ese doble nivel de enunciación, y su exaltación característica, lo que habría que examinar. Cuando en una carta de 1887, por ejemplo, durante sus idas y venidas por el norte de Italia, Nietzsche se queja por no tener a mano “por lo menos un esclavo para llevarle las valijas”, ¿cómo hay que tomarlo? Jean-Pierre Faye se pregunta, acerca de esa carta, en qué momento hay que empezar a creerle. Estirando la pregunta, se podría inquirir : ¿En cuál Nietzsche hay que creer? ¿en el que sueña con un “despertar del alma germana” o en el que se indigna de que “esa mersa estúpida y desvergonzada de anti-semitas (se refiere a Theodor Fritzsch, autor del Catecismo anti-semita) se atreva a ponerse en la boca el nombre de Zaratustra. ¡Asco! ¡Asco! ¡Asco!”? ¿Cuál es el verdadero Nietzsche? ¿El que calificaba la revolución francesa de “farsa siniestra y superflua [donde] el texto desapareció bajo la interpretación”o el admirador de Montaigne y Stendhal? ¿El que incrimina en Aurora el odio judío que san Pablo disfraza en amor cristiano o el que afirma, en el mismo texto, que “los judíos entre todas las naciones elevaron la grandeza moral al más alto rango en la teoría y en la práctica”? ¿El que advierte a sus contemporáneos acerca del error de buscar “un germen de enfermedad en esos seres desbordantes de salud como las fieras y las plantas tropicales” (César Borgia, por ejemplo) o en el que enuncia en La Voluntad de Poder que el superhombre es aquél que, “seguro de su poder, no necesita profesiones de fe extremas”, el que puede relativizar el “valor” del hombre y “no solo aceptar sino amar cierta dosis de no-sentido y absurdo?”

Una primera respuesta consistiría en sostener que la célebre figura del superhombre como contrapartida del “hombre del resentimiento”, es una figura reactiva : va dirigida al europeo domesticado que disimula su insatisfacción detrás de una moral hipócrita. Así, cuando en Más allá ... increpa a los que ven en los Borgia “no sé qué infierno íntimo” presentándolos “como una forma mórbida y degenerada del hombre”, Nietzsche se identifica por cierto con los Borgia. Pero esa identificación extrae su exhorbitancia de su desprecio por el débil que, roído por la envidia y la frustración, odia al “fuerte y feliz”, así como Lutero odiaba al Papado romano. Lo que le dice Nietzsche al decadente es : “No te mientas, bien quisieras ser un Borgia”. La crueldad del romano o del germano primitivo sirve allí para nombrar un exceso o un “más allá” de la detestada ley kantiana (una fuerza que converge, en el uso cada vez más frecuente del término Heiterkeit, con la alegría), que le sirve de pasarela para condenar al débil hipócrita pero no al débil a secas. La distinción no siempre es explícita pero se la encuentra por todas partes : “Todo mi respeto al ideal ascético en tanto es sincero, por tal de que crea en él mismo y no sea teatral ...”, dice en La Genealogía de la Moral. En una palabra, toda la cuestión reside en encontrar en Nietzsche (que habló tanto de la gran salud de los menos fuertes y de la gran fuerza de los más débiles), la visagra entre el más del más débil y el más del más fuerte, entre la fuerza del “señor de la tierra” y la sumisión de la masa, entre una ética del superhombre que no omita la fuerza vital y la moral triste. Ya que ese tercer elemento es, probablemente, un menos...

El que Nietzsche interpele directamente a sus contemporáneos a través del retrato del hombre del resentimiento, no priva en absoluto a éste de su valor intrínseco. Está ínsita en ese retrato nada menos que la caída de la Verdad y la Causa metafísicas, que hace al núcleo del pensamiento de Nietzsche. Pero si no se tiene en cuenta la complejidad de su enunciación (¡hasta dijo alguna vez que tenía miedo de pertenecer él mismo a la categoría de los resentidos!), no se comprende en qué se diferencia de la de un Sade (ni de la del nazi). Estos también rechazaron, se dirá, la compasión y otras virtudes cristianas. Pero la argumentación de Sade se basa en el principio de “gozar a expensas del otro” y no en la glorificación nietzscheana de la vida, que exige otro dios, o sea, Dionisos. Esto plantea ya la cuestión de las lecturas chatas y las oposiciones simples : ¿Dionisos es el extremo opuesto de Cristo? No. Se sabe hasta qué punto ese dios proteiforme, despedazado por los Titanes, expuesto pasivamente al sufrimiento y al “flujo absoluto”, se conecta secretamente con una religiosidad del Hijo y no del Padre. Lo cual puede contribuir a comprender que el Dios al que Nietzsche declara muerto sea el padre y no el hijo. La divinidad dionisíaca, concebida por cierto en un rechazo frontal de la sumisión cristiana del Hijo al Padre, esboza la posibilidad de un hijo nuevo (el “nuevo amante” de Ariadna) liberado de la égida del Padre. No deja sin embargo de estar sometido a la ley de su goce (la laceración misma de la que renace sin cesar). Se adivina las preguntas que la no-verdad de ese dios del caos (verdad múltiple, víctima y destructora a la vez) plantea al psicoanálisis - si es cierto, como dijo alguna vez Lacan, que la verdad entra en la vida de un sujeto por la vía de la idea del padre. Lo cual debería alertar, dicho sea de paso, a los que, satisfaciéndose someramente con lo que creen que es el nihilismo de Nietzsche, machacan sin cesar la muerte de Dios como una verdad definitiva, sin ver que su búsqueda no dejó nunca de hurgar en el espacio dejado vacío por ese dios muerto.

En un planteo que no deja de parecerse a lo que el psicoanálisis, bajo el nombre de goce, concibe como un entrevero primordial de la ley y el deseo, Nietzsche sostiene que la distinción entre el bien y el mal no es originaria. Hay un “más allá” de esa distinción perspectivista. No hay que ir muy lejos para encontrarlo. Se lo detecta, según el imperdible capítulo de La Genealogía de la Moral sobre los ideales ascéticos, en el inmoralismo de los moralistas. En ese más allá, el bien y el mal revelan su origen común perdiéndose en una Ley más originaria que entraña la auto-destrucción de toda identidad reguladora. Pero el goce dionisíaco, esencialmente pasivo, es destructor solamente en razón de su dependencia del principio “inocente” de la vida (ya que es la vida la que engendra al filósofo y no al revés). Es como para preguntarse qué tiene que ver ese goce desgarrado entre la vida y la muerte con el nazismo. Y si es cierto, como dice Heidegger, que la justicia definida por Nietzsche como fuerza vital enigmática, es ajena a la justicia humanista y racional, burguesa o socialista, ¿qué tiene que ver la confluencia entre esa justicia cruel y la vida, con el anti-humanismo o el anti-socialismo del nazi? ¿Cómo articular éstos últimos con la enigmática inserción de la voluntad de poder en la teoría del eterno retorno, a propósito de la cual Lou Salomé observó que no era un concepto sino un terror personal de su autor?Ya que el eterno retorno no es, como lo sugieren no solo Salomé sino además K.Lowith y otros, una solución triunfante sino la salida desesperada del que, sabiendo que el naufragio es inminente, se despide de la vida con un gesto de perdón transfigurándola en el júbilo de Dionisos. Es, como lo dijo Nietzsche, “la más trágica de todas las historias con un desenlace celestial”. Lo cual acarrea la pregunta de si el así llamado filósofo de la vida no afirmaba la vida porque ya la había perdido o estaba a punto de perderla. Se entiende así que la voluntad de poder se inscriba en el eterno retorno como una de sus máscaras, en el momento de la mayor fuerza. ¿Pero cuál es la mayor fuerza? La de aquél, como lo dice en La Voluntad de Poder, que está a la altura de la mayor desgracia y no la teme. Es imposible que esa desgracia no haya tenido un sentido peculiar para el individuo Nietzsche, quien la elabora en todo caso como la del verdadero nihilista, cuando éste descubre que el mundo, al no estar regido por ningún sentido ni finalidad, quiere solamente volver por siempre a sí mismo sin desembocar nunca en la nada. La teoría del eterno retorno levanta el velo sobre lo que ocultaba la visión finalista (religiosa o no), que en su forma cristiana da un sentido al mal y al pecado (y pocas visiones, como lo reconoce Nietzsche sin cesar, fueron tan eficaces como ésa para protegernos del no-sentido). Con el eterno retorno, Nietzsche excluye toda forma de transmundo idealista y se atiene, adelantándose a lo que Freud y Lacan pudieron especular acerca de la compulsión de repetición, al materialismo radical de un mundo sin sentido final exterior, destinado por ende a repetirse y “cuyos propios excrementos son su alimento” (“¿Alguna vez dijiste ‘Me gustas, felicidad, instante’? Si así fué, entonces deseaste el retorno de todas las cosas, todas volverán de nuevo, eternas, encadenadas, amorosamente ligadas...., dice Zaratustra). En ese proceso, la voluntad de poder revela su ambiguedad al enfrentarse con lo que es más fuerte que ella (el sol de “mediodía” de Zaratustra, o sea, la hora de una “decisión” superadora que puede coincidir tanto con la resurrección del mismo que se era – que haría surgir al superhombre - como con el suicidio). Ninguna afinidad la une a la sed de poder nazi. A menos que se compare el suicidio de Hitler con el mito de Empédocles (tan admirado por Nietzsche), que al no poder destruir el fatum se tira en el cráter del Etna haciendo de su muerte voluntaria su único triunfo.

Sería tan necio leer la voluntad de poder como un más cuantitativo en el plano vital como leer el más del “más-de-gozar” de Lacan como un aumento de goce. Los débiles amparados en la moral del resentimiento (socialistas, anarquistas, esclavos, tchandalas), también ejercen la voluntad de poder, repite Nietzsche, ya que la odian en el fuerte. Ambos la poseen. De atenerse al famoso pasaje de La Voluntad de Poder sobre el nihilismo europeo, se podría encontrar a unos y otros, actualmente, tanto en los jefes totalitarios como en los que les están sometidos, tanto en las altas instancias del poder financiero como entre los excluídos. ¿Y qué es ese ciudadano o ciudadana europeos prudente e higienista, cultor obsesionado de su cuerpo y su salud, ese esclavo del confort, sino un nuevo negador de la vida?¿Acaso el funcionario administrativo de la democracia, el perseguidor sistemático de todo desorden, incluso el que tacha a Nietzsche de nazi, el que califica todo acto violento de inconveniente, no es, a fuerza de prohibirse el exceso (y por ende toda alusión al menos paradójico de la voluntad de poder), una especie perfeccionada de “calumniador de la vida”? Decimos menos y no más porque la disparidad de fuerzas no alude a un quantum de fuerza bruta (que hace a Nietzsche incompatible con el darwinismo vulgar con el cual se lo califica todavía) sino con el hecho de que el superhombre, al asumir la horrenda tarea de levantar el velo sobre la “ficción” del pecado como causa del mal (y del sentido), afirma la “inocencia del devenir”. Solo a partir de la inocencia ejerce un poder sobre el débil hipócrita. Se lo ve, el poder de la voluntad de poder no designa el poder en el sentido lato del término. En su inocencia reside algo terrible (¡desgraciado de mí, escribía Nietzsche, que no soy más que un matiz!). Inocencia desprovista de culpa y pecado que hace acordar a la falta en el Otro de la que Lacan extrae en Subversión del sujeto ... la idea de que, al ser tomada a cargo por el sujeto, da lugar al pecado original. Pero justamente, Nietzsche no quiere transformar en pecado la falta en el Otro. Desprovista de justificación moral y religiosa, la lucha entre fuertes y débiles deja un vacío. Es inútil, pues, ir a buscar al superhombre en Hitler, Soror, Bill Gates o Stalin (que no serían, si se es fiel a Nietzsche, sino el espejo de la sed de dominio reprimida de la plebe), menos aún en las realezas europeas embadurnadas en otra especie de plebe, o sea, la prensa amarilla. Cualquiera puede ser superhombre, afirma Nietzsche, ya esté arriba o abajo en la escala social, ya que lo que caracteriza a éste es .... poder arrostrar la mayor desgracia, la idea “más abrumadora”, o sea, la falta de finalidad en el eterno retorno.

El proyecto calculado y programático del hitlerismo no pudo plantearse algo parecido al interrogante que Dionisos le plantea a Nietzsche, a saber : ¿Si la vida engendra al filósofo, entonces porqué la vida necesita pensar? (lo cual no significa en absoluto que haya que volver al estado animal, ya que el animal de Nietzsche piensa). La dificultad está en que Nietzsche ataca con furia y de entrada al hipócrita débil hasta focalizar la cuestión de un modo claramente paranoico, en El crepúsculo de los ídolos, en dos términos opuestos, o sea, Dionisos y Cristo (o sea, el paroxismo del principio vital y su negación). Pero preguntémonos, desde el psicoanálisis, ¿es esta dicotomía un núcleo originario o el emergente de un proceso que se despliega a expensas de Nietzsche?

La mentada oposición desembocó, como se sabe, al final de su vida, en una identificación pura y simple. En los pocos días que precedieron y siguieron al ataque final, las cartas enviadas en diciembre de 1888 y enero de 1889 a Gast, Overbeck, Burckardt, Cósima Wagner, Strindberg, G. Brandès y otros, están firmadas “Dionisos”. En otras (a Strindberg, al cardenal Mariani, al rey Humberto Primero) Nietzsche firma “El Crucificado”. Así como Cósima Wagner reaparece detrás del fantasma de Ariadna (al médico del hospital de Jena adonde lo interna Overbeck le dice: “Me trajo aquí Cósima Wagner”), así como Dionisos deja de simbolizarse y pasa a ser Nietzsche, de un modo similar el viajero llegado al mediodía en Así hablaba Zaratrusta, para no aceptar morir bajo el calor del sol decidía ser él mismo el sol, o sea, el Anticristo que profetiza la llegada del hombre liberado de la moral cristiana. Lo simbólico, como diría Lacan, reaparece en lo real. Ahora bien, la identificación con el Anticristo fracasa en el episodio del caballo. La anécdota es traída por el psiquiatra Podach en su libro de 1936 sobre el “derrumbe” de Nietzsche.El 3 de enero de 1889 en la plaza Carlo Alberto de Turín, al ver a un caballo maltratado salvajemente por un cochero, Nietzsche se precipitó hacia él y con un gesto para protegerlo del látigo, se abrazó a él sollozando, cayendo luego inanimado. Cuando volvió en sí, cuenta Podach, Nietzsche se encuentra en un estado de excitación orgiástica y tiene el sentimiento de ser la doble divinidad, Dionisos y Cristo. Como dice J.P. Faye, Nietzsche pierde la razón en la compasión cristiana que le reprochaba a Wagner.

Para el que creía a pie juntillas en la afirmación de la supremacía del amo sobre el esclavo, del fuerte sobre el débil, del pagano sobre el cristiano, ese solo gesto la da vuelta en un solo instante. Pero no se trata, precisamente, de la mera inversión de su contenido. La reaparición de lo real no explicaría nada (como tampoco, en otro orden de cosas, la explicación por la parálisis progresiva debida a la sífilis) si los dos extremos de la dicotomía mencionada no estuvieran ya unidos en un nudo inextricable aunque no siempre visible en su obra lúcida, mediados por un tercero, por esa visagra que venimos tratando de identificar. Al explicar en Aurora, por ejemplo, que Lutero, como san Pablo, no se atrevía a reconocer que odiaba la Ley represiva a la que estaba sometido, Nietzsche nos dice : “La ley era la cruz en la que estaba clavado ¡y cómo la odiaba!”. El significante clavado une, pues, a ambos. Estar clavado en la cruz (como Cristo) y estar clavado en la Ley (como san Pablo y Lutero) son una sola cosa. El sadismo y el masoquismo revelan su complicidad interna. Toma color así la tesis de la Genealogía de la Moral : el sacerdote ascético sufre, sometido a la moral y a la “verdad”, y para vengarse de la renuncia al deseo que ello implica, predica que todos merecen sufrir. La misión histórica del calumniador de la vida consiste en exigir un culpable. ¿Pero cómo no ver, como lo notábamos antes respecto del superhombre, que Nietzsche subordina su oposición entre el sacerdote (el fuerte que instrumenta la culpabilidad para dominar al débil), y éste último, a un menos de poder (y de la verdad que es su secuela), es decir, a la “inocencia del devenir”, y que es gracias a ese menos como construye su retrato del hombre de la culpa y el resentimiento? Los discípulos de Cristo, sostiene Nietzsche en El Anticristo, barrieron con la inocencia del mensaje evangélico, refabricándolo retrospectivamente en torno a las ideas de castigo y recompensa de la Iglesia judía. La rebelión encabezada por el redentor (al que describe con los rasgos inconfundibles del príncipe idiota de Dostoïevsky), y que lo llevó a la muerte, iba dirigida contra el aparato de la Iglesia y no, como Lutero, contra su corrupción y su sensualidad. Cristo, afirma Nietzsche, murió (como el idiota de Dostoïevsky) por haber sido ajeno a todo juego de fuerzas y nada, dice, permite afirmar que murió para redimir a los otros de sus culpas. La diferencia con el superhombre es que éste se niega a morir, como Cristo, a manos del sacerdote (judío o cristiano) sino que hace pasar su inocencia a un grado de fuerza superior que haría imposible la estafa cristiana que siguió a la crucificción.

Dionisos, víctima del principio inocentemente destructor de la vida, revela su secreta afinidad con Cristo. Al identificar a ambos, el delirio de 1889 desempeña una función precisa y retrospectiva respecto de su obra lúcida (la lectura de Bataille, sin ser psicoanalítica, y tal vez a causa de ello, contribuye a comprender esa continuidad). La función del delirio consiste en revelar lo que ocultaba el exaltado clivaje entre el hombre del resentimiento y el superhombre. ¿Revelar qué cosa? No, como algunos ya lo han dicho, que Nietzsche es un cristiano que se ignora (no lo es, ya que propone una moral y un hombre nuevos, o sea, el amante de Ariadna), sino que el clivaje entre Dionisos y el Crucificado fué ocultando cada vez más, favorecido por la inflación megalomaníaca, lo que los unía. Ese ocultamiento fracasa en el delirio, donde ambos reaparecen en lo real (Nietzsche es el Anticristo, síntesis de Dionisos y del Crucificado). Si situamos en este punto la falla de lo que Lacan llama la metáfora paterna, y teniendo en cuenta las elaboraciones del Nacimiento de la Tragedia y La Genealogía de la Moral, el delirio de Nietzsche parece correlativo del descubrimiento del entrevero de la ley y el deseo en el inmoralismo del moralista.Ello no impide que Nietzsche haya construido un amago de “nombre-del-padre” en la figura de ese dios despedazado que renace sin cesar de sus cenizas. Dionisos es el significante con el cual Nietzsche escribe su nombre-del-padre por fuera del Padre cristiano.

Todo ocurre como si el sueño de Raskolnikov antes de matar a la usurera, descripto por Dostoïevski en Crimen y Castigo (donde el soñador no sabe si es el caballo martirizado o el cochero que lo martiriza) hubiera estado en el inconsciente de Nietzsche. Pero éste no pudo escribirlo. Puso en acto por así decir la división entre ambos anulándola, en el ataque del 3 de enero de 1889. Había esbozado por cierto en El Nacimiento de la Tragedia la ley del goce dionisíaco (hecha de la alegría que experimenta Deméter en su eterno duelo a la idea de engendrar de nuevo a Dionisos). Pero todo lleva a pensar que la negación eufórica de la negación de la vida (o sea, el superhombre) naufraga en eso que Lacan llama Real que, al diluir toda Ley, terminó predominando, aparentemente, sobre la elucidación teórica acerca del perspectivismo. El “más allá” se convierte en abismo.Y si el fantasma de fustigación nos lleva, como lo demostró Lacan traspasando el fantasma sado-masoquista, a la problemática del sujeto dividido, entonces la cuestión se vuelve más clara. El episodio de Turín saca a luz lo que ocultaba el “sí” a la vida, esto es, que había un “no” dentro del “sí”, o sea, el dolor de vivir, la laceración de Dionisos siempre resuscitado : el clavado en la cruz no es simplemente el débil vencido por el fuerte ni el fuerte crucificado por el débil (lo cual es lo mismo). El masoquismo es anterior al sado-masoquismo, diría el psicoanálisis. No se oponen puntualmente el Crucificado y Dionisos, el resentido y el feliz, el débil y el fuerte, el bien y el mal. O, como se lee en La Gaya Ciencia . “La gran salud es la que incluye todas las enfermedades”. El superhombre es el “matiz” que debe superar esa oposición produciendo a Dionisos, el límite intangible entre la vida y la muerte al borde de todo sentido dado o, si se quiere, un débil-fuerte, o sea, lo contrario de un nazi.

El superhombre no está hecho, pues, de goce perverso sino del sufrimiento de descubrir un más allá de la verdad limitada del bien y del mal. Los empeñados en hacer de Nietzsche, víctima genial de lo Real, una encarnación del proto-nazismo, ignoran alegremente el costo psíquico de postular el superhombre. “No frecuentar a nadie que participe de la impostura mentirosa de las razas”, dice un fragmento póstumo del verano de 1887. El odio por el nacionalismo alemán forma parte del pensamiento profundo de Nietzsche.Nada fué más ajeno al filósofo identificado con Dionisos (que los rituales griegos representaban como un extranjero venido de afuera), que el uso de términos identificatorios y brutales a que pretenden reducirlo los sedientos de las verdades definitivas del hombre del resentimiento. Lo que profetizó Nietzsche con su voluntad de poder como máscara del eterno retorno no fué el nazismo sino un campo absolutamente nuevo (que la filosofía de su época no había descubierto), que engloba al nazismo solo como una de sus manifestaciones. Un campo que se parece en más de uno de sus aspectos a lo que Lacan llamó, apartándose (como Nietzsche) de la filosofía, lo Real del goce.



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