El cine existe, y su presencia parece empujarnos a una puntillosa necesidad de categorizarlo. Desde su aparición lo acompañó la interrogación sobre su status. Fuertes argumentaciones lo proponen incluido en el campo del arte -el séptimo, dirán los más precisos-, quedando así enfrentados a los que sólo le reconocen su condición industrial. Pero si dejamos a un lado el debate sobre su condición, se nos hace posible descubrir una gama muy rica de expresiones inspiradas e inspiradoras, articuladas en el cine. De este modo, más allá de su producción específica -las películas-, se ha convertido en motor de otras producciones.
En esta vía, a más de cien años de su nacimiento, nos encontramos con un universo constituido y en permanente despliegue. En la especificidad de este universo se definen lugares que sustentan funciones; los realizadores, por una parte; los espectadores, por otra y entre ellos ese extraño objeto, la película.
Estos lugares parecen muy claros y evidentes si los consideramos de forma estática, como en una imagen congelada. Pero si acaso los pensamos en el movimiento propio de su acción -allí donde el espectador en su intimidad comienza a jugar con la interpretación-, los contornos se expanden, se confunden y en algunos casos llegan a desdibujarse.
Un espectador se formula como una mirada que arma una lectura posible de aquello que es dado a interpretar, una película. Podríamos preguntarnos si hay pautas precisas para esta interpretación. Podríamos considerar, tal vez, que la acción consiste en descubrir aquellos indicios que el director dejó expuestos para ser descifrados por el espectador; en ese caso se nos impone la idea de una cifra oculta intencionalmente creada por el autor-director.
Otra posibilidad es la de postular un espectador libre de todo código que se lanza, imaginativo, a construir su propia película.
Estas dos posiciones se constituyen en polos que, en su fijeza, anulan las condiciones de un encuentro diferente, ese que sostiene a la película como obra, con una intención propia, nacida en el desconocimiento de las intenciones de un autor y al resguardo de la imaginería de un espectador.
Un encuentro de esta característica pone en escena un efecto incalculable, una singularidad que se legitima en el espacio que funda una lectura posterior.
Algo de esta índole es lo que podemos registrar en el campo de la música; me refiero a un fenómeno conocido como armónico, nombre con el que se conoce a cierto efecto sonoro, ampliamente estudiado y catalogado por la física acústica. Su característica radica en que es incalculable; sólo es posible nominarlo una vez sucedido. Entonces se sabrá que por efecto de la división de la columna vibratoria suena una nota musical que nadie produjo, quedando dentro del acorde ejecutado.
Es, por ejemplo, el caso de un dúo que en la interpretación de un tema cada uno de sus integrantes emiten una nota, pero se oirán tres. Este tercer sonido carece de autor, nadie lo soporta materialmente, simplemente se produce por fuera de toda intención calculada.
Es la posterioridad la que demora, en un nombre especificado, lo que allí sonó; o al menos algo de lo que allí sonó... perdiéndose.